viernes, 3 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 6


- 7 + 6 -
  
El hombre, después de estar cerca de media hora deambulando por la tienda, se decidió a coger lo que había ido a buscar allí (unos amuletos para mejorar la potencia sexual) y se acercó al mostrador, mirando hacia los lados, algo avergonzado.
Jonás sonrió levemente, tratando de no ofender a su cliente. Si se sentía cohibido no volvería a verle jamás (e incluso podía ocurrir que no comprase nada aquella vez). Pero si conseguía engatusarle, hacer que se sintiera cómodo y a gusto con lo que había comprado, aquel inútil volvería.
- ¿Cuánto.... cuánto cuestan? – preguntó, con un hilo de voz. Sudaba a mares, avergonzado y tímido.
El precio estaba marcado en la balda de la estantería en la que estaban colocados los amuletos (todas las estanterías de la tienda tenían puesto el precio de los objetos que se exponían en ellas, en pegatinas pegadas en el canto de las baldas), pero como aquel tipo no parecía haberse fijado, tal era su confusión, Jonás decidió aprovecharse de él.
- Un euro y medio cada uno, señor – dijo, acompañando sus palabras con una sonrisa amistosa. A menudo acompañaba aquella sonrisa con un poco de persuasión mágica, usando sus poderes, pero no creyó que fuese necesario en aquel caso concreto. Aquel tipo quería los amuletos, se le veía, y no se iría sin ellos. Además tenía muchas ganas de largarse de allí, estaba pasando una vergüenza terrible. No hacía falta que influyera sobre él.
- ¿Un euro y medio? Muy bien.... – dijo el hombre, apurado, tratando de parecer digno, pero sin conseguirlo. Dejó los amuletos sobre el mostrador (había por lo menos doce), haciendo que alguno cayera al suelo. Jonás se agachó a su lado del mostrador y recogió uno, con forma de senos femeninos, coloreados con esmaltes brillantes. El hombre se agachó azorado, a su lado del mostrador, recogiendo otros tres, dejándolos en el mostrador también, sonriendo como pidiendo disculpas. Volvía a sudar.
- Tranquilo, no hay prisa.... – dijo Jonás, con voz amable, aunque por dentro se estaba riendo de lo lindo de aquel pringado.
El cliente sacó la cartera por fin y buscó dentro. No parecía tener mucho dinero y así lo creyó Jonás cuando el cliente levantó la mirada de la cartera y la fijó en él, con ojos culpables y rostro avergonzado.
- ¿Cuánto dijo que era? Creo que no tengo suficiente dinero.... – dijo, con un hilo de voz. Si hubiese sonado un ruido fuerte en ese momento (el rugir de un motor en la calle, o el de un objeto de loza cayendo de la estantería al suelo) el cliente hubiera pegado un bote, del susto, y hubiese salido corriendo. Jonás pensó que tenía que tratarle con delicadeza, para no perderle.
- Dos euros y medio cada amuleto, señor – dijo, con total desfachatez. – Pero por ser usted se lo dejo en dos euros.
- ¿Cada uno? – dijo el hombre, con voz débil.
- Por supuesto – asintió Jonás con énfasis. – Tenga en
cuenta que son amuletos hechos a mano, santificados por chamanes de las tribus aborígenes del Amazonas. Allí cada hombre tiene hasta siete mujeres y mantiene relaciones sexuales con ellas regularmente. Los hombres de las tribus llevan al menos diez amuletos colgados del cuello, para poder rendir como se espera de ellos....
- ¿Y funciona? – preguntó el hombre, desesperado. Sus ojos le dijeron a Jonás que lo tenía enganchado.
- Por supuesto. Todas las mujeres quedan saciadas y cada hombre puede llegar a tener hasta treinta hijos. Y todo gracias a estos amuletos – dijo Jonás.
- En ese caso.... – musitó el cliente, volviendo a mirar la cartera y sacando los billetes que allí llevaba. Jonás se permitió sonreír con malicia, como lo haría un tiburón, ahora que el cliente no le miraba. – Sólo tengo veinte euros.
El cliente sostenía dos billetes de cinco y uno de diez euros, con cara constreñida. Jonás se encogió de hombros.
- Entonces sólo tiene para llevarse diez amuletos – dijo, con resignación. – Pero justo ésos son los que los grandes guerreros llevan en el Amazonas....
El cliente sonrió, tímido, con una sonrisa que le hacía parecer un conejo. Dejó los billetes en el mostrador y se dedicó a la difícil tarea de elegir qué amuletos iba a dejar en la tienda. Se puso una mano en el mentón y miró todos los amuletos que había seleccionado, uno por uno, tratando de decidir cuáles le harían menos efecto. Jonás tuvo que aguantarse la risa, poniéndose una mano frente a la boca.
Al final el hombre decidió dejar uno con forma ovalada, de color rosa, con una hendidura en el medio, de color rojo y otro de una figurilla con un tremendo miembro viril ancho y largo entre las piernas delgadas.
- Muchas gracias. Vuelva cuando quiera – le dijo Jonás, con voz amable, pero con una mirada aviesa. Sabía que aquel hombre volvería, más tarde o más temprano, pero volvería. Los reconocía al instante.
Gente apocada, crédula, con problemas de personalidad, de gestión de los sentimientos, de pareja o de autoestima. Todos buscaban la solución de sus problemas en los poderes del “más allá”.
O en lo que Jonás vendía como objetos con poderes esotéricos.
En su tienda tenía cosas auténticas, objetos que realmente guardaban magia en su interior, o que podían canalizar la magia desde otro lugar, otro objeto o una persona.
Tenía libros importantes, en los que la gente podía aprender cosas sobre el más allá: cómo invocar a demonios, cómo protegerse de los fantasmas que poblaban una casa, cómo sobrevivir una noche en un cementerio, cómo cruzar lugares peligrosos sin que las fuerzas paranormales les hicieran daño.... También tenía libros para aprender magia y para saber cómo funcionaba el mundo de lo paranormal. Aunque la mayoría de los libros eran verdadera mierda impresa en papel y encuadernada en cartón, sólo válidos para reírse al leerlos, pero que había gente que compraba con intención y que se creía a pies juntillas.
Tenía también, sólo para los grandes cazadores de monstruos y de espectros y para los grandes señores de otros universos, objetos de culto, que venían de lejanos mundos, que habían llegado a él de casualidad o tras una larga búsqueda de años. El resto de la morralla que vendía en su tienda se fabricaba en China, India o en alguna fábrica de Rumanía, Marruecos o de alguna zona rural española.
Por ejemplo, los “amuletos” que le acababa de vender a ese hombre por el doble de su precio estaban hechos en Valencia, en una fábrica de manufacturación de objetos de arcilla, escayola y loza. Después los pintaban en Torrelodones y se distribuían por toda España, sobre todo para tiendas como la de Jonás.
Jonás rió socarronamente mientras salía del mostrador, levantando la parte de la madera que era abatible, llevando los dos amuletos que no había vendido a su balda. Podía haberlos dejado en otra, de entre todas las que había en su tienda dedicadas a amuletos. Estaba convencido de que podría haberlas vendido igualmente si las hubiese dejado entre los amuletos para la buena suerte, entre los amuletos celtas de la Luna y las estrellas, entre los amuletos para conseguir prosperidad en el trabajo o en los estudios, entre los amuletos que atraían al amor o entre los amuletos para hacerse rico. De éstos últimos tenía que hacer pedido todos los miércoles, porque cada semana se le acababan.
Dejó los dos amuletos en su balda y suspiró. Bendita fuese la inocencia y la credulidad de los seres humanos.
Entonces escuchó un ruido, en la calle.
No había sonado como un ruido normal y corriente de ciudad, como el ruido del tráfico, el de una alarma de coche, la sirena de una ambulancia o de los bomberos, o la conversación de un par de personas por la calle. Ni siquiera había sonado como cualquier otro ruido normal, de este mundo.
Había sonado como el tejido de la realidad al rasgarse.
Jonás se asustó. No era una criatura violenta, ni rápida, ni ágil. Era un quincallero, alguien que se aprovechaba de todo lo que llegaba hasta él, para cambiarlo o venderlo por algo mejor. Era un buhonero, un mercachifle.
Así que se apresuró a la puerta y puso el pestillo, dándole la vuelta al cartel de cerrado/abierto y bajando la persiana de tablillas que tenía en el cristal de la puerta. Después se echó hacia atrás, escondiéndose entre las estanterías que abarrotaban su tienda, colocadas en hileras, formando pasillos. Desde uno de esos oteó la calle, que podía ver entre la persiana y los bordes del cristal de la puerta y por los huecos que había en los dos escaparates, llenos de carteles pegados con celo y de objetos grandes expuestos.
No había nada raro en la calle o al menos a él no se lo pareció. Suspiró, más tranquilo, relajando la postura y volviendo a caminar hacia el mostrador.
Entonces volvió a sonar el sonido terrorífico, justo a su espalda. Jonás se volvió, tapándose la cara con un brazo, asustado, chillando de horror.
Una extraña luz (por llamarla de alguna forma) de color azul y con forma almendrada había surgido de la nada, a media altura, en el pasillo formado por dos estanterías. Dentro del óvalo azul había una hendidura negra como el vacío, del que empezó a salir una forma descolorida, pálida y rodeada de blanco.
Aquello era un espíritu, no cabía duda.
Jonás nunca había imaginado que un espíritu, un fantasma, pudiera aparecerse en su tienda. Creía que no era posible, debido a los numerosos hechizos y encantamientos con que la había protegido.
Pero debía haberse equivocado.
El fantasma iba hacia él, con las manos por delante. Aunque era un ser incorpóreo Jonás sabía todo el daño que un espectro le podía hacer a un ser físico. No eran pocos los fantasmas capaces de atravesar la caja torácica de su víctima (como hacían con las paredes) y aplastarle el corazón, en un arrebato de furia (que era cuando los fantasmas podían interactuar directamente con el mundo físico).
Por eso Jonás se dio la vuelta y corrió de vuelta al mostrador, donde se detuvo lo justo para coger el dinero del último cliente. Atravesó corriendo la cortina de macarrones de plástico y entró en el almacén que estaba tras el mostrador. Estaba organizado igual que la tienda, pero era muchísimo más grande y más alto. Había innumerables estanterías, altas, dispuestas en hileras, formando pasillos.
Jonás creyó que podría perder al fantasma allí dentro, con poca lógica, mientras pensaba cómo escapar, cómo librarse de él. Pensaba en los objetos verdaderamente útiles que tenía en el almacén, en los hechizos que podía hacer con ellos para ahuyentar a un fantasma.
Encontró una red cargada cuánticamente, con pesos de bronce bañados en lágrimas de viudas, la cogió y trató de desplegarla. Sabía que el fantasma había ido tras él, aunque hubiese corrido con todas sus fuerzas.
Notó los pelillos de la nuca erizados y se descubrió jadeando, no tanto por la corta carrera como por el terror. No era la primera vez que veía un fantasma, eso por descontado, pero era la primera vez que uno se aparecía en su tienda. Aquello era distinto y decía mucho del poder de aquel fantasma.
Y del peligro que representaba.
El fantasma apareció doblando la estantería, caminando como un ser humano normal, sólo que refulgía levemente en una luz blanca y se apreciaba que su palidez no era normal. Era algo translúcido, aunque no tanto como los fantasmas normales.
- ¿Qué te pasa a ti? – preguntó Jonás, extrañado, en voz alta, olvidando por un momento su miedo. Después, cuando el fantasma lo miró con ojos ciegos (todos los fantasmas tenían las cuencas de los ojos vacías, solamente llenas con una negrura azulada) y levantó las manos para acercarse a él, Jonás le lanzó la red.
Chisporroteó un poco cuando le cayó encima, haciendo que el fantasma se tuviera que agachar, por el peso. Jonás gritó de alegría, por la victoria. Entonces el fantasma se rehízo, se incorporó, atravesó la red (que ya no chisporroteaba) y siguió andando, como si nada.
Jonás volvió a gritar, asustado, sin ideas. Caminó hacia atrás, pensando en su pequeño despacho, la mesa y la silla de oficina colocadas contra una esquina del almacén. Allí no podría hacer nada mejor contra el fantasma, pero era donde su instinto le decía que debía ir.
No llegó. Ni siquiera se quedó cerca.
En un pasillo entre dos estanterías, el fantasma le atrapó, agarrándole por el cuello. Le miró de cerca, con sus cuencas vacías que se iluminaban con un color azul eléctrico, mientras Jonás gritaba de terror.
Cuando el fantasma desapareció, Jonás cayó al suelo.
Muerto.


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