jueves, 5 de octubre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo I (2ª parte)



UNA ESPADA LEGENDARIA
- I -
TURISMO POR ILHABWER

A la mañana siguiente dejé Dsuepu, acompañando al vaquero que había contratado mis servicios, así que no volví a ver a Bittor Drill en mucho tiempo. Me despedí con buenos deseos y deseándole mucha suerte (sin saber cuánto iba a necesitar una cosa y la otra).
No supe nada de él hasta mucho tiempo después, así que lo que sigue es todo transcripción de sus palabras, cuando pudo relatarme sus desventuras. Si hubiese algún error o incongruencia, no creo que fuese elaborado por Drill de forma premeditada ni intencionada: achacadlo más bien a las lagunas de memoria típicas de la edad.
O a la necesidad de su mente de olvidar, modificar o suavizar algunos pasajes de la historia nada bonitos ni agradables.


Bittor Drill pasó un par de días más en Dsuepu, organizando su misión y su viaje. Había conseguido un asiento en una diligencia que partía desde la capital hasta Velsoka, recorriendo todo el reino de Rocconalia. Había decidido empezar su misión visitando el Museo de la Guerra, para ver la espada Lomheridan y si había alguna posibilidad de conseguirla prestada. Una vez en Velsoka viajaría al reino de Gaerluin, para ver sobre el terreno el Mausoleo de los Reyes, cercano a Cokuhe, en las montañas. Y después, sólo Sherpú sabría cuáles serían sus siguientes pasos.
El viaje hasta Velsoka le costó solamente cinco sermones (ventajas de viajar en diligencia con una compañía de bajo nivel) y duró diecisiete días. La diligencia salió de Dsuepu, cruzó la frontera entre Ülsher y Rocconalia (después de pasar el control de los caballeros de la Orden), hizo escala en Yutem, paró en multitud de pueblos hasta llegar a Laqce y bordeó el Bosque Espeso para hacer noche en Nafunovat. Allí cambiaron de coche, porque en el que iban marchaba hacia Gaerluin, cruzando el río Thax. Con la nueva diligencia marcharon hasta Ghuell y por último hasta Velsoka, deteniéndose en muchos pueblos y aldeas entre medias.
Cuando por fin llegó a Velsoka Drill estaba cansado del largo viaje. Tenía que administrar bien el dinero que tenía (los quinientos sermones podían gastarse muy pronto si no tenía cuidado) pero decidió que la siguiente vez que tuviese que recorrer medio continente de Ilhabwer viajaría en diligencia directa, que sólo hacía escala en las ciudades más importantes.
Buscó una pensión discreta y sencilla y después fue hasta el servicio de diligencias: compró un billete de vuelta por el mismo recorrido, para el día siguiente. No necesitaba más de una noche en Velsoka. Volvería con la misma diligencia que le había traído, hasta Nafunovat, desde donde cruzaría a Gaerluin, la siguiente etapa de su viaje de reconocimiento.
Paseó por la ciudad con tranquilidad, visitó la plaza del Ejército, el paseo de Lindhìn, el palacio Real, el Alcázar y el parque de las Fuentes (entre otros monumentos famosos de la capital de Rocconalia), cenó en una taberna que le pareció decente y se marchó a su pensión, a descansar.
Al día siguiente fue hasta el Museo de la Guerra, a contemplar sus tesoros y a estudiar el más famoso de todos ellos: la espada Lomheridan.
No había mucha gente en el museo, así que pudo pasear por él con tranquilidad. Su diligencia no salía hasta las tres de la tarde de la cercana plaza del Mercado Viejo, así que tenía tiempo de sobra. Comería enfrente del museo, donde había visto que había varias tabernas y cantinas.
A medio día se acercó por fin a la Sala de la Espada, como se conocía popularmente a la estancia en la que se exponía Lomheridan. Allí era donde se concentraba más gente en todo el museo. Era una sala circular, de mármol blanco. Tenía una sola entrada, custodiada por altas columnas. La sala era altísima, terminada en una cúpula decorada con grabados y con una linterna en el centro. La espada estaba expuesta en el centro de la sala, sobre un soporte de metal que la mantenía en pie, con la punta hacia abajo y la empuñadura hacia arriba. Una campana de cristal la protegía y una valla de hierro de un metro la guardaba. En las paredes redondas de la sala había colgados tapices con escenas de la vida de Rinúir-Deth.
La gente se apelotonaba alrededor de la espada, y Drill no fue menos. Era un arma muy bonita, además de eficiente. Mediría unos ochenta centímetros de hoja, más la larga empuñadura, suficiente para poder cogerla con las dos manos. La empuñadura tenía forma de “T”, con el pomo redondeado y la zona para coger el arma de un metal negro, brillante. Desde el final de la empuñadura salían dos líneas de oro que ascendían por ella, en dos espirales que no se tocaban, llegando hasta los dos lados de la guarda. Una vez allí, cada hilo de oro partía en una dirección, recorriendo las dos astas de la guarda, por debajo, hasta el final redondeado de cada una. Desde allí seguían hasta cada uno de los filos de la hoja, donde terminaban su recorrido.
La vaina, de buen acero pintado de granate, albergaba una hoja ancha, pulida y brillante. El filo era fino y cortante. Era recta, hasta acabar afinándose a unos ocho dedos del final.
Drill tuvo que reconocer que era una “llave” magnífica, imposible de copiar. Tenía adornos muy detallistas (como la forma redondeada al final de cada asta de la cruz, o los hilos de oro que recorrían la empuñadura en espiral) que hacían que ninguna otra espada funcionase en el sepulcro de Rinúir-Deth.
Se acercó a uno de los cuatro guardias que había distribuidos por la sala (que Drill había visto nada más entrar, con el rabillo del ojo, benditos fuesen sus sentidos de mercenario, wen por ellos) y se dirigió a él.
- Atienda, ¿podría hablar con el director del museo? – preguntó amablemente.
- El señor Dumarus está ocupado – fue la automática respuesta. – ¿Para qué quiere verle?
- Bueno, es con relación a la espada – dijo Drill, señalando por encima del hombro. – Soy de una asociación de reconstrucción de la guerra, llamada Amigos de los Nueve Reinos, y quería saber si la espada podría estar disponible para la fiesta de nuestro décimo aniversario – improvisó Drill, mintiendo con soltura. – Sería una buena forma de agradecer a todos nuestros socios su apoyo, ¿sabe usted? Que pudieran ver de cerca la espada de Rinúir-Deth....
- La espada no está disponible – contestó el guardia, impasible. – Si quiere verla de cerca puede hacerlo en esta sala.
- Ya, lo comprendo, pero sería muy costoso traer a todos nuestros socios hasta aquí.... ¿No habría ninguna manera de poder trasladar la espada?
- No la hay – contestó el guardia, desagradable.
- Sólo sería por un día. No queremos hacerle nada malo. Habría vigilancia del museo controlándola.
- Lo lamento, señor, pero la espada no está disponible – dijo el guardia, mirando por fin a Drill. – No sale nunca del museo, ni siquiera los restauradores pueden acercarse a ella sin escolta. Sólo se saca de su urna cuando hay que limpiarla y revisarla, y siempre va acompañada por guardias del museo, alguaciles de la ciudad de Velsoka y caballeros de la Orden de Alastair. Y nunca sale del museo.
El guardia había terminado su discurso con agresividad. Drill asintió con tranquilidad, dándole las gracias al guardia por su atención.
Se dirigió a la salida de la Sala de la Espada, caminando con tranquilidad, con la mirada distraída, pero sin parar de pensar y de elucubrar dentro de su cabeza.
Estaba claro que la espada no se sacaba del museo, ni prestada ni vigilada. Ni siquiera custodiada por guardias o alguaciles. Estaba claro que no podía robarla: estaba demasiado vigilada.
Entonces, ¿cómo demonios iba a conseguirla?
Salió del museo y cruzó la calle, consultando la hora en el reloj que había en la fachada del museo. Tenía un par de horas para comer. Entró en una cantina para beber algo y degustar un asado de faisán (algo que le gustaba muchísimo, pero que no podía disfrutar muy a menudo, debido a su elevado coste). Después salió de allí, recogió sus cosas de la pensión y se marchó a la plaza del Mercado Viejo, de donde salía su diligencia.
El cochero lo saludó, recordándolo del viaje anterior. Drill dejó su bolsa de viaje en el techo del carruaje y se metió dentro. Al parecer viajaba solo, lo que agradeció: así podría poner en orden sus pensamientos con tranquilidad.
Mientras la diligencia viajaba hacia Ghuell, la primera etapa del viaje, lloviendo todo el camino, Drill le dio vueltas a la idea de conseguir la espada. Pero no llegó a ninguna conclusión aceptable. Lo único que sacó en claro fue que era imposible conseguirla.
Hicieron noche en un pueblecito a medio camino y al día siguiente siguieron hasta Ghuell, donde otros dos viajeros subieron al coche: una dama joven, elegante y bella y un anciano vestido con traje, tocado con un sombrero aristocrático y armado con un maletín. A su lado, Drill parecía un pordiosero, vestido con sus pantalones de pana gris y su jubón verde de algodón, con las botas de ante desgastadas y sucias.
Drill entabló conversación con ellos, intentando quitarse de la cabeza sus preocupaciones. 
La joven, llamada Jysabel, era una dama de cría que viajaba a Nafunovat para encargarse de los niños de una buena familia. Trabajaría con ellos como institutriz. Parecía bondadosa y firme.
El anciano era un vendedor ambulante, un representante de hierros y metales. Se llamaba Bestern y encarnaba a una agrupación de herreros de Epuqeraton, en el reino de Darisedenalia. Habían formado una cooperativa y estaban desarrollando una nueva forma de trabajar el metal, creando nuevas aleaciones.
- Ya hemos hecho tratos con los reyes de cada reino del continente – explicaba, ufano. – Los sermones de Ilhabwer se fabrican ya con nuestra nueva tecnología. ¿Tienen por ahí una moneda?
Drill echó mano a la faltriquera, donde llevaba algunas monedas sueltas (el resto de los quinientos sermones iban bien guardados en su equipaje). Le tendió una homilía, como se conocía popularmente a la moneda de cinco sermones.
- Bien, gracias. Esta moneda es de las antiguas, todavía de curso legal – empezó a explicar el anciano, con voz de experto, pero no con arrogancia. Drill pensó que aquella moneda vieja era algo esperable de Karl Monto: seguro que el hombrecillo tenía un gran montón de monedas guardadas debajo del colchón o escondidas bajo una tabla del entarimado del suelo. – Es una moneda de cobre, resistente y útil. Sin embargo, mis patrones han perfeccionado una nueva técnica para la confección de monedas.
Acto seguido sacó una homilía de su bolsillo. Tenía el mismo tamaño y el mismo color rojizo. Sin embargo, quizá pesaba un poco más.
- Éstas son las nuevas monedas de curso legal. Son idénticas a las antiguas, como pueden comprobar – dijo, dejando que Drill y la joven dama observasen las dos monedas a la vez, tocándolas y viéndolas de cerca. – La antigua es por entero de cobre. La nueva, diseñada por mis patrones herreros, es de acero, con un baño de cobre. Esto las hace tener el mismo aspecto que las monedas antiguas, pero son más resistentes y más baratas, pues llevan mucho menos cobre que las antiguas.
Drill compuso una mueca y asintió, alzando las cejas, admirado. Las dos monedas eran idénticas, quizá un poco más pesada la nueva, pero apenas se apreciaba.
- Y también hemos modernizado las salmodias, las de diez y veinte sermones – siguió el hombre, rebuscando en su maletín. – Creo que tengo por aquí alguna.... ¡Aquí! Vean....
Era una moneda de diez sermones, de unos seis centímetros de diámetro, grande y dorada. Tenía el borde festoneado (ondulado) y la efigie de Tterry II, el rey de Darisedenalia.
- Estas monedas, igual que las de veinte sermones, antes se hacían de acero bañado en oro de dieciocho quilates. Eso les hacía valiosas, pero también muy caras. Mis patrones han ideado otro método, para abaratarlas, como han hecho con las homilías – explicó el anciano, con tono misterioso. – En lugar de bañar con oro las salmodias de acero de diez y veinte sermones, se bañan primero en cobre y luego en zinc, un metal muy abundante y barato. Después, calentándolas en seco, el cobre y el zinc se amalgaman dando latón, de color dorado. Las monedas mantienen su color pero no usamos oro, mucho más caro que el cobre y el zinc.
- Una idea muy buena – dijo Drill, acariciando la moneda grande.
- Pero no sólo harán monedas.... – insinuó la dama.
- No. Hemos desarrollado nuevos métodos para trabajar el hierro, el acero y el bronce – contestó el anciano vendedor. – Ahora mismo estoy viajando para presentarlos, para convencer a la mayoría de los herreros del continente de que los adopten. Implica una inversión por su parte, pues hay que cambiar diversas partes de la herrería y la fragua, pero los beneficios se consiguen a corto plazo.
- ¿Y usted? ¿A qué se dedica? – dijo Jysabel, interesada, mirando a Drill.
- Soy mercenario de Dsuepu. Estoy empezando una nueva misión.
- ¡Vaya! ¡Un mercenario! – dijo la joven, ilusionada e impresionada. – Nunca había conocido a un mercenario....
- ¿De verdad? – preguntó el anciano, sorprendido.
- Sí. Nunca he coincidido con ninguno – dijo la mujer, con un tono de voz que hacía parecer a los mercenarios personas curiosas e insólitas.
- Bueno, pues no somos artículos de lujo, señora.... – bromeó Drill. – Estamos repartidos por todo el continente.
- Y no podrá contarnos nada de su misión, supongo.... – opinó Bestern.
- Me temo que no mucho. Simplemente tengo que proteger un objeto de mi cliente, y por ahora estoy investigando sobre el lugar más adecuado para dejarlo escondido.
- Supongo que las grandes cajas de seguridad de Arrash no son suficientes, ¿no? – bromeó el anciano.
- Me temo que no – contestó Drill, con la mueca torcida que él llamaba sonrisa.
El viaje continuó de forma apacible y entretenida, manteniendo los tres una conversación animada. Eran personas interesantes para sus interlocutores, así que no se les acabaron los temas de conversación. El anciano les contó todos los trabajos que había tenido a lo largo de su larga vida (caballerizo, carpintero de ataúdes, vendedor de caballos, de carromatos, de simientes para huerto, de vestidos de novia, de telas y encajes....). La joven les habló de varios niños a los que había cuidado, siempre de la alta sociedad, y tenía multitud de historias con ellos y de chismes sobre los nobles y famosos. Drill los deleitó con historias de sus trabajos pasados, de los que ejecutó en solitario o acompañado por mí y por Kéndar-Lashär. Fue él el que informó a sus compañeros de viaje de que el gran héroe mercenario había muerto trágicamente.
Tres días después llegaron a Nafunovat, donde la dama y Drill se apeaban. El viejo representante continuaba hacia Yutem, así que los tres se despidieron con amabilidad.
- Buena suerte en su nuevo trabajo, señorita – se despidió el anciano desde la ventanilla de la nueva diligencia. – Y usted, señor Drill, buena suerte en su misión. Que sea exitosa.
- Eso espero con ganas – contestó el mercenario.
- Tengan, un regalo de la casa – dijo Bestern, sacando dos homilías por la ventana, entregándole una a cada uno. – Son de las nuevas. Guárdenlas o gástenlas, como quieran, pero háganme publicidad. ¿Les importa?
- Ni mucho menos.
- Ofrezco gratitud y deseo prosperidad.
- Ofrecemos y deseamos igual, wen a eso – contestó Drill, sonriendo con su mueca extraña. Jysabel sonreía a su lado, dulcemente.
Los dos se alejaron de la diligencia, andando hacia la fuente de la plaza cercana.
- Aquí nos separamos. Le ofrezco gratitud y le deseo prosperidad, señor mercenario – dijo Jysabel.
- Igual a usted, señorita. Adiós.
La institutriz se alejó, con paso comedido y elegante.
Drill la miró irse, divertido: nadie sabe los extraños compañeros de viaje que va a encontrar en la vida.
El paréntesis había pasado. Ya eran primeros de abril y Drill tenía que volver a plantearse sus problemas: cómo conseguir la espada de Rinúir-Deth.
Mientras pensaba que aquella misión era imposible y que al final tendría que acabar tirando la caja a un pozo (como había pensado desde el principio) compró un pasaje en la diligencia que iba hasta Badir, en el vecino reino de Gaerluin. La diligencia no salía hasta dos días después de su llegada a Nafunovat, así que Drill tuvo que hacer dos noches en la ciudad.
Había mercado en la ciudad, un gran mercado en el que se daban cita la mayor parte de los hortelanos y ganaderos de la zona. Había incluso gente que había venido de más allá del Bosque Espeso. Drill aprovechó las dos mañanas que pasó en Nafunovat para pasearse por el gran mercado, que ocupaba varias calles periféricas y un gran descampado cubierto de hierba que había a las afueras de Nafunovat, al sudeste.
Drill aprovechó para comprar fruta fresca, que degustó con placer mientras estuvo en la ciudad. Con previsión compró también cecina de vaca y un queso seco y fuerte: los dos fueron a parar a su mochila, entre la ropa de repuesto que llevaba guardada allí, junto a su espada y su hacha.
Drill llevaba todo el viaje desarmado (a excepción de un machete que llevaba siempre en la cintura del pantalón, en la espalda), pero no se sentía incómodo. Yo me hubiese vuelto loca, sin llevar mi espada colgada en la cadera izquierda, pero Drill no la necesitaba. Ésa era una de las características de mi viejo yumón que le habían hecho el mejor cuando era joven: se sentía tranquilo sin su arma, no la necesitaba para ejecutar su misión. Drill era un mercenario que trabajaba con su mente y su inteligencia, más que con sus músculos. Pero lo bueno era que no tenía miedo ni problema cuando había que usar la espada.
Visitó los monumentos típicos de Nafunovat (la Plaza de los Conquistadores, la fuente de Dimac III, el Paseo de la Lluvia, el barrio Kulthus....) hasta el miércoles, cuando la diligencia que debía coger llegó a la ciudad desde Dsuepu.
El coche iba lleno y Drill prefirió no entablar conversación con el resto de pasajeros. Había mucha gente, que hablaba animadamente entre todos: habían compartido la diligencia desde hacía muchos kilómetros, así que había ya cierta complicidad entre ellos. Drill decidió que no quería conocer más gente, que no quería meterse en más conversaciones triviales: bastante lío tenía ya en la cabeza como para aliñarlo con frivolidades de desconocidos....
Al amanecer del siete de abril llegaron a Badir, la capital de Gaerluin. A diferencia de Velsoka, la capital de Rocconalia, Badir era una villa ostentosa y rica. Las calles estaban adoquinadas, todas tenían aceras a los lados para el tránsito de peatones, había multitud de palacios y mansiones, las casas eran de buena factura y construcción....
Estaba claro que Gaerluin era un reino próspero.
Gaerluin era uno de los reinos pequeños de Ilhabwer, pero era el tercero más rico, después de Barenibomur y Escaste, que eran parecidos. Su riqueza provenía casi exclusivamente de los minerales que extraían de la parte sur de la cordillera de las Colinas Grises y de los placeres de perlas que “cultivaban” en sus costas. Por supuesto, las ostras de Gaerluin eran muy apreciadas y demandadas en todo el continente de los Nueve Reinos.
Usó todo un día para viajar hasta Cokuhe, la otra gran ciudad de Gaerluin, al pie de las Colinas Grises. Viajó en un gran carro comunitario, tirado por media docena de corceles blancos. El viaje fue cómodo y no se hizo muy largo, a pesar de la lluvia, aunque era de noche cuando llegaron a la ciudad minera. Drill buscó una pensión cómoda y barata y durmió como un tronco.
Era mediodía cuando se dirigió por el camino del este hacia las montañas, saliendo de la ciudad. Había mucha gente que recorría aquel camino, a caballo, en carro o a pie como Drill. Muchos se desviaron del camino, abandonando la ruta usando los senderos que conectaban con la media docena de pueblos que había por la zona. Sin embargo, aunque mucha gente estaba utilizando el camino real para volver a su pueblo desde la capital, un gran grupo llevaba el mismo destino que Drill: el Mausoleo de los Reyes.
El Mausoleo de los Reyes estaba a unos treinta kilómetros de Cokuhe, entre las laderas de las Colinas Grises. Era un amplio monumento, con forma de pirámide truncada, con varios pisos como escalones gigantes. Como Drill pudo comprobar por el gran número de personas que había en el camino, era un monumento muy visitado.
Estaba en un pequeño valle entre montañas. El camino del este de Cokuhe desembocaba en él, y desde el mausoleo salían otros dos caminos, uno hacia el norte y otro hacia el sur, que conectaban con sendos pueblos, donde los turistas podían hacer noche en alguna de las múltiples posadas y comer a buen precio.
La entrada del mausoleo estaba abierta, y custodiada por dos caballeros de la Orden de Alastair, fuertemente armados. Sin embargo la entrada era libre: Drill vio a muchos turistas entrar sin problemas, con soltura. El mercenario no se inmutó y entró también en la pirámide.
Era un edificio inmenso, de unos treinta y cinco metros de altura, con cinco plantas distintas. Por dentro era un laberinto, lleno de pasillos y corredores iluminados por antorchas en las paredes. Dentro también había caballeros de la Orden, encargados de mantener la disciplina en la pirámide. Había escaleras para poder ir de un piso a otro y que los turistas pudiesen visitar la tumba que buscaban.
Drill pensó en preguntar a uno de los caballeros por la tumba de Rinúir-Deth, pero se abstuvo. Siguió a una familia (papá, mamá, hijo mayor, hija mediana e hijo pequeño) con tranquilidad, adivinando por sus entusiastas comentarios que buscaban la misma tumba que él.
Los seis llegaron hasta la tumba del gran héroe de guerra, situada en el segundo piso, hacia el sur. Estaba rodeada de gente. Era la primera tumba a la derecha en un amplio y largo corredor. La puerta era de mármol blanco y estaba tallada con molduras y enredaderas. Una placa a su izquierda nombraba al “inquilino” y explicaba brevemente su historia.
La puerta estaba cerrada.
Mientras la gente de alrededor de la puerta leía el cartel y comentaba lo que sabía sobre Rinúir-Deth, Drill observó la cerradura con detenimiento y ojo experto. Era un agujero con forma de cruz. Los brazos laterales de la cruz eran rectos (sólo Sherpú sabía cómo eran los dientes de aquellos brazos) pero los otros dos tenían formas extrañas: el brazo superior tenía una forma sinuosa, casi como una “S” (con una curvatura extraña) y el brazo inferior tenía ángulos rectos y agudos muy pronunciados. Drill inclinó la cabeza hacia un lado, imaginando la llave que abría aquella cerradura. Ahora comprendía perfectamente por qué era imposible de copiar.
Posó la mano distraídamente en la puerta de mármol, tentándola. Por supuesto era resistente y Drill no imaginó cómo podría forzarla. La única manera de entrar en la tumba era abriendo la puerta, con una llave imposible de copiar y de conseguir. Resoplando se fue de allí con la cabeza baja.
En la entrada (por la que seguía entrando gente, a pesar de que ya era media tarde y seguía cayendo una lluvia fina) se detuvo frente a uno de los guardias que la custodiaban.
- Buenas tardes – saludó. El caballero se cuadró, colocando su puño derecho (con el pulgar abrazado por los otros dedos) en el peto de su armadura, golpeando con fuerza.
- Buenas tardes, señor – contestó con voz enérgica.
- Caballero, ¿hay alguna forma de visitar las tumbas? – preguntó el mercenario.
- Me temo que no, señor. A menos que seáis familiar de alguno de los enterrados, señor – contestó el caballero, amable.
- No, no lo soy.... – contestó Drill, pensando que aquella podría ser la solución, esperanzado. Luego cayó en la cuenta de que Rinúir-Deth había muerto soltero y sin hijos, y si había tenido algún hermano o hermana ahora vivían en el anonimato. Otra opción que se le escapaba. –
¿No hay ninguna otra manera?
- Lo siento, señor, pero no la hay – volvió a contestar solícito el caballero. Sin embargo, Drill notó que el tono había cambiado ligeramente, más interesado. El otro caballero movió sus ojos, anteriormente fijos al frente, para lanzarle una mirada valorativa.
Empezaba a llamar la atención de los guardias y eso no era bueno. Se tocó la sien con dos dedos estirados y sonrió (con la mueca extraña), despidiéndose.
- Bueno, me conformaré con ver las puertas de las tumbas. Gratitud y prosperidad.
- Lo mismo a usted, wen a eso – contestó el guardia. Drill se alejó de la pirámide con tranquilidad, consiguiendo que los guardias se olvidaran pronto de él.
Drill volvió por el camino del este (pero en sentido oeste) para salir de la cordillera. Meneó la cabeza, poniéndose un gorro gris de lana, para protegerse de la lluvia, suspirando desalentado.
¿Es que nada iba a ser fácil en aquella estúpida misión?

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