martes, 1 de agosto de 2017

Estrellas caídas (6 de 15)



A la mañana siguiente Rafael se despertó temprano. Se lavó bien la cara con el agua fría de lluvia de un barril que había a la puerta de su casa y se puso a recoger la taberna, incluso antes de desayunar. Limpió bien las mesas, barrió y fregó el suelo y recogió las jarras y vasos olvidados por allí. Los llevó al caldero de cobre para fregarlas. Después se preparó el desayuno y lo comió mientras pelaba un buen montón de patatas: la gente las querría asadas con el pollo que servirían aquel día. Al cabo de un rato pensó en Daniel.
No había aparecido por allí, aunque ya era hora de haberse levantado. Trató de terminar de pelar y lavar las patatas rápido, para poder ir a buscar a su hermano pequeño, pero cuando estaba a media tarea un par de forasteros entraron en la taberna, queriendo desayunar unos huevos revueltos con leche de cabra tibia. Mientras lo preparaba, unos cuantos huéspedes de la taberna bajaron desde el piso de arriba, pidiendo también leche, bollos de pasas y huevos pasados por agua.
La mañana se le complicó a Rafael.
Estuvo ocupado toda la mañana, atendiendo a los clientes, poniendo en orden la taberna, adelantando trabajo para la noche y recibiendo a los proveedores, a los agricultores del pueblo, que le llevaron sacos de patatas, harina, frutas y legumbres.
A mediodía, cuando tuvo un rato más libre (después de dar de comer a la media docena de huéspedes que tenía alojados en la posada aquel día) Rafael fue a casa, una cabaña que estaba detrás de la taberna. Como se podía pasar de una a otra desde el salón de la casa hasta la cocina de la taberna, cruzando un pequeño callejón, Rafael no había visto a su hermano ni le había buscado cuando pasó a la taberna a primera hora. Pero ahora sí que subió a la habitación de Daniel, encontrándola vacía. La cama estaba sin deshacer, así que su hermano pequeño no había pasado allí la noche.
Rafael no se preocupó mucho: a Daniel siempre le había gustado mirar las estrellas desde el tejado del pequeño pajar que había adosado a la cabaña, desde que era muy pequeño. A menudo se quedaba allí dormido.
No se molestó en subir a ver si le encontraba allí: ya era una hora muy avanzada y Daniel seguro que ya se había despertado, estuviese donde estuviese.
Rafael no entró en el pajar, sino que lo pasó de largo. Por las tardes, hasta dentro de tres o cuatro horas, no había trabajo en la taberna, así que aprovechó para ir a ver a Alicia, la otra chica del pueblo que trabajaba en la taberna con los hermanos. Podía preguntarle por Daniel, quizá ella supiese dónde estaba y además se interesaría por su estado: la chica llevaba un par de días enferma, en la cama, sin poder ir a trabajar.
Rafael llegó a la pequeña cabaña de Alicia y entró directamente, sin llamar. La chica vivía sola, era huérfana, así que no habría nadie más en la casa para abrirle. Alicia se había criado en Sauce sin padres, acogida en casa de Rafael. Los padres de los dos hermanos habían sido también los padres de la chica, que había crecido con Rafael y luego también con Daniel, cuando llegó.
- ¡Buenos días! – dijo a la chica, desde la sala. No se oía ningún ruido en la cabaña – ¿Alicia? ¿Estás por ahí?
- Sí, estoy aquí.... – se escuchó la débil voz de la chica desde la habitación. Rafael se dirigió allí y entró.
Alicia estaba tumbada en la cama, tapada hasta la barbilla con las sábanas y con dos mantas. Estaba apoyada en un par de almohadas, para estar en una posición un poco erguida. Sonrió alegremente a Rafael, aunque tenía ojeras y cara de cansada.
- ¿Cómo estás? – le preguntó Rafael, acercándose a ella y besándola en una mejilla que estaba helada. Eran como hermanos.
- Hoy un poco mejor, pero estoy mal – dijo Alicia, con voz débil y triste. No parecía ella: normalmente la muchacha era muy jovial y alegre, siempre sonriendo. Estaba claro que estaba muy enferma.
- ¿Necesitas algo? ¿Por qué no lo has pedido? Debería haber venido antes a verte, pero he tenido unos días muy ocupados en la taberna y en la posada....
- No te preocupes, Rafael, no pasa nada.... – le exculpó la chica. – Es normal. No pasa nada, no he estado sola.
- ¿Daniel ha venido a verte?
- No, hace unos días que no le veo. Pero la anciana Pellejos ha estado pendiente de mí, trayéndome sopa, haciéndome tisanas y preparándome jarabe de comino con miel.
- Menos mal.... Lo siento – dijo Rafael, avergonzado.
- Que no te preocupes, Rafael, que no pasa nada.... – dijo Alicia, sincera, tratando de que su amigo no se sintiera culpable. Cambió de tema. – ¿Y Daniel? ¿Por dónde anda?
- Pues esperaba que tú supieras algo – respondió Rafael. – Además de interesarme por tu estado quería preguntarte si sabías algo de él.
- Ya te digo que no ha venido a verme en estos días – contestó Alicia. – ¿Por qué lo preguntas? ¿No sabes dónde está?
- No lo sé – respondió Rafael. – Estos dos últimos días apenas le he visto: creo que seguía enfadado por toda la historia ésa de las estrellas que no quise creerme. Vino hace tres noches contándome una historia sobre estrellas y mundos mágicos. Dice que las pelotas que aparecen en el Camino del Bosque son estrellas que caen del cielo. Puede que esté un poco enfadado conmigo por no hacerle mucho caso. Ayer no le vi irse a casa.
- A lo mejor le ha pasado algo – comentó Alicia, preocupada.
- No lo creo.... – dijo Rafael, algo preocupado, intentando que no se le notara. – Pero de todas formas, si por casualidad pasa por aquí a verte y te dice algo, mándale a la taberna, a hablar conmigo. Le pediré perdón, pero que no siga desaparecido....
- Descuida....
- Cuídate, Alicia – le dijo Rafael, dándole otro beso en la mejilla. Le colocó las mantas, le ahuecó las almohadas de la espalda y le acercó un tazón de sopa templada, para que comiera algo más. Después salió de la cabaña.
Rafael pensaba que eso podía ser lo que le había pasado a Daniel: desde su conversación, hacía tres noches, su hermano pequeño había estado muy raro. Distante y despistado. Desaparecía con frecuencia, sobre todo a aquellas horas del mediodía y de primera hora de la tarde. Estaría tramando alguno de sus disparatados planes. Rafael sonrió: al fin y al cabo no era más que un niño todavía. Estaría jugando.
Pasó la tarde en la taberna, esperando que si Daniel se dignara a aparecer lo haría allí, así que allí lo encontraría. Jugó al ajedrez y al tute con algunos de los vecinos del pueblo, que pasaban la tarde en la taberna, bebiendo orujos. Cuando la tarde declinaba y la actividad en la taberna empezaba a animarse, Rafael volvió al trabajo, sin poder parar un solo minuto, pero sin dejar de pensar en su hermano. Su mirada volvía siempre a la puerta de entrada, esperando que Daniel apareciese por fin por allí.
Pero no lo hizo.
Cuando las cenas acabaron, cuando los vecinos del pueblo volvieron a sus casas después de la última cerveza, cuando los huéspedes se retiraron a sus habitaciones, Rafael se quitó el delantal y lo tiró sobre la barra. La taberna estaba descolocada y sucia, con el suelo lleno de migas y charcos de bebida, con jarras y platos en las mesas.
Pero Rafael tenía cosas más importantes que hacer.
Salió a la calle y anduvo hasta el pajar, entrando en él. Esperaba encontrar a su hermano dormido entre la paja, pero lo que encontró no se lo hubiese esperado nunca.
Había docena y media de bolas amarillas con púas amontonadas allí. Eran de las grandes. Al principio Rafael no entendía qué hacía allí tanta “leña” para el invierno, pero después lo comprendió.
Tocó una de aquellas bolas amarillas (en las que ya empezaba a pensar como “estrellas”), notando su rugosidad agradable y salió corriendo del pajar. Dio vueltas alrededor de él, tratando de ver a su hermano en el tejado, pero Daniel no estaba allí. Cruzó el pueblo y salió por el Camino del Bosque. Corrió por él, vigilando cada detalle. Esperaba encontrar a su hermano allí.
Rafael comprendió al fin, al ver las estrellas almacenadas en su pajar, que Daniel había estado entretenido recolectándolas. Pero no para quemarlas, para usarlas como leña para el invierno, sino para protegerlas. Su hermano pequeño creía que aquellas bolas enormes eran estrellas y quería evitar que las siguieran quemando, como había querido convencerle hacía tres noches, cuando entró en la taberna tan animado.
Rafael recorrió el Camino del Bosque hasta el corazón del mismo, esquivando las estrellas que había en el sendero. Cada vez había más y toda la noche escuchó ruido de estrellas cayendo al suelo, golpeando la tierra prensada del camino. Miró al cielo y, aunque no era un experto astrónomo ni conocía mucho las constelaciones, reconoció perfectamente que había muchos más huecos oscuros en el cielo: faltaban estrellas. Rafael reconoció que su hermano tenía razón, que aquellas bolas que estaban quemando en Sauce eran estrellas caídas del cielo.
Quizá Daniel también tenía razón en que no debían quemarlas y lo que había que hacer era protegerlas, tratar de devolverlas al cielo.
Después de media noche recorriendo el Camino del Bosque, de aquí para allá, de arriba para abajo, sin dar con Daniel, Rafael volvió a Sauce lleno de tristeza. ¿Dónde estaba su hermano? ¿Por qué no le habría hecho caso los últimos días? ¿Por qué no le había creído antes? ¿Qué le habría pasado?
Llegó de nuevo al pajar, donde seguía teniendo esperanzas de encontrarlo. Daniel siempre se refugiaba allí dentro o subía al tejado del edificio para mirar al cielo, así que esperaba encontrarlo allí.
Pero Daniel no estaba.
Rafael se echó sobre la paja, cerca de las estrellas enormes. Con el calorcito de las estrellas, la comodidad de la paja, el cansancio que tenía y el olorcito tan agradable que despedían las estrellas caídas, Rafael se quedó dormido, deseando que su hermano apareciese.

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