miércoles, 11 de octubre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo II (2ª parte)



UNA ESPADA LEGENDARIA
- II -
LA BIBLIOTECA DE VUIDAKE

Viajó en dirección suroeste hacia las montañas Rocco, la frontera natural entre Rocconalia y Darisedenalia. Decidió que iba a ahorrar un poco, ya que la fase de investigación se estaba alargando bastante y se había visto obligado a gastar parte del dinero que Karl Monto le había adelantado. Al fin y al cabo para eso era, para gastos, pero Drill no quería que se le agotase: tenía que ser precavido y no gastar todo su dinero para gastos cuando la misión apenas había comenzado. Lo que tenía claro era que no iba a poner de su dinero para la realización de esa misión. Lo que quería era ganarlo.
Así que, con tranquilidad y calma, recorrió los caminos de Gaerluin hacia el río Thax. Viajaba con ligereza, desde el amanecer hasta el anochecer. Cuando estaba cerca de alguna población apuraba la luz del atardecer hasta llegar a ella para intentar dormir bajo techo (en algún edificio abandonado, en algún albergue para peregrinos, en alguna casa particular, en algún templo....), pero cuando la noche le alcanzaba en mitad del bosque o de la pradera no tenía inconveniente en dormir al raso. La Temporada Húmeda estaba siendo extrañamente seca en aquella parte, lejos de las montañas, así que no temía un despertar pasado por agua.
Sin apresurarse llegó a la frontera entre reinos, custodiada por caballeros de la Orden de Alastair. Mostró su placa de mercenario y su equipaje (la caja de Monto iba guardada en un compartimento secreto de su mochila, muy bien escondida) y los guardias le dejaron pasar. Cruzó el río por el vado y siguió su camino por Rocconalia, hacia el sur. En aquella zona no había caminos así que marchó campo a través, por la llanura cubierta de hierba y sembrada de rocas grises.
En una ocasión, unos caballeros que custodiaban la frontera a caballo le dieron el alto. Drill obedeció, sin problemas. Estaba en terreno fronterizo y los caballeros sólo hacían su trabajo. Los dos jinetes se acercaron a él con velocidad y le pidieron su identificación. Drill se la mostró.
- He cruzado el río y la frontera por el vado que queda al norte de aquí – explicó Drill, sin nervios, señalando hacia atrás con el pulgar.
- Bien – contestó el caballero que tenía su placa de mercenario, devolviéndosela al no encontrar ninguna irregularidad. – Lo comprobaremos. Siga su camino, señor.
Los dos caballeros se golpearon el peto con el puño (colocando el pulgar de aquella manera tan curiosa) y arrancaron al trote, acercándose al paso fronterizo. Drill los vio marcharse.
Los caballeros de la Orden de Alastair eran un grupo militarizado formado por guerreros, exclusivamente hombres. Eran soldados que se regían por unas normas muy estrictas, organizadas todas en torno al honor. Vestían una armadura plateada, cuyo peto presentaba un árbol de abundantes y retorcidas ramas, con medio sol de ondulantes rayos en la copa.
La Orden tenía casi mil años, fundada por un antiguo caballero de Raj’Naroq, llamado Alastair. Al inicio la Orden se llamó de los caballeros del Sol Poniente, pero los seguidores de Alastair le cambiaron el nombre cuando su maestro y fundador murió en la batalla.
Al inicio de su existencia estaba formada por hombres de Raj’Naroq exclusivamente. Estos guerreros cultivaron sus habilidades para la equitación, las justas a caballo y la esgrima y la lucha con espada. Vestían un uniforme de pieles, formado por un taparrabos y tiras de piel en los muslos y piernas. Llevaban el pelo largo y barba y bigote, todos teñidos de negro. Se nombraron a sí mismos protectores del reino de Raj’Naroq y de la isla de Hefestia.
Más adelante, cuando numerosos conflictos sucedieron en los Nueve Reinos, los caballeros del Sol Poniente actuaron también en el resto de reinos del continente, extendiendo la Orden por todo Ilhabwer. Con el paso de los años su indumentaria cambió, haciéndose más útil y elegante. Las espadas tribales de hueso pasaron a estar construidas en acero, y añadieron la ballesta y la lanza a su arsenal personal de armas. A sus habilidades guerreras añadieron la diplomacia.
Actualmente los caballeros de la Orden de Alastair eran alguaciles muy organizados y disciplinados. El cuidado de las fronteras era tan sólo uno de sus cometidos. La Orden estaba formada por miembros de cualquiera de los Nueve Reinos, aunque la Orden como tal no tenía nacionalidad alguna. Los caballeros cumplían las leyes de todos los territorios de Ilhabwer, pero además tenían que cumplir con las normas propias de la Orden. Eran una especie de ejército civil.
Drill siguió su camino, tal y como le habían indicado los caballeros que hiciera. No estaba preocupado: los caballeros no encontrarían ninguna irregularidad.
El mercenario siguió caminando durante cuatro días hasta que llegó a la frontera de Darisedenalia. Allí volvió a presentar su placa de identificación y su equipaje a los guardias fronterizos, que le dejaron pasar sin problemas. Siguió el río Thax por su margen derecha hasta la Arboleda Davy, haciendo noche allí. Al día siguiente viajó hacia el oeste, siguiendo el bosque por su vertiente del sur.
Viajó a la vera del bosque durante cuatro días, en los que una lluvia fina le fue calando poco a poco. Drill sacó de su mochila un abrigo largo de paño y un gorro de lana, de color gris, que le daba a su cabeza un aspecto redondeado. El mercenario siguió su camino, arropado por el abrigo: además de la lluvia, el frío caracterizaba aquella Primavera en Darisedenalia. Mientras duró su travesía por el borde de la Arboleda Davy Drill pasó las noches a resguardo de la suave pero insistente lluvia, entre los árboles o dentro de una pequeña cueva que encontró en el interior del bosque.
Los cuatro días que duró su viaje a lo largo de la Arboleda Davy le llevaron hasta Vuidake, la capital de Darisedenalia. El reino de Darisedenalia era un territorio alargado, encajonado entre dos cordilleras montañosas, el golfo Tharmeìon al este y el golfo de Oro al oeste. Era una tierra tranquila, pacífica, dedicada a la ciencia y al estudio. No tenía ejército propio (su única fuerza del orden eran los alguaciles locales) así que los caballeros de la Orden de Alastair se encargaban de su protección.
Drill buscó una pensión en la periferia de la capital y se pasó todo el día durmiendo. Sus viejos huesos artríticos necesitaban un buen descanso, después de varios días de caminata, durmiendo sobre el suelo o apoyado en un frondoso árbol. Drill agradeció el colchón.
Al día siguiente paseó por la ciudad, sin ánimo turístico. Estaba ya a finales de abril, así que quería terminar cuanto antes, sin entretenerse demasiado: aquella fase de la misión se estaba alargando mucho.
Fue hasta el centro de Vuidake, de suelo asfaltado y elegantes casonas y mansiones. La mayoría estaban ocupadas por artesanos, maestros y estudiosos. También había en la ciudad hombres de ciencia, que trabajaban todos a las órdenes del monarca. Drill también pasó por delante del palacio real, custodiado por una docena de alguaciles. Siempre le resultaban curiosos (y le hacían reír) los sombreros que los alguaciles de Darisedenalia llevaban en la cabeza: eran sombreros altos y anchos, forrados con pelo de jabalí. El ancho barboquejo les apretaba en la barbilla. Nunca había visto luchar a un alguacil de alguna ciudad o pueblo de Darisedenalia, pero le encantaría ver cómo se defendía en la lucha con aquella cosa puesta en la cabeza.
Pero Drill no había ido hasta la capital del reino científico atraído por sus alguaciles y su curioso uniforme, ni por la familia real, ni por la elegante ciudad de Vuidake. Lo que necesitaba era la importante biblioteca.
La biblioteca de Vuidake era un edificio imponente, tan sólo superado por el palacio real y por alguna mansión de algún investigador importante. Era un edificio de cuatro pisos, de planta cuadrada. Mediría unos trescientos metros de lado. Los costados estaban cubiertos de grandes ventanales para dejar entrar la luz del Sol, útil para el estudio de los importantes volúmenes y pergaminos que la biblioteca atesoraba por miles, por decenas de miles. Tenía un claustro interior abierto, con jardín. En aquel espacio los estudiosos aprovechaban para tomarse sus descansos y para realizar experimentos al aire libre. Allí había sido donde Galelio había demostrado su idea de la redondez de la tierra, donde Nuton había experimentado con la idea de la gravedad y donde el matemático Pitatoras había desarrollado su teorema de los triángulos, útil para calcular alturas.
La biblioteca era un pozo de cultura y conocimientos. Además de los libros y legajos que guardaba (organizados en estanterías en largas salas y cuidados y custodiados por una orden religiosa de monjes) la biblioteca también guardaba importantes obras de arte: sus pasillos estaban decorados con pinturas y esculturas de los más insignes artistas del pasado y el presente.
- ¡Bittor! ¡Cuánto tiempo! Bienvenido....
El mercenario estrechó afectuosamente la mano del monje, sonriendo con su sonrisa infantil. El religioso era Hong, un viejo conocido de Drill. Era un hombre bajo (más que Drill), redondo y calvo. Siempre tenía una sonrisa en los labios y unos ojos benévolos.
- Muchas gracias, padre – contestó el mercenario.
- Hacía años que no te veíamos por aquí – dijo el monje, echando a andar, con tranquilidad, por los pasillos de la biblioteca, con las manos entrelazadas en la espalda. Drill lo acompañó. – ¿Qué es lo que te ha traído de nuevo hasta nuestro hogar?
- Mi actual misión, por supuesto – explicó Drill. – Necesito informarme de todo lo que haya sido recogido por escrito sobre Rinúir-Deth. 
- ¡Vaya! Pues tenemos mucha información sobre el héroe de guerra, créeme. Desde el final de la Guerra de los Nueve Reinos mucha gente ha escrito sobre él y su ejército, así que el material es numeroso. ¿Buscabas algo en concreto?
- Su muerte y enterramiento.
- Bueno, es amplio pero hemos reducido la búsqueda – sonrió Hong. – Me encargaré de que tengas lo que necesites. Te enviaré a alguien para que te ayude, Bittor, y no hace falta que te diga que mientras estés aquí eres un invitado.
- Gracias, padre – contestó Drill, llevándose la mano a la cabeza, extendida, con el pulgar en la frente, acompañando el gesto con una leve reverencia, dedicándole el saludo respetuoso universal de Ilhabwer.
- Buena suerte y buena búsqueda. Nos veremos luego – dijo el monje, sonriendo, despidiéndose de Drill  alejándose por el pasillo.
El mercenario lo vio irse y luego miró a su alrededor, comprobando que el monje le había detenido frente a la puerta de una sala llena de estanterías. Un cartel en la puerta rezaba: “Guerra de los Nueve Reinos”.
Drill entró en la sala y paseó entre las baldas, los libros y los rollos de pergamino. Los legajos estaban organizados en las diferentes estanterías, clasificadas con carteles: había estanterías dedicadas a cada uno de los reinos implicados en la guerra, había estanterías más pequeñas sobre batallas concretas, otra larga estantería adosada a la pared tenía un cartel que decía “Acuerdos de paz”.... La sala mediría unos cincuenta metros de largo, y estaba llena de estanterías, con alguna mesa amplia con butacas cómodas, para la consulta de los documentos.
- ¿Señor Bittor Drill? – escuchó una voz suave desde atrás. Drill se giró y encontró a un monje joven, un par de palmos más alto que él. Era de tez oscura y llevaba la cabeza afeitada, como todos los novicios: sólo los monjes veteranos tenían derecho a llevar el pelo largo. Unos bellísimos ojos verdes le observaban. Su ascendencia de las Islas Kestlathöstán era evidente.
- Soy yo.
- Soy Unguele. El padre Hong me ha pedido que le acompañe y le ayude en sus consultas, si le acomoda.
- Por supuesto. Será un placer – dijo Drill, llevándose la mano a la frente, con los dedos estirados y el dedo pulgar extendido, posado en la frente, mientras la mano se apoyaba en lo alto de la cabeza, saludando al nuevo monje con el gesto de respeto. Después invitó con un gesto al novicio para que encabezase la marcha. El monje negro echó a andar por la sala, recorriéndola, seguido por el mercenario.
- El padre Hong me ha informado de que está interesado en la figura de Rinúir-Deth – dijo Unguele.
- Así es. Pero sólo me interesa su muerte y su entierro.
- Bien. Puede empezar por aquí – dijo Unguele, deteniéndose y señalando una nueva estantería. Estaba al fondo de la sala, cerca de las paredes forradas con estanterías de madera que llegaban hasta el techo. La estantería que Unguele señalaba tenía sólo cuatro alturas, llenas de libros por un lado y de pergaminos por el otro. Tenía un cartel en el costado que decía: “Rinúir-Deth”.
Mientras Unguele buscaba con ojo experto, Drill curioseó mirando los lomos de los libros. Había muchos escritos por soldados del ejército de Rinúir-Deth, diarios y memorias de muchos soldados en los que reflejaban la figura de su capitán. Había memorias (autorizadas o no) de varios escritores distintos, de los nueve reinos. Había libros de historia, dedicados exclusivamente al guerrero.
Por fin, al final de la repisa, encontró un volumen pequeño, de media pulgada de grosor, encuadernado en piel roja con las letras plateadas en el lomo. Lo tomó con cuidado y miró la portada: “La muerte de un guerrero”.
Mientras Unguele seguía rebuscando entre los legajos, Drill se acercó a una de las mesas de lectura con el pequeño libro entre las manos. Se sentó en uno de los cómodos butacones y empezó a hojearlo.
El libro estaba escrito por un historiador poco conocido, Lur hen Göoten, que había estado presente (al parecer) durante la muerte de Rinúir-Deth. El libro explicaba el final de la guerra en sus primeros capítulos, la agonía del guerrero y su muerte y, por último, los funerales de honor que había recibido en su tierra natal, en Gaerluin.
Tras conseguir que los regentes de cada reino firmaran los acuerdos de paz y los Estatutos de Guerra (el libro también explicaba de forma somera cómo había sido la redacción de aquellos estatutos, las normas que Rinúir-Deth había inventado para que la guerra fuese más “civilizada”), Rinúir-Deth se había vuelto a su tierra natal. Estaba cansado y harto de guerrear. Además todavía arrastraba una lesión en una pierna y tenía varias heridas de la última batalla, la más importante le afectaba el hombro derecho. El guerrero volvió a su pueblo, Quera, una pequeña aldea en el sureste de la cordillera de las Colinas Grises, donde sus amigos y vecinos le aclamaron, pero le hicieron sentirse a gusto. Era una celebridad en su pueblo, pero también seguía siendo el muchacho que los ancianos habían conocido de niño y el adolescente que sus amigos de toda la vida habían acompañado en diferentes correrías. Allí Rinúir-Deth podía mantener los pies en el suelo.
Sus heridas, en lugar de mejorar, empeoraron. La gangrena hizo acto de presencia y el héroe de guerra perdió el brazo derecho, como medida de precaución. Sin embargo no fue suficiente. La infección estaba muy extendida y el guerrero acabó muriendo, presa de los escalofríos y la fiebre, en su pueblo natal, en la cama de su infancia.
Los amigos de su infancia que habían sobrevivido a la guerra corrieron a Badir a informar al rey y la noticia pronto corrió por todo el continente: en los carros de los arrieros, en las monturas de los caballeros de Alastair, en las mulas de los monjes de Sherpú y en las alas de los cuervos: el guerrero Rinúir-Deth había muerto.
Se pusieron en marcha grandes actos en su honor, y el rey de Gaerluin organizó un funeral de estado, decidiendo que el antiguo capitán debía reposar eternamente en el Mausoleo de los Reyes, un honor sólo reservado para la familia real y para los grandes héroes del país. Se decidió que había que proteger los restos de Rinúir-Deth con todos los medios que hubiese al alcance de los hombres en aquel momento.
En reconocimiento a su gran labor, el rey de Gaerluin mandó confeccionar un sarcófago, que también fuera un cofre, a los artesanos de Tedexo, en Escaste. El sarcófago fue pagado con el tesoro real y colocado en una de las tumbas de la pirámide que era el mausoleo. La llave que abría aquella tumba la confeccionó un orfebre de Ire, en Barenibomur, con la ayuda del mejor herrero de Badir. La llave luego fue confiada al rey de las Islas Tharmeìon. El escritor aseguraba que el guardián de la llave era altísimo secreto, pero que había rumores que apuntaban a un gran artista de la corte de las islas.
Todo lo demás era palabrería, cosas que Drill ya sabía. Apenas había sacado nada en claro. Los artesanos que confeccionaron el sarcófago y la llave probablemente estuvieran muertos (aquello había ocurrido hacía cincuenta años, por amor de Sherpú) y el escritor de aquel libro (el tal Lur hen Göoten) quizás también. Las palabras mágicas que abrían la pirámide llevaban formando parte de la herencia de los monarcas de Gaerluin durante siglos, así que era imposible hacerse con ellas, y forzar la puerta de la tumba y el sarcófago le llevaría horas, prácticamente imposible.
- Señor Drill, he encontrado esto – dijo Unguele con amabilidad. Mi antiguo yumón se giró para mirar al monje, que le tendía un rollo de pergamino. – Es un plano del Mausoleo de los Reyes de Gaerluin, con la ubicación de la tumba de Rinúir-Deth. No sé si le servirá. Puedo seguir buscando, señor.
- No es necesario, ofrezco gratitud – dijo Drill, tomándolo de manos del monje. – Puedes descansar: si necesito algo te lo pediré.
- Bien, señor – contestó Unguele, retirándose unos pasos. Se quedó de pie a unos metros de la mesa, con las manos enlazadas a la espalda, silencioso y callado.
Drill revisó el plano, orientándose usando sus recuerdos de hacía unos días. Recordaba los pasillos por los que había llegado hasta la tumba del capitán y los identificó en el plano, hasta que llegó con el dedo a la estancia señalada con una equis dorada.
Allí estaba la tumba de Rinúir-Deth, tan al alcance y a la vez tan lejos. Si sólo pudiese entrar en la tumba.... podía dejar la caja a los pies del sepulcro, si no podía conseguir la espada para abrirlo. No. Aquello no podía ser. Probablemente, en el aniversario de la muerte del guerrero, la tumba se abría para hacer alguna ofrenda floral, o para dejar que los visitantes observaran el sepulcro. La caja no podía estar a la vista.
¿Y si aprovechaba esa fecha para entrar en la tumba y esconder la caja? No podría hacerlo. La tumba estaría llena de gente. Además, seguía necesitando la espada para poder abrir el sarcófago.
Tenía que entrar en la pirámide cuando no hubiese gente, así que sólo quedaba una posibilidad: de noche, cuando los turistas se habían ido y el mausoleo se cerraba al público. Tenía que encontrar la forma de hacerse con el conjuro que abría la puerta principal de la pirámide.
Una vez dentro, si Unguele le dejaba copiar el mapa (y estaba seguro de que Hong le daría permiso para hacerlo) se orientaría sin problema por los pasillos y laberintos del mausoleo. Así, si había problemas, podría orientarse hasta encontrar alguna tumba vacía para esconderse o recorrer los pasillos para dar esquinazo a los guardias (que quizá hacían rondas por el interior). Si entraba de noche a la pirámide podía usar todas esas horas, hasta el nuevo día, para forzar la puerta de la tumba y poder dejar la caja dentro del sepulcro. Luego ya saldría a la luz del día cuando los turistas llenaran el mausoleo.
Estaba claro que necesitaba la espada, de una forma u otra. Así que decidió que su primer paso era encontrar una forma de hacerse con ella.
- Unguele – lo llamó, poniéndose en pie, enrollando el
mapa de nuevo. – Necesito información sobre Lomheridan, la espada de Rinúir-Deth. Y, ¿podría copiar este mapa? – dijo, tendiéndolo hacia el monje.
- Por supuesto – contestó Unguele. – Los copistas de la biblioteca se encargarán de ello, no hace falta que usted se moleste. Espéreme aquí mientras me encargo de que un hermano copista se ocupe del mapa y luego le traeré los documentos sobre la espada.
- Puedo acompañarle....
- No se preocupe. El padre Hong me ordenó que le ayudara y cumpliré mi cometido.
- Ofrezco gratitud – dijo Drill, con una leve reverencia.
- Espéreme aquí.
Drill volvió a sentarse y esperó pacientemente el regreso de Unguele. Pensó en sus siguientes pasos. Si conseguía el nombre de los artesanos herreros que habían fabricado a Lomheridan podría encargarles una copia exacta. Mientras los herreros cumplían el encargo, mi antiguo yumón tendría que hacerse con el conjuro para la puerta de la pirámide. Tendría que ir a Escaste, donde el rastro de los antiguos Elfos seguía más o menos fresco. Quizá allí alguien supiese cómo conseguir el hechizo (o, aún mejor, quizá alguien con conocimientos de antigua magia conociese el hechizo directamente). Y, además tendría que conseguir herramientas para forzar la puerta de la tumba....
Pero todo eso dependía de la información que Unguele le trajese sobre la espada.
El monje volvió al cabo de unos quince minutos, con un carrito de madera con ruedas. Aquellos vehículos servían para transportar un número elevado de libros y legajos, de gran peso. Tenían forma de caja, con dos repisas, una encima de la otra. El monje negro sólo traía tres libros en el carrito.
- Éstos son los mejores documentos que he encontrado – explicó. – Si no le son de ayuda iré a por más.
- No creo que haga falta, Unguele, gracias.
Drill revisó los libros con detenimiento. Uno de ellos era un manual de armas: tenía descripciones generales de armas y luego una descripción detallada de armas famosas: el martillo de Sherpú (con el que había tallado el mundo), la lanza de Lexter el Grande, el estoque de Yulian V (un famoso rey de Barenibomur), el escudo original de Alastair.... y por supuesto Lomheridan.
Los otros dos libros hablaban sobre la forja de metales y el arte de la herrería. En uno de ellos se hablaba largo y tendido de la forja de Lomheridan (en el otro tan sólo la comentaban de pasada), explicando que había sido un trabajo muy bien realizado, casi único. Lo habían realizado tres herreros de Cokuhe, trabajando conjuntamente, usando nuevas técnicas que el cliente pidió. En lo que los dos libros coincidían era en que Lomheridan había sido un encargo expreso de Rinúir-Deth, pagado con su primera paga como capitán del ejército de Gaerluin. Dos de los tres herreros que habían fabricado a Lomheridan eran desconocidos. El tercero fue luego herrero de la corte, un tipo llamado Jerson Faswom. Ya había muerto, y al parecer era el más joven de los tres herreros que habían forjado a Lomheridan.
Drill se pasó la mano por la cara, desesperado. Sus opciones se acababan.
No le quedaba otra opción que robar la espada.

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