martes, 17 de octubre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo III (2ª parte)



UNA ESPADA LEGENDARIA
- III -
LA CAJA SE ABRE

Cuando mi antiguo yumón salió de la biblioteca la tarde ya estaba avanzada. Aunque estaba un poco abatido, Drill se despidió con agradecimiento y efusividad de Unguele y, por supuesto, de Hong.
- Ofrezco gratitud y deseo prosperidad, padre – se despidió Drill.
- Ofrezco y deseo igual, wen a eso – dijo Hong, sonriendo plácidamente. – Espero que haya servido de algo tu visita.
- Así ha sido.
- La próxima vez que nos veamos ven con más tiempo. Me apetece compartir un té contigo.
- Lo intentaré, padre. Adiós.
- Adiós, Bittor.
Drill se alejó de la biblioteca, pensando en sus progresos. Cualquier otro se abría desesperado por completo, calificando de inútil la visita a la biblioteca de Vuidake. Pero mi viejo yumón no era así: por algo había sido el mercenario más joven en dejar la academia y uno de los más laureados. Drill pensó que había dejado bien clara una cosa: era demasiado tarde para poder hablar con cualquiera que hubiese estado relacionado con la muerte y enterramiento de Rinúir-Deth. Los participantes estaban todos muertos, así que no podría conseguir nada por ese lado.
Por otra parte, había descubierto (y aceptado, qué remedio) que la espada era importantísima para su misión, así que debía hacerse con ella. Cómo ya era otro cantar.
La visita a la biblioteca le había dejado claro cuál era su camino a partir de allí. Lo que ocurría era que no era un camino que le gustase mucho, pero era su deber recorrerlo, sobre todo si quería cobrar los jugosos honorarios, decía wen. Debía robar la espada, conseguir el conjuro de apertura de la puerta del Mausoleo de los Reyes y forzar como fuese la puerta de la tumba de Rinúir-Deth.
Las herramientas para forzar la complicada cerradura de la puerta de mármol de la tumba podría conseguirlas en cualquier ciudad de Ilhabwer (incluso en cualquier pueblo grande que tuviese herrero).
El conjuro esperaba encontrarlo en algún lugar de Escaste (la biblioteca de Vuidake contaba con decenas de miles de volúmenes de multitud de temas, excepto de magia. El reino de Darisedenalia era un reino científico. Drill sabía que si quedaba algún resto de magia en el continente sería en el reino del sur).
La espada estaba en Velsoka, al norte. Así que se puso en marcha.
Buscó unos establos con buena pinta y compró una yegua de buena planta por quince sermones, más otros cinco por la silla de montar. Compró dos hogazas de pan para el camino y partió al galope hacia la frontera.
Volvió a cruzar la frontera hacia Rocconalia y cabalgó durante cinco días hasta Nafunovat, durmiendo al raso o bajo algún árbol cuando podía, lo que no fue una incomodidad, ya que desde que cruzó de nuevo al país vecino la Primavera se volvió otra vez seca, con amplios cielos azules y el Sol grande y brillante.
Una vez en Nafunovat vendió la yegua y la silla de montar (recuperando los veinte sermones gastados) y compró un billete en diligencia hasta Velsoka. El viaje volvió a hacerse largo, al parar la diligencia en multitud de pueblos además de en Ghuell.
Drill llegó por fin a Velsoka, mediado el mes de mayo, y cogió una habitación en una pensión barata y cochambrosa, lejos del Museo de la Guerra. No quería que se le relacionase con él, si al final se veía en la necesidad de robar la espada.
Durante su viaje en diligencia había llegado a la conclusión de que iba a probar por última vez a hacerse con la espada por medios legales. Por eso su primera intención era pedir cita con el director del museo y esperar “pacientemente” a que se la concedieran. De una forma u otra (tanto si conseguía ver la espada como si decidía robarla) tenía que quedarse en la capital de Rocconalia, así que no le importaba perder unos días esperando.
Era de noche, un martes. La ciudad estaba en calma, pero no tanto en la zona en la que estaba la pensión de Drill. Estaba en la periferia, en los “barrios bajos”, donde todas las noches había juerga y las tabernas permanecían abiertas hasta bien entrada la madrugada.
Drill estaba sentado en una silla de su habitación, a la mesa, comiendo pan comprado en la plaza y los restos de la cecina que había adquirido en Nafunovat un mes atrás. Un candil iluminaba la estancia. La caja de Karl Monto descansaba al lado de la vela, brillando las líneas negras de su tapa con un misterioso baile, ante los caprichos de la llama.
Drill pensaba en lo que iba a decirle al director del museo, si es que conseguía verle a la mañana siguiente. Lo que se esperaba es que tuviera que solicitar cita. Deseaba acabar con aquella incertidumbre cuanto antes, pero yo tenía razón cuando le convencí para aceptar aquel trabajo: mi antiguo yumón era bueno convenciendo a la gente. Sherpú le había dado el don de la elocuencia.
Drill estiró la mano para alcanzar un pedazo de pan, inmerso en sus pensamientos (en una nube de pensamientos gris y pesada) y golpeó sin querer la caja. Ésta se deslizó por la mesa y cayó al suelo. El mercenario se estiró para alcanzarla, pero no lo hizo lo suficientemente rápido.
La pequeña caja chocó contra la madera del suelo, rebotó, giró sobre sí misma y quedó de pie. La tapa se había soltado y se había lanzado hacia atrás. La caja estaba abierta.
Drill aguantó el aliento, asustado. Se bajó de la silla y se puso de rodillas en el suelo, al lado de la mesa, frente a la caja de su cliente. Un extraño brillo dorado salía de la caja.
No quería mirar dentro (¡mierda!, claro que quería mirar), y Sherpú sabía que de no haber sido por el accidente nunca lo hubiera hecho, wen a eso. Pero, una vez abierta la caja, no podía evitar echar un vistazo.
Lo primero que pensó Drill al mirar el interior de la caja y el extraño objeto que había dentro fue que no sabía de dónde venía aquel brillo dorado. Después se quedó mudo de asombro, con los ojos como platos, al reconocer lo que había allí dentro.
Nunca había tenido pareja, ni relaciones de consideración, pero comprendía el amor que un hombre y una mujer podían sentir el uno hacia la otra. Supo al instante que aquel objeto era de los dos, de Monto y de su mujer. Lo que no comprendió fue por qué tenía que esconderlo. Y de quién.
Cogió la caja con ambas manos, levantándola del suelo. El objeto estaba sobre un pedazo de algodón y apenas se movía, así que no sonó ni rodó por el interior. El brillo dorado iluminó el rostro de Drill, que seguía confundido.
¿Cómo alguien podía considerar vergonzoso aquel objeto? ¿Qué tenía en la cabeza Karl Monto para avergonzarse por aquello? Drill soltó la caja con la mano derecha y se rascó ese lado de la cara, la cicatriz ancha que tenía entre la corta barba. Quizá, si pensaba de una manera un poco retorcida, podía entender que lo escondiese de su mujer.... aunque estaba casi seguro de que había sido un regalo para ella....
Compuso una mueca, sin dejar de rascarse la barba hendida por la cicatriz. Quizá.... quizá si aquello no era un regalo a su esposa.... podía ser producto de los miedos de Karl Monto, queriendo esconderlo de su mujer.... pero no, aquello no podía ser: el mismo Karl Monto le había dicho que su mujer y él le tenían gran aprecio, por eso no podían destruirlo....
Entonces sí que no entendía nada. Aquello era un desconcierto. Hubiese imaginado cualquier cosa dentro de la caja, excepto aquélla. Drill acabó por cerrar la tapa, asegurándola con el pequeño pestillo, extinguiendo el brillo dorado. Después la dejó en la mesa y siguió cenando.
No volvió a pensar en el director del museo, ni en su próxima visita el día siguiente. La caja y su extraño contenido dominaban su mente entonces.
No entendía nada. ¿Se necesitaban tantas vueltas y revueltas, tantas precauciones para que nadie encontrase la dichosa caja? ¿Para que su insólito contenido muriese en el olvido?
Drill decidió que iba a dejar de preocuparse. Había decidido cumplir la misión, ya la tenía encarrilada, así que seguiría con su plan e iría viendo cómo actuar dependiendo de cómo se desarrollasen los acontecimientos. Aunque ahora supiese (con total seguridad, wen a eso) que era una estupidez.
Pero era una estupidez muy bien pagada.
Se desvistió, se puso la camisola, se metió en la cama y se dispuso a dormir. El contenido de la caja le había dejado tan confundido que se quedó dormido al instante.

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