viernes, 27 de octubre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo VI (2ª parte)



UNA ESPADA LEGENDARIA


- VI -
UN GOLPE VIRTUOSO

Al día siguiente Drill durmió toda la mañana: al fin y al cabo se había pasado toda la noche vigilando, colgado de un tejado a la intemperie. Era sábado y mi antiguo yumón esperaba que fuese su último día en Velsoka, al menos durante un largo tiempo.
Por la tarde, ya casi de noche, se acercó hasta la caballeriza para recoger su caballo y lo llevó hasta las afueras de Velsoka. Allí lo ató delante de una taberna, en la simple valla que había colocada en la entrada para tal efecto. Pagó dos sermones al tabernero para que el caballo estuviese allí atado toda la noche (y para que cuando fuese a recogerlo siguiese allí). El gordo tabernero le aseguró que no habría ningún problema.
Corrió luego al edificio de apartamentos ya tan bien conocido por él, para poder entrar antes de que el sereno hubiese cerrado las puertas (como hizo la noche anterior). Llegó agotado, con dolor en las rodillas, pero las puertas seguían abiertas. No quiso pensar en lo terrible que hubiese sido tener que llamar al sereno para que le abriese: hubiese sido dejar la pista más clara para su identificación, si es que conseguía robar la espada.
Subió las escaleras, lentamente. Estaba sin aliento, por la carrera en la calle, y las rodillas le estaban matando. Con algunos movimientos incluso chascaban, como los maderos en la hoguera. Drill apretó los dientes, enfadado. Intentó darse ánimos, pues no podía fallar ahora, al inicio del robo.
Llegó al último piso y recobró el aliento, intentando no llamar la atención de los vecinos que pudiesen estar en el interior de sus hogares. Se subió con cuidado a la barandilla de la escalera (que cerraba el hueco de la misma para evitar caídas) y alcanzó el tirador de la trampilla. La abrió y se subió hasta el tejado.
La noche era fresca, a pesar de que el Verano ya estaba iniciado: sólo quedaban un par de días para la Noche de las Hogueras, el quince de sexembre, cuando se celebraba oficialmente el inicio de las Calendas. La Luna primera estaba creciente e iluminaba el cielo y no se escuchaban muchos ruidos por la calle: el barullo llegaba, amortiguado, desde dentro de las tabernas.
Drill sacó de su cinturón su hacha corta, atando la cuerda al mango. Hizo unos giros con el hacha, sosteniendo la cuerda, mientras vigilaba desde el alero que los alguaciles de la calle no estuviesen por allí y que los guardias no estuviesen cerca de las ventanas de ese lado. Entonces lanzó el hacha, girando por el aire.
El Museo de la Guerra era un edificio señorial, muy elegante. Era casi un palacio, dedicado al arte en lugar de ser la residencia de un noble de la corte. La fachada era impresionante, con sus columnas y su frontón y el techo presentaba la magnífica cúpula blanca y dos torreones en la parte frontal. Alrededor del techo había una especie de barandilla de granito rosado, con un travesaño grueso sostenido por pequeños pilares redondeados. Rodeaba todo el contorno del museo por la parte superior.
El hacha viajó por el espacio que separaba la casa del museo, girando atada a la cuerda, enrollándose con fuerza en torno a la barandilla de granito rosa. Drill tiró de la cuerda, para asegurar el “nudo” y comprobar la resistencia. Esperó entonces, alerta. Al cabo de un rato los cuatro alguaciles que hacían la ronda alrededor del museo llegaron desde la parte delantera, recorrieron todo el lateral derecho del edificio y luego caminaron por la parte trasera. Drill sabía que tenía cerca de cuatro minutos de tranquilidad a partir de ese momento. Volvió a comprobar que no había alguaciles por la zona ni guardias en las ventanas y saltó.
Se dejó caer desde el tejado, agarrado a la cuerda, columpiándose hasta la pared del museo, aterrizando con los pies en la piedra, entre el primer piso y el segundo. Estaba sujeto a la cuerda, con los pies apoyados en la pared, escalando erguido como si estuviese paseando por el suelo. Ningún guardia se asomó a las ventanas y el mercenario se apresuró en llegar al tejado, antes de que los alguaciles del suelo completaran la vuelta y le viesen.
Drill alcanzó la barandilla y saltó al otro lado, aterrizando en el tejado. Se quedó un momento tumbado de espaldas, sobre la piedra, resollando y recuperando la respiración normal. Tenía las rodillas doloridas y los dedos agarrotados. Rogó porque sus retorcidos huesos no le fallasen en ese momento, cuando ya no había marcha atrás y tenía que cumplir su plan al detalle.
Se puso en pie, respirando ya con normalidad. Desenredó el hacha de la barandilla, recogiendo la cuerda con presteza, a pesar de sus manos ligeramente engarfiadas. Colocó el hacha en su sitio en la cadera derecha y recogió la cuerda, caminando por el tejado del museo. Desde el suelo parecía que el edificio tenía el techo plano, pero Drill comprobó al caminar por él que era un típico tejado “a dos aguas”, inclinado hacia cada lateral del edificio. La barandilla, la cúpula y los torreones impedían que se apreciase su verdadera forma desde el suelo.
Drill caminó con cuidado por el tejado, hacia la cúpula. El viento fresco de la noche canicular le sacudió las ropas y el pelo grisáceo, pero el mercenario estaba más pendiente de otras cosas.
Llegó hasta la cúpula de piedra, blanca y brillante incluso de noche. Era una construcción magnífica, descomunal y preciosa. Drill empezó a escalarla, con precaución, ascendiendo hasta la cúspide. Lo que le interesaba estaba allí arriba.
Drill había repasado todos sus recuerdos de aquella mañana de marzo en la que había visitado la Sala de la Espada por primera vez. Y algo que recordaba con especial claridad (porque le había parecido algo magnífico, no por su posible utilidad en un hipotético futuro robo) era que la cúpula del museo estaba justo sobre la Sala de la Espada y sobre Lomheridan mismo.
Y lo mismo ocurría con la linterna de la cúpula.
La linterna era una estructura arquitectónica con forma de pequeña torre, construida en el punto más alto de la cúpula. Tenía ventanas en sus costados, lo que servía para iluminar el interior de la cúpula y para ventilar y refrescar la sala interior.
Drill desenrolló la cuerda, atando un extremo a una moldura de uno de los nervios de la cúpula. Apretó cuanto pudo el nudo, asegurando que no se soltaría ni se resbalaría de la moldura con forma de puño. Después dejó caer la cuerda hacia el interior, con cuidado: no quería llamar la atención de los dos guardias que montaban vigilancia a la puerta de la sala. Se asomó después a la ventana de la linterna, para ver la altura y sintió un repentino mareo. Desde lo alto de la cúpula hasta el suelo del segundo piso habría más de veinte metros.
Drill se colocó la cuerda alrededor de la cintura, con un nudo corredizo que le permitiría deslizarse por ella para descender. Apretando el nudo se dejó caer, deslizándose en silencio por la cuerda, acercándose poco a poco a la espada que le esperaba abajo.
Sus dedos le dolían horrores, agarrotados, pero él no dejó de apretar la cuerda y el nudo, que seguía dejando correr la soga, pero a un ritmo lento. Si no lo hacía así se estrellaría contra el suelo.
Drill descendió y acabó por llegar hasta la campana de cristal que protegía la espada. Desde esa altura, colgado sobre la urna y la espada, podía ver la puerta enrejada desde dentro de la sala, con los dos guardias de espaldas, inmóviles, recios y firmes.
Apretó el nudo de la cuerda, pasándose el resto hasta el extremo alrededor de la cintura, para asegurarse a esa altura y no deslizarse más. La cuerda le apretó alrededor del cuerpo, pero se mantuvo sin moverse, así que lo aguantó. Notó el sudor en la frente y en la cara, el dolor de la espalda y de sus dedos, pero intentó que nada de eso le molestara. Estaba justo en el punto más peligroso.
Cogió con cuidado y con los dedos rígidos la campana de cristal, levantándola lentamente, intentando que no se le resbalara de entre los dedos ni golpease la espada al retirarla: el ruido alertaría a los guardias.
Con mucho esfuerzo (por la tensión, el equilibrio y la destreza exigida, no por el peso) logró sacar por completo la campana de cristal y separarla de la espada. Después se estiró hacia abajo para posarla en el suelo de la sala.
La cuerda que lo sostenía gimió entonces.
Drill se quedó inmóvil, boca arriba, con la cabeza y los brazos estirados hacia el suelo, con la campana de cristal apoyada en el mármol, mirando hacia la puerta. Los dos guardias parecían haberse puesto tensos. Quizá habían oído el ruido de la soga, pero había sido un ruido tan extraño que no lo habían identificado. Drill soltó la campana por fin, esperando que los guardias no se diesen la vuelta y lo viesen, pero queriendo tener las manos libres en caso de que eso ocurriera.
Uno de los guardias se inclinó un poco, como para escuchar mejor, pero no se volvió. Ninguno de los dos lo hizo. Drill resopló mentalmente y se irguió de nuevo, notando cómo la cadera le pedía a gritos de dolor que parase.
Estaba de nuevo a la altura de la espada. Levantó las manos y la cogió con delicadeza. Tragó saliva, mientras notaba que la conciencia se despertaba para buscar nuevos motivos para darle malas noches. Se sintió como un sacrílego, como un hereje, robando aquella espada. Y la promesa de devolverla una vez la hubiese utilizado para esconder la caja de Monto no le ayudaba ni acallaba la penetrante y aguda voz de su anciana conciencia.
Se colgó del cinturón la espada dentro de la vaina, usando un pequeño mosquetón que tenía para tal fin, después agarró la cuerda y soltó el nudo que le mantenía colgado.
Su cuerpo cayó por efecto de la gravedad, pasando de una postura horizontal a una vertical. Pero se había agarrado con fuerza a la cuerda, así que no cayó al suelo. Se aseguró bien con sus doloridos dedos a la soga y empezó a escalar a pulso por ella, sin prisa pero sin pausa.
La ascensión fue cansada y penosa, pero Drill no emitió ni un solo resuello, concentrado en huir sin hacer ni un ruido. Pero la casualidad siempre ha sido muy voluble, y unas veces nos ayuda y otras nos hace la puñeta.
El extremo de la cuerda que colgaba al fondo rozaba contra la campana de cristal cada vez que Drill se movía para ascender, suave, como un dedo sobre el borde de una copa de vino. No era un sonido muy alto, así que no llamó la atención de los guardias. Sin embargo, cuando Drill llegó por fin a la linterna (ofreció gratitud y deseó prosperidad, con todas las fuerzas de su alma) la cuerda se movió mucho más, como consecuencia de los tirones que mi antiguo yumón dio sin querer al colarse por la ventana.
El extremo de la cuerda atizó entonces la campana de cristal, haciéndola resonar como una verdadera campana de bronce.
Fue un gong cristalino, suave y casi delicado. Pero aquel sonido sí que fue reconocido por los guardias que custodiaban la puerta, así que se dieron la vuelta, más extrañados y curiosos que alarmados.
Cuando vieron que el pedestal que sostenía a Lomheridan estaba vacío y la campana de cristal en el suelo, fue cuando la alarma se convirtió en la principal de sus emociones.
Drill recogía con prisas la cuerda, mientras escuchaba los pitidos de los guardias (todos llevaban un silbato de latón para dar la voz de alarma).
Corrió cúpula abajo, tropezando con la espada tan larga que ahora colgaba de su cinturón. Cogió un extremo de la cuerda y lo ató a la barandilla del borde, con un nudo rápido y resistente. Sin pensarlo dos veces saltó hacia abajo, agarrado a la cuerda.
El tirón casi le desencajó las articulaciones artríticas, haciendo que pedazos de cristal le recorriesen todos los huesos. Resbaló unos metros por la cuerda, por la sacudida, y se quemó las palmas de las manos, pero no fue nada grave. Descendió, poniendo una mano debajo de la otra, con velocidad, hasta apoyar sus cansados pies en el suelo de la calle.
Los pitidos de los guardias resonaban dentro del edificio mientras Drill sacó el pedernal y una de las cerillas nuevas (que llevaba sueltas dentro del saquito colgado en el cinturón). La encendió y la aplicó al extremo de la cuerda, que colgaba a la altura de su hombro. La cuerda se prendió y empezó a quemarse toda ella, hacia arriba, con lentitud.
- ¡¡Alto!! – escuchó un grito por delante de él. Drill se giró hacia allí y vio a dos de los alguaciles correr hacia él desde la parte delantera del museo, doblando la esquina. Mi antiguo yumón se colocó delante de la cuerda en llamas para que el fuego le diese en la espalda y los alguaciles no pudiesen reconocerle. Los dos venían con las lanzas en ristre, para disuadirle de escapar.
Pero era justo lo que Drill estaba pensando en hacer.
Sacó con velocidad y fiereza el hacha de su cinturón y golpeó la primera de las lanzas para separarla de su cuerpo. El otro alguacil lo atacó con su lanza, pero Drill esquivó el ataque, hurtando el cuerpo. Después golpeó la cabeza del alguacil con la parte trasera de su hacha, haciendo que el hombre se tambalease, mareado y desorientado, soltando la lanza. Su compañero se rehízo y volvió a atacar a Drill, que volvió a desviar el ataque con el hacha. La fuerza del ataque del alguacil que quedaba en pie le había empujado hacia adelante, hasta situarle al alcance de Drill. El mercenario no desaprovechó la ocasión y le dio un puñetazo en la oreja con el puño izquierdo, dejándole sin sentido al instante.
Drill corrió hacia la parte trasera del museo, alejándose de allí lo más rápido que le dejaban sus rodillas y sus tobillos artríticos. La punta de la vaina de la espada rebotaba contra el suelo. Los dedos de la mano izquierda le dolían a más no poder, por el puñetazo, pero Drill estaba pletórico.
Hacía mucho tiempo que no tenía que pelear en una misión (sus últimas misiones habían sido meros trámites de vigilancia, acompañamientos, chantajes o amenazas a deudores) pero acababa de comprobar que se le seguía dando bien, que él solo había vencido a dos adversarios más jóvenes que él. Corría por la calle a oscuras, agotado y dolorido, pero estaba terriblemente contento. Por primera vez desde que se había entrevistado con Karl Monto se sentía a gusto con la misión.
Al poco tiempo los pitidos de los guardias del Museo de la Guerra se dejaron de escuchar y Drill corrió por las oscuras calles de Velsoka hacia las afueras. Se cruzó con bastante gente (por suerte ningún alguacil) que estaba de fiesta por las tabernas y burdeles, pero ninguno le molestó ni se fijó demasiado en él: los borrachos estaban lo suficientemente ocupados con su juerga como para prestar atención de un anciano que corría a toda prisa por la calle.
Falto de aire llegó al final a la taberna en la que había dejado el caballo comprado el día anterior. El dinero pagado al tabernero había servido para que la montura siguiese allí, con el equipaje y las pertenencias de Drill en la grupa. El mercenario se apoyó en el costado del animal, para tomar aliento.
Después se puso en marcha de nuevo, otra vez acelerado. Se descolgó a Lomheridan del cinturón y la guardó debajo de su mochila, que iba asegurada en la grupa del caballo. Después montó de un salto, ayudándose del estribo, y giró al caballo para salir de la capital.
Al cabo de un par de calles ya estaba en el campo y fue entonces cuando azuzó a su montura, para alejarse de Velsoka cuanto antes.
El amanecer lo alcanzó cuando ya estaba a kilómetros de la capital.

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