sábado, 21 de octubre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo IV (2ª parte)



UNA ESPADA LEGENDARIA
- IV -
UNA ESPERA ABURRIDA

La mañana siguiente se presentó fresca, con un ligero viento incómodo. Era veinte de mayo y el tiempo, más que primaveral, recordaba a los últimos días del Invierno.
Drill salió de su pensión, caminando sin prisas hacia el museo. El viento frío que dominaba la jornada le levantó los bajos de la ropa, colándose por entre sus piernas desnudas, provocándole escalofríos.
El mercenario había optado por “disfrazarse” un poco, adornar un poco su apariencia. Esperaba conseguir la espada por las buenas, pero tenía que proteger su identidad por si al final tenía que robarla, para que nadie relacionase al hombre que preguntó por la espada con el hombre que la robó. Por eso había dejado sus ropas sencillas y cómodas en la pensión, vistiéndose con una túnica, una especie de toga de color hueso, con los cuellos, las mangas y el dobladillo inferior con bordados de hilo dorado. Parecía un estudioso de Darisedenalia, un filósofo o un doctor. Llevaba el pelo gris peinado hacia atrás, con una mezcla de agua y azúcar. Como no podía hacer nada con su ojo herido, decidió quitarse el parche, dejando el ojo izquierdo (con sus cicatrices) al descubierto. Esperaba que las marcas de su cara llamasen menos la atención que el parche negro.
Llegó sin prisas al museo y entró en él distraídamente. Deambuló por las salas que ya había visto y al final se acercó a la Sala de la Espada.
Todo seguía igual que hacía mes y medio. Observó de reojo a los guardias mientras simulaba contemplar la espada expuesta y cuando reconoció al guardia con el que había hablado la otra vez se dirigió al que quedaba en la esquina opuesta del cuadrado que formaban los cuatro.
- Disculpe, señor, ¿hay alguna posibilidad de hablar con el director del museo?
- El señor Dumarus está ocupado – fue la automática respuesta. – ¿Para qué quiere verle?
- Es un tema referente a la espada.... una consulta.... – explicó Drill, de manera difusa. Había cambiado la voz, para ser menos reconocible aún. – Preferiría tratarlo con él.
- El señor Dumarus está ocupado – repitió el guardia. – ¿Puede decirme cuál es su duda? Yo se la trasladaré al señor director....
- Lo lamento, y le pido disculpas de antemano, pero debo hablarlo con él solamente. Si está ocupado esperaré – dijo Drill. Había adoptado una personalidad sumisa y débil (lo que secundaba su falsa voz, como de falsete), pero sonó inquebrantable al hablar. – No me importa esperar lo que haga falta, días incluso. Pediré una cita.
El guardia lo miró, algo molesto, pero pacífico.
- Espere aquí un momento, por favor.
El guardia abandonó su posición y caminó hacia la entrada de la sala, por la que seguían entrando turistas y visitantes. Al lado de una de las columnas de mármol se detuvo, llamando a otra persona. Apareció una mujer elegante, vestida con traje de falda larga y chaqueta, de colores claros, larga cabellera rojiza y rasgos angulosos. Habló en voz baja con el guardia y los dos se volvieron a mirar a Drill un instante. Después los dos se acercaron a él, que seguía esperando en el medio de la sala.
- La señora Husber, ayudante del director, le atenderá, señor – dijo el guardia.
- Gratitud y prosperidad – dijo Drill, llevándose el pulgar a la barbilla.
- Señor, mi compañero me ha indicado que quería hablar con el director – empezó la mujer, mientras el guardia se alejaba. Drill le prestó toda su atención, sonriendo de forma tierna. – El señor Dumarus no puede atenderle, lo siento. Pero yo puedo ayudarle en lo que sea.
Drill ensanchó aún más su sonrisa infantil y tierna (al menos no usó la otra extraña, la mueca que sólo él llamaba sonrisa y que sólo los que le conocíamos bien entendíamos como tal).
- Ofrezco gratitud, pero debo ver al director, al señor Dumarus. Si hoy no puede atenderme volveré el día que sea, cuando pueda recibirme.
- El señor director tiene muchos compromisos – dijo la mujer alta y pelirroja, intentando desalentarle, pero usando un tono amable. – Quizá tenga que esperar mucho tiempo....
- Dispongo de él – dijo Drill, resuelto, sin perder su cálida sonrisa. – Y el tema que quiero tratar con el señor director es importante y estoy seguro de que sólo él podrá dar los permisos que necesito. Es por ello que tengo que verle....
La mujer permaneció en silencio, valorando al individuo que tenía delante. Era extraño, con aquella apariencia de abuelo venerable y tierno, con aquella vestimenta de erudito y aquellas cicatrices y heridas de guerrero.... La señora Husber debió pensar que la historia de ese hombre debía de ser muy interesante.
- Bien. Explíqueme de qué se trata, para que pueda informar al señor director.
Drill asintió, complacido. Se presentó como Jerson Faswom (el primer nombre que le vino a la cabeza), el presidente de una asociación de reconstrucción de la guerra, llamada Amigos de los Nueve Reinos, que cumplía diez años ese verano. Con motivo de tal onomástica, la directiva de la asociación había pensado realizar una exposición conmemorativa, con recuerdos de la historia de la asociación, conferencias de antiguos socios, personalidades e historiadores. Y, como plato fuerte y gran reclamo, habían pensado exponer a Lomheridan en la sede de la asociación, en Ire, para el disfrute de los socios y de todos los visitantes que esperaban que generara el aniversario.
La señora Husber se tragó todo el torrente de patrañas que Drill dejó salir por su boca, con gran soltura y agilidad. Llegó un momento en que el mercenario llegó a pensar que sería una magnífica idea que tal asociación existiera, pero luego su hilo de pensamientos se volvió a encauzar hacia su objetivo principal.
- Es por eso que quería entrevistarme con el señor director, para ver si sería factible el préstamo de la espada a mi asociación.
- Lo lamento, pero creo que no será posible – dijo la señora Husber, comprensiva. – La espada nunca sale del museo. Son normas de la dirección que nadie puede saltarse....
- Bueno, me gustaría de todas formas ver al director – insistió Drill, sin pensar en rendirse. – Si las normas vienen de la dirección, quizá en casos concretos pueda proponer normas nuevas....
La señora Husber arrugó el gesto, frunciendo los labios. Supongo que la mujer había llegado a la conclusión de que no iba a poder librarse de aquel hombre, que seguiría insistiendo hasta ver al director. Quizá pensó que lo mejor fuese que el señor Dumarus lo recibiese y fuese él mismo el que le explicase la situación y le denegase la petición. A lo mejor aquel hombrecillo seguía insistiendo, insatisfecho ante la negativa, pero la cadena de mando se habría cumplido. Y si el director se negaba a cumplir la petición del señor Faswom, nadie podría rebatir su decisión.
- Está bien, venga el viernes, a final de semana. Quizá el director pueda recibirle ese día – informó la mujer, amable. – Y si no es así, le indicará qué día podrá recibirle.
- Muy bien. Ofrezco gratitud y deseo prosperidad – dijo Drill/Faswom, llevándose el pulgar estirado a la barbilla, tocándola con la punta del dedo. La mujer le sonrió y le dedicó un cabeceo. El mercenario salió de la sala, con caminar tranquilo y satisfecho, representando aún su papel.


La semana pasó lenta y se hizo larga. Drill apenas salió de la posada, pues quería evitar que mucha gente de Velsoka pudiese recordarle. Además, tenía muchos conocidos en todo el continente, que le reconocerían sin problemas aunque anduviese por la calle “disfrazado”. Los mercenarios viajaban mucho, así que no podía asegurar que Velsoka estuviese libre de alguno de sus conocidos y compañeros del gremio....
Drill no tenía muchas esperanzas de conseguir la espada por medios legales, pero quería agotar todas las posibilidades. La idea de robar la espada no le gustaba nada: entrar en el museo a hurtadillas no sería fácil.
La habitación de la posada se le hacía cada vez más pequeña, las paredes se acercaban más y más, los días se estiraban como el caucho y el viernes no parecía llegar nunca.
Drill volvió a abrir la caja, en la intimidad de su cuarto. Nunca la hubiese abierto intencionadamente (aunque le retorcía la idea de qué habría dentro desde que Karl Monto le entregó el cofrecito, decía wen), pero desde el accidente que habían producido sus artríticos dedos tenía “carta blanca” para hacerlo.
Como la primera vez, Drill se quedó asombrado, sin entender qué hacía aquel objeto en la caja que debía esconder. ¿De verdad valía la pena preocuparse por aquello?
Claro que valía la pena, se dijo. Por supuesto. Valía la pena por el dinero que iba a cobrar. Y por su honor, maldita fuese su buena fe y su conciencia de hombre honrado. Aquella misión le había caído encima como una losa. Era el mercenario suplente para aquel lío de trabajo. Sólo esperaba que, de tener que elegir, estuviese más cerca de ser su sulqti que un maldito sulqti-d’han....
Miró dentro del cofre, otra vez.
Cerró la caja, con sus dedos engarfiados. Le estaban entrando náuseas con tanta incongruencia y estupidez.


- Lo lamento, pero el director no puede recibirle – dijo la señora Husber, tajante pero incómoda. Le molestaba haber prometido algo a aquel hombrecillo y que luego no se cumpliese.
La semana había pasado y el viernes había llegado, así que Drill había vuelto al museo, disfrazado otra vez como el venerable Jerson Faswom. Sin embargo, parecía que no había buenas noticias para él.
- Vaya, qué contrariedad.
- El señor Dumarus me ha pedido que le pida disculpas y le diga que hasta mediados de sexembre no podrá recibirle. Es una incomodidad, lo comprendemos, pero no se puede hacer nada.... – explicó la mujer, avergonzada.
Estoy convencida de que realmente aquello era una treta para cansar a aquel hombre tan insistente (seguro que así lo habría descrito la señora Husber al director del museo) y hacer que abandonase su empecinamiento por la espada. Sin embargo Drill era muy astuto, y no tenía verdadera prisa.
- Está bien – dijo con falso tono complacido, mostrando la sonrisa tierna que había trabajado para el personaje. – Esperaré hasta la fecha que me digan.
La señora Husber no pudo impedir mostrar su incredulidad. Seguramente el director y ella misma creían que el hombrecillo se daría por vencido, y abandonaría su interés por Lomheridan, pero era evidente que no iban a poder desembarazarse de él con facilidad. Su cara se quedó inmóvil, con la boca ligeramente abierta, pálida. Los ojos estaban fijos en los del hombrecillo (el azul y el ciego). No tenía una frase para contestar a aquello: tendría más o menos el discurso preparado, pensando que el hombrecillo se rendiría, así que sus palabras iban a ser de consuelo y disculpa. Pero su cerebro no estaba preparado para reaccionar ante aquella situación.
- Eeh.... bueno.... bien – articuló por fin. – Bien. Bueno – miró alrededor, volviendo a ser dueña de sus pensamientos y de sus palabras al cabo de un instante. – El señor Dumarus podrá recibirle el once de sexembre, si usted puede.
- Estaré encantado – contestó Faswom. Por su parte, Drill pensó con cansancio y enfado en los veinte días que tenía por delante, sin nada que hacer, en Velsoka.
- Venga a mediodía y pregunte por mí. Yo le llevaré ante el director.
- Gratitud y prosperidad – contestó Drill, sonriendo, con el pulgar en la barbilla. La mujer le despidió con un asentimiento y el mercenario disfrazado se dio la vuelta, saliendo del museo y paseando por las calles de Velsoka.
¡Maldita fuese su suerte! No esperaba estar más de la cuenta en Velsoka. Todo el tiempo que pasase en la ciudad, a la espera, era tiempo perdido. Y dinero, pues estar en la capital acarreaba gastos. Drill caminó en dirección a la pensión, con los hombros cargados por el disgusto. Subió a su habitación, recogió sus pertenencias, cargó la mochila a la espalda y dejó la habitación. Pagó su cuenta y volvió a salir a las calles de la ciudad. Revendió la túnica en la tienda de telas y vestidos en que la había adquirido y recuperó parte de su dinero. Después caminó hacia las afueras.
El mercenario salió de la ciudad y se instaló en el este, en un pequeño bosquecillo de olmos y chopos que había cerca de Velsoka. Gracias a Sherpú el tiempo era bueno, húmedo pero cálido, no muy incómodo para acampar. Buscó un lugar apartado, un afloramiento rocoso a los pies de los árboles, entre brezos, y se instaló allí.
Pasó el final de mayo y el inicio de sexembre en aquel lugar, cazando conejos y aves, recogiendo plantas y hierbas comestibles para alimentarse. Allí estaba casi escondido (había bastante gente que visitaba el bosque desde la ciudad, aunque solían ser parejas de enamorados o familias que se quedaban en las lindes: Drill había organizado su campamento en lo profundo entre los árboles), estaba a gusto y podía esperar apaciblemente. Aunque hubo gente que fue al bosque y le vio, pocos le reconocerían.
Aprovechó para organizar sus pertenencias y poner a punto sus armas. Remendó y lavó las pocas ropas que llevaba en la mochila (dos camisas, varios calcetines, un par de calzones y otros pantalones de lona fuerte). Afiló su espada (un arma sencilla, de empuñadura corta de color cobrizo, guarda en forma de cruz y una hoja de un codo de largo), limpió su machete (siempre afilado), pulió el mango de su hacha y construyó un pequeño arco (en realidad un arma muy pobre, con poca fuerza de disparo y sólo media docena de flechas).
Llegó al fin el once de sexembre, después de tanto tiempo de espera. Drill llevaba la última semana terriblemente incómodo e inquieto, impaciente. Estaba cansado de que aquella misión (y estaba sólo en su primera parte....) se estuviese alargando tanto. Salió del bosque pronto por la mañana, sobre las nueve. Caminó hasta la capital con tranquilidad, llegando a media mañana, con el bullicio y la animación del mercado ya instalado: las Calendas empezaban a coger fuerza y el tiempo era cálido y cada día más seco. Volvió a visitar la tienda de telas y vestidos y adquirió otra túnica, de color azul cielo, con las empuñaduras de las mangas de color blanco. Regateó con el vendedor y al final le costó el mismo dinero que le habían devuelto por la primera túnica que revendió.
A mediodía se acercó hasta el museo, después de haber dejado su mochila en una pequeña habitación de un albergue cutre y sucio (consideró muy arriesgado volver a alojarse en la misma pensión que la otra vez). Preguntó por la señora Husber y esperó en el amplio recibidor que el Museo de la Guerra tenía nada más entrar.
- Buenos días, señor Faswom – le saludó la ayudante del director, con la mano en la cabeza y el pulgar estirado en la frente. Drill la imitó, componiendo la tierna sonrisa que había inventado para su personaje. – Venga conmigo, el señor Dumarus le está esperando.
- Es un honor – dijo Drill, siguiendo a la mujer por unos pasillos del museo que estaban cerrados al público. Las paredes seguían siendo de mármol blanco, pero los pasillos eran más estrechos y las puertas más pequeñas.
- Le reitero nuestro pesar por haberle hecho esperar tanto tiempo – decía la mujer mientras caminaba delante de Drill, volviéndose de vez en cuando para mirarle. Parecía contenta: quizá creyese que con ese mero trámite, esa simple cita infructuosa con el director, el señor Faswom se quedaría satisfecho. – Sabemos que ha sido un fastidio, pero las circunstancias son así.
- Lo comprendo – dijo Drill, con la voz inventada de Faswom. Imaginaba que el director no había tenido grandes compromisos en esos veinte días y que había esperado que el señor Jerson Faswom se cansara de esperar.
Pero Drill tenía mucha paciencia.
La señora Husber le guio hasta una sala amplia, blanca y luminosa. Había plantas y arbustos decorativos en jardineras redondas de granito, colocadas en las esquinas de la sala. Dos sofás, tapizados en granate, colocados formando un ángulo recto, quedaban orientados hacia las dos entradas de la sala, en paredes contiguas. Dos sillones grandes y cómodos, de cuero marrón, se enfrentaban en la otra esquina de la mullida alfombra sobre la que estaban los sofás. La señora Husber le señaló uno de ellos.
- Siéntese, por favor – invitó. – El señor Dumarus vendrá en seguida.
Drill/Faswom lo hizo, y le agradeció a la mujer su atención con un cabeceo. La señora Husber salió de la sala por la otra puerta, la que no habían utilizado para entrar y Drill se quedó solo.
Miró alrededor, contemplando la sala y la situación de los objetos en ella. Deformación profesional. Siempre lo hacía, hasta en las situaciones más tranquilas y correctas como aquélla. No era de esperar ningún peligro en aquel acto tan civilizado, pero nunca se sabía. Mercenario precavido cobraba por dos.
Suspiró, hastiado y nervioso. No es que fuese paciente: había esperado tanto tiempo a esa entrevista porque de verdad deseaba que le prestasen la espada. No le apetecía nada tener que robarla.
Al cabo de unos cinco minutos (tiempo que Drill estimó que el director le había hecho esperar para intranquilizarle y ponerle a la defensiva, para hacer más sencilla la entrevista) el señor Dumarus entró en la sala, acompañado por la señora Husber.
- Señor Faswom, soy el señor Dumarus, director de este museo – dijo, tendiéndole la mano a Drill.
Era un hombre corpulento, grande, pero para nada parecía torpe. Tenía el pelo ralo, negro, pero con grandes claros. Era de tez bronceada, ojos oscuros y tenía un bigote frondoso. Las cejas eran anchas y fieras. Vestía elegantemente, con pantalones finos de color beis y una camisa blanca con corbata. Le estrechó la muñeca a Drill con firmeza pero educadamente y le miró a los ojos con franqueza.
- La señora Husber me ha puesto en antecedentes sobre su petición – comenzó el director, sentándose en el otro sillón, enfrente de Drill/Faswom. Su ayudante se acomodó en uno de los sofás, alejada de los dos hombres y fuera del campo de visión de Drill. El mercenario se había fijado que llevaba un fajo de hojas sujetas y unidas por su parte superior con una gran grapa de hierro. La mujer también portaba una pluma. Supuso que estaba allí para tomar notas y registrar el encuentro. – La he meditado mucho, en el poco tiempo libre que he podido conseguir y me temo que no voy a poder ayudarle.
- Pero ya sabe que mis intenciones son puras – mintió Drill, con total desfachatez. – Solamente es para disfrutar de la espada en nuestra asociación....
- Lo sé, lo sé. Ya le digo que la señora Husber me ha informado debidamente – dijo el señor Dumarus, asintiendo enérgicamente. – Pero me temo que la espada no puede salir del museo. Ni siquiera por orden real.
- ¿Ni siquiera si el rey de Rocconalia lo solicitase? – se sorprendió Drill, sinceramente. Aquella bravuconada del director le había pillado por sorpresa.
- Ni siquiera entonces. Ni aunque lo solicitase ningún rey de Ilhabwer – dijo el director, firme. – Verá, el Museo de la Guerra es patrimonio del pueblo, es para la ciudadanía del continente. De todo el continente, no sólo de los habitantes de Velsoka, o incluso de Rocconalia. La necesidad y la casualidad han situado el museo aquí, pero debería estar en un territorio neutral, en tierra de nadie. Lo que aquí atesoramos es parte de todo el continente, de su historia y de sus gentes. Nadie puede estar por encima de eso. Por eso debemos protegerlo.
- Pero....
- ¡No de usted, por supuesto! – saltó el señor Dumarus. – No me malinterprete, señor Faswom, no he querido insinuar nada malo de usted. Lo que quiero decir es que la espada está bien protegida aquí, está vigilada. Ahí fuera estaría al alcance de cualquier desalmado. Sería más difícil controlarla y defenderla. Sabemos que es un objeto muy amado, muy odiado y muy codiciado por la gente del continente. Cualquiera de los tres perfiles de interés puede ser nefasto para nosotros. La espada podría ser robada o dañada.
Drill miró al director durante casi un minuto, en silencio. Aquel discurso estaba preparado, por supuesto. El señor Dumarus había dirigido la conversación, sin dejarle hablar, apabullándole con razones y negativas muy bien argumentadas, para nada fácilmente rebatibles. Y ahora le dejaba tiempo para hablar, para que el señor Faswom se diese cuenta de que no tenía nada que ofrecer.
- La espada podría viajar muy bien escoltada – propuso Drill, después de un rato en silencio. Tenía que jugar sus bazas, aunque preveía una férrea oposición por parte del director. Quizá no consiguiese nada. – Y en la sede de nuestra asociación no correría ningún peligro: dispondría de una gran vigilancia....
- La espada ya tiene toda la vigilancia y la protección que necesita aquí, en el museo – dijo el director, con superioridad. – La Sala de la Espada está permanentemente vigilada, tanto de día como de noche. Siempre hay vigilancia en la sala: cuando hay visitantes en el museo cuatro guardias la custodian. Y de noche, cuando el museo está cerrado, hay dos centinelas de guardia toda la noche, a la entrada de la sala, que se cierra con unas rejas de hierro y un gran cerrojo, cuya llave sólo tengo yo. Además hay una partida de doce guardias patrullando por todos los pasillos del museo, durante toda la noche. Las ventanas se cierran con llave por los conserjes y cuatro alguaciles de la ciudad patrullan alrededor del edificio, para evitar la tentación de los asaltantes a escalar las fachadas – explicó el director, muy orgulloso. Miró fijamente a Drill antes de terminar. – Cuidamos muy bien de todos los objetos y obras de arte expuestos en el museo, señor Faswom, y mucho más de la espada. Nunca podremos reproducir esas medidas de vigilancia en ningún otro lugar, lo lamento.
Drill arrugó la cara.
- Así que no hay manera de que me preste la espada, ¿no? – dijo, derrotado.
- Lo siento pero no – dijo el director, y parecía realmente abatido. – Debo proteger mi museo, compréndalo.
- Lo comprendo, lo comprendo – dijo Drill, poniéndose en pie. El director le imitó: aunque no le había despedido, el mercenario disfrazado había dado por concluida la entrevista. – Sólo espero que usted también comprenda mis razones....
El señor Dumarus le estrechó la muñeca y asintió, sonriendo. La señora Husber se acercó a los dos hombres y precedió a Drill hacia la salida, invitándole con un gesto de la mano a que la siguiera.
Drill salió del museo con la cabeza alta, sin mostrarse alicaído ni derrotado. Sabía que aquello podía pasar (sabía que aquello iba a pasar) así que estaba preparado internamente para la situación. Sólo lamentaba haber perdido veinte días para terminar finalmente de aquella manera.
Y esperaba de verdad que el señor Dumarus comprendiese sinceramente las razones que le impulsaban  a intentar conseguir la espada por cualquier medio. Aquel tipo le había caído bien: era amable, respetuoso, elegante y competente a la hora de cumplir con su cometido. Drill también era así.
Por eso esperaba que el director del Museo de la Guerra comprendiese sus razones. Porque ahora no le quedaba otra alternativa que robar la espada.

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