viernes, 11 de agosto de 2017

Estrellas caídas (10 de 15)



Cuando llegaron al mar Interior Rafael se quedó sin palabras, con la boca abierta, mirando la extensión de agua que no parecía acabar nunca. Era un mar con forma circular, pero desde la orilla donde estaban parecía extenderse hacia el horizonte y hacia ambos lados, a derecha y a izquierda, sin fin. En el medio, visible desde la costa, se alzaba la isla Buy y el laberinto.
- ¿Cómo vamos a llegar hasta allí? – preguntó Rafael, cuando recuperó el habla y pudo volver a mirar a Tym. – ¿Alguien del pueblo nos ayudará?
Estaban a tiro de piedra de un pueblo grande que había a la orilla del mar. Se llamaba Peces y estaba habitado mayoritariamente por pescadores. Hacía miles de años un monarca había bautizado aquel pueblo con otro nombre, más elegante y elaborado (también más difícil de pronunciar para alguien que no fuese de Xêng), pero la historia y la gente le habían acabado dando, quizá más pueril pero más útil, el nombre de Peces.
- No. No hace falta que vayamos a Peces – respondió Tym. – Hay un barquero por aquí que trabaja llevando y trayendo a gente a y desde la isla. No tiene mucho trabajo, porque casi nadie quiere ir allí y nadie vuelve de Buy, así que pronto estará aquí. Nos verá enseguida....
Al poco rato una figura empezó a hacerse más grande, viniendo desde lejos flotando por el agua. Efectivamente parecía un hombre de pie sobre una barcaza, remando con un remo largo.
- ¡Ah! ¿No lo decía yo? – señaló Tym.
El barquero llegó enseguida a la orilla, delante de Rafael y del Yaugua. El chico miró con curiosidad y asombro al barquero: tenía el aspecto de un hombre, muy delgado y calvo, pero tenía ciertas características que lo hacían diferente a un hombre. Tenía la piel de un tono ligeramente azul, con pequeñas escamas plateadas en las comisuras de los ojos, de los labios y en los nudillos de las manos. Llevaba una túnica larga y ancha, que le cubría todo el cuerpo, de lana de color azul intenso, con cercos de salitre por toda ella. Desde una oreja, rodeándole toda la cabeza y hasta la otra, le crecían largas algas de color verde pálido, como una extraña melena que le colgaba hasta la mitad de la espalda.
- ¿Queréis cruzar hasta la isla Buy? ¿O queréis ir al otro lado del mar Interior? – preguntó, con una voz ligeramente aguda. – Hasta la otra orilla es más caro, es verdad, pero yo no os recomiendo ir a la isla. Allí mandan a los presos del reino....
- Lo sabemos, Heyta, pero es nuestro destino – explicó Tym, que conocía la leyenda del barquero aunque no lo conociese a él personalmente. – Ahí hay un niño que ha sido encarcelado injustamente y vamos a buscarle.
- A mí no me importa si son inocentes o culpables, mientras los soldados que los acompañan me paguen – dijo Heyta, el barquero, encogiendo sus huesudos hombros. – ¿Tenéis con qué pagarme?
Rafael tuvo una idea y subió al carro. Detrás, colocada en un rincón para que no rodase durante el viaje, había guardado la pequeña estrella que había cogido de su pajar cuando había salido corriendo a buscar a Daniel en el camino del Caldero.
- ¿Esto valdrá? – le preguntó al barquero, enseñándole la estrella.
- ¡¡Válgame Fásthlàs el Bullicioso!! – dijo Heyta, asombrado. – ¡¡Una estrella!! ¿Pensáis pagarme con una estrella el viaje a la isla Buy? ¿Sois locos?
- No, mi buen barquero. Pero es lo único de valor que tenemos, aparte del caballo y el carro.... – dijo Tym.
- En el mar de nada me sirve un caballo y menos un carro – dijo Heyta el barquero. – Sea, acepto la estrella. Está claro que sois forastero y no sabéis nada de este reino.... – acabó farfullando, tomando la estrella de manos de Rafael.
Rafael y Tym montaron en la barca y el barquero la separó de la orilla con el mango del remo. Después, usando la pala, se alejó de la orilla, adentrándose en el mar, remando hacia la isla Buy.
El barquero no dijo una palabra durante el viaje, con el ceño fruncido y los dientes apretados, atento a su trabajo. Tym tampoco decía nada, miraba fijamente la isla que cada vez estaba más cerca. Rafael no paraba de maravillarse por todo lo que veía: los peces de lomos plateados y dorados que se veían nadando al lado de la barca, las gaviotas de color rosa que planeaban sobre sus cabezas, las espaldas arqueadas de las ballenas cornudas que aparecían a lo lejos, subiendo a la superficie para respirar y lanzar al aire sus potentes chorros de agua y burbujas....
El viaje duró unas pocas horas y cuando llegaron por fin a la orilla de la isla Buy el Sol ya estaba cerca del horizonte.
- Muy bien. Hemos llegado – dijo el barquero, cuando el costado de la barca rozó contra la arena de una de las playas de la isla. – Verán, no sé lo que han venido a hacer aquí, pero me han pagado de sobra el viaje. Si necesitan volver a la orilla sílbenme y yo vendré a buscarles, ¿de acuerdo? No es bueno quedarse aquí mucho tiempo....
- Gracias, Heyta, eso haremos.... – respondió Tym, amablemente. El barquero asintió, serio, y después se separó de la orilla con el mango de su remo, dando paladas después para surcar el agua del mar.
- ¿Qué hace cuando no tiene a gente a la que llevar en su barca? – preguntó Rafael, mientras lo veía alejarse.
- Viaja por el mar, de una orilla a otra, y vuelta a empezar – dijo Tym. – Tiene algo que ver con una mujer, un corazón roto y una maldición....
El Yaugua se dio la vuelta y Rafael hizo lo mismo. De esa forma vio la isla Buy, una roca de color naranja, con palmeras, hierba verde de un palmo de alto que creía aquí y allá y una construcción de ladrillos anaranjados, grandes y largos, en el medio.
Era el laberinto.
- ¿Ahí está encerrado mi hermano? – preguntó Rafael, sin fuerzas. Estaban a unos cien metros del muro más cercano, y ya parecía enorme. Se extendía hacia la derecha y hacia la izquierda, muchos metros. A Rafael le parecía inmenso y sobrecogedor.
- Sí. La entrada está hacia la izquierda, en el norte – dijo Tym. El hombrecillo echó a andar y Rafael lo siguió. Caminaban por la hierba verde que cubría la roca de la que estaba hecha la isla, aunque de vez en cuando alguna roca sobresalía hacia arriba rompiendo la monotonía de la alfombra verde. En algunos puntos no había hierba y podían verse planchas de roca naranja, planas como mesas. A la izquierda, después de un desnivel, estaba la arena naranja que formaba la playa y el tranquilo mar Interior, con pequeñas olas que rompían en la arena.
De camino se encontraron con unos hombrecillos, pequeños y rechonchos, aunque más altos que Tym. Tenían la piel del color del chocolate, la cabeza redondeada y los ojos grandes y expresivos, de color negro. Vestían faldas hechas con cintas y llevaban el torso al descubierto, aunque llevaban muchos collares de conchas, madera y piedras al cuello, que les tapaban bastante.
- Son los Koai, los habitantes de la isla Buy.
Rafael los miró con curiosidad y fascinación. Parecían niños, por la estatura, pero podía verse que eran adultos, en los ojos y en las arrugas de las caras. Eran una docena, que parecían haber estado jugando en la arena de la playa. Cuando vieron llegar al humano y al Yaugua gritaron contentos y echaron a correr hacia ellos, rodeándolos. No dejaban de sonreír y de hacerles reverencias.
- Dicen que somos bienvenidos a la isla Buy si no pretendemos nada malo – tradujo Tym. Los Koai hablaban una lengua muy rara.
- Diles que estamos muy agradecidos por su acogida – dijo Rafael, con buenos modales. Tym tradujo sus palabras y los Koai volvieron a reír, saltando con alegría.
Uno de ellos habló un rato dirigiéndose a Tym.
- Dice que tienen comida en su aldea, que pueden acogernos allí y dejarnos sitios donde dormir – dijo el Yaugua, mirando a Rafael. – Son muy hospitalarios, aunque a veces son un poco cargantes con los invitados....
- Dales las gracias pero diles que queremos entrar inmediatamente en el laberinto – respondió Rafael.
Tym se dirigió a los Koai, que cambiaron sus caras alegres por otras espantadas y dejaron de reír para lanzar gritos de sorpresa y de miedo. El mismo que había hablado con Tym antes se dirigió a él con frases cortas y asustadas.
- Dicen que no entremos, que es muy peligroso – tradujo Tym. – Lo mismo que te he dicho yo. Además dicen que es mucho peor ahora, que se está haciendo de noche....
- No puedo esperar más, Tym. Daniel está allí dentro él solo – dijo Rafael, desesperado.
Tym asintió, serio, comprendiendo los motivos de su compañero. Se volvió a los Koai y les explicó su situación, contándoles la historia de los dos hermanos. Los Koai, al principio espantados, empezaron a mostrarse apenados y comprensivos. Uno de ellos, que estaba al fondo del grupo, se acercó a Tym y le habló. Parecía muy asustado, pero también muy decidido a algo.
- Dice que se llama Popolalama, que es pescador y que también tenía un hermano que se llevó el mar. Hubiese hecho cualquier cosa por él – tradujo Tym, a la vez que el Koai hablaba. – Dice que te dará antorchas para que puedas entrar en el laberinto y que incluso te acompañará un trecho, sólo hasta donde sabe que podrá dar la vuelta y encontrar el camino de salida.
- Gracias – dijo Rafael, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a Popolalama. Éste le miró serio y asintió, comprensivo.
Los tres echaron a andar, acompañados de los demás, que todavía trataban de convencer a su congénere y al Yaugua de que lo que iban a hacer era una locura. Popolalama les contestaba secamente y Tym trataba de hacerlo con amabilidad, aunque no dominaba suficiente el idioma de los Koai como para hacerlo debidamente.
Cuando el Sol se había escondido a la mitad tras el horizonte, la comitiva llegó a la entrada del laberinto. Era un vano de unos cinco metros de anchura en el muro exterior del laberinto. Después de la entrada había otro muro y sólo se podía ir hacia la derecha o hacia la izquierda.
- Yo te esperaré aquí – dijo Tym entonces, y Rafael se sintió un poco más solo. – No quiero entrar ahí dentro, aunque sé por qué lo haces tú. Por eso te dejo hacerlo. Espero que encuentres a Daniel: me reuniré con vosotros aquí mismo....
Rafael tragó saliva y asintió al Yaugua. Le estrechó la mano y se dio la vuelta, acompañando a Popolalama, que ya entraba decidido en el laberinto. El Koai llevaba una bandolera hecha con juncos trenzados en la que llevaba varias antorchas. Una encendida iba en su mano.
Traspasaron el umbral y Popolalama giró hacia la izquierda. Rafael lo siguió, convencido, asustado, con la boca seca y el corazón botándole en el pecho.

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