jueves, 16 de agosto de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 22


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(Granito)

Lucas comprobó que Sofía estaba mejor (había dormido de un tirón toda la noche, cosa que no ocurría desde hacía un par de semanas) y que el tratamiento estaba funcionando. Lucas no sabía si su teoría era correcta o no (si la enfermedad estaba evitando que las posesiones se completaran) pero Sofía no mostraba, por el momento, signos de posesión.
Estaban a tiempo.
Se despidió de Sofía, asegurándole que volvería en un par de días, para confirmar que estaba curada del todo, y de Sandra, dejándola de nuevo de guardia (la hermana mayor todavía tenía en su poder la pequeña roseta celta de plata). Después pasó a ver a los patriarcas y se despidió de ellos, temporalmente: su coartada era que iba a investigar ciertos aspectos del caso a Cáceres. Lucas dedujo que ningún Carvajal Sande le había creído, que pensaron que aprovechaba que todo empezaba a mejorar para irse de turismo a Cáceres, pero ninguno menos que don Felipe y doña María Rosa. A Lucas le daba igual lo que pensaran: no le caían nada bien y él estaba haciendo su trabajo. Iba a conseguir ayudar a la pequeña Sofía, y eso era lo importante.
Durante aquella corta visita se libró de ver a Felipe Ernesto y a su mujer, pero coincidió con Carmen Adelaida, que se alargó demasiado en su charla. Sin embargo, gracias a eso, Lucas se enteró de que Luis Antonio iba a la mansión aquella noche y que incluso la tía María Resurrección Sande Carpio iba a ir también. Del artista de la familia no se sabía nada.
Como Lucas no pensaba estar aquella noche en la mansión Carvajal-Sande no le dio importancia a aquella reunión. Se libraría de aquella cena, de ser el centro de atención otra vez y de tanta charla insulsa y aburrida. Quería acabar cuanto antes con aquello, por el bien de Sofía y por el suyo propio: le ponían enfermo aquellos aristócratas de pacotilla.
Atticus y él viajaron a Cáceres, a bordo del Twingo. El viaje fue corto y tranquilo, gracias a las buenas carreteras de Extremadura. Llegaron a la ciudad, buscaron aparcamiento en la periferia, gracias a la conexión de internet del móvil de Lucas buscaron y encontraron un hotel agradable y después echaron a andar hacia el centro histórico y monumental de la ciudad.
Llegaron a la Plaza Mayor, larga y despejada. Desde ella subieron por la escalera que había la lado de la Ermita de la Paz, la escalera que daba al arco de la Estrella. Aquel arco era muy curioso, era una entrada de la muralla construida un poco torcida, en “esviaje”, supuestamente para que los carros pudieran entrar fácilmente a la ciudad, para poder girar mejor hacia la izquierda. Lucas y Atticus observaron con curiosidad aquel detalle arquitectónico.
Caminaron sin prisas hacia la concatedral de Santa María, en la plaza del mismo nombre y desde allí se orientaron para llegar al palacio de los Carvajal.
- Este palacio pertenecía a la familia – explicó Lucas, cuando llegaron ante él. Era un palacio fortaleza, como la mayoría de los que había en Cáceres. Era conocido por su torre circular (quizá la única de la ciudad) y por su balcón en esquina, que daba a la calle, casi sobre la puerta de entrada. Pudieron acceder al interior porque el palacio ya no era privado: pertenecía a la Diputación Provincial de Cáceres, que había instalado en su interior la sede del Patronato de Turismo, Artesanía y Cultura Tradicional. En el recibidor de la entrada había instalada una maqueta de la ciudad, con mucho detalle y muy bien realizada. También pudieron leer, en una placa en la fachada y en un panel de información dentro del palacio ciertos detalles del palacio y de la familia. Allí estaba relatada la leyenda de Pedro y Diego Alonso de Carvajal, los hermanos que emplazaron a Fernando IV de Castilla ante el demonio, la leyenda que el maestro Pizarro le había contado a Lucas.
Accedieron al patio interior y después a unos jardines, en los que había una higuera centenaria, de tronco retorcido y nudoso.
- ¿Qué piensas? – le preguntó Atticus, cuando Lucas se quedó pensativo delante de la higuera.
- Que aquí no hay nada que nos indique si los Carvajal están malditos o no – comentó Lucas. – El palacio está limpio de signos demoníacos o infernales. Lo que sabemos de su historia bien pueden ser leyendas, así que no hay nada de la familia relacionado con demonios.
Para asegurarse, antes de salir del palacio, visitaron la estrecha y pequeña capilla, en el interior de la torre circular. Todos los muros estaban decorados con frescos, muy abarrotados, y Lucas dedicó un buen rato a buscar algún símbolo demoníaco, que explicara la obsesión de un demonio con la joven Sofía, por ser Carvajal, pero no halló nada. Lo más destacable era el escudo de la familia, con la banda ya pintada de negro, a resultas de la muerte injusta de los dos hermanos Carvajal, Pedro y Diego Alonso, en el siglo XV.
Salieron de allí, admirados por la riqueza histórica del lugar, pero decepcionados por no haber encontrado nada que explicara la situación de la pobre Sofía. Buscando otra posible teoría, callejearon por la cuesta de Aldana hasta llegar a la mansión de los Sande, o casa del Águila, llamada así por el escudo de la familia, un águila volante con una rama en el pico y el cordón de San Francisco en la bordura. Allí tampoco hallaron nada y no pudieron entrar en la mansión porque no era visitable. Sí pudieron admirar la torre al otro lado de la calle, cuadrada, cubierta de hiedra. Aquella casa también había sido de la familia Sande (así seguía conociéndose aquella torre cubierta de hiedra) pero la propiedad ahora era una sala de fiestas y restaurante para bodas y otras celebraciones. Estaba claro que las familias, otrora ricas y poderosas, sólo mantenían el nombre de antaño. Poca cosa más.
El día avanzaba, así que salieron de nuevo a la Plaza Mayor, para buscar un restaurante donde comer. Todo el costado porticado de la plaza estaba lleno de restaurantes, así que no tuvieron problema. La curiosidad de todos aquellos soportales era que no eran uniformes, sino que cada portal era de una forma y por tanto sus arcos y columnas también.
- ¿Qué esperabas encontrar? – le preguntó Atticus, mientras se afanaba con su tabla de quesos extremeños.
- Una confirmación de las leyendas que había oído sobre los Carvajal – comentó Lucas, jugueteando con el tenedor con su parrillada de verduras, sin comer. – Eso lo he hecho. Pero quería ver el palacio, las antiguas posesiones de la familia, para ver si veía algún rastro demoníaco. Alguna pista de que las invocaciones al demonio se habían hecho aquí.
- ¿Por qué creías que se habían hecho aquí?
- No lo sé, era sólo un tiro a ciegas – Lucas se encogió de hombros. – Pero cuando Sofía sufrió el segundo ataque o el segundo intento de posesión, el que yo vi, todos los Carvajal Sande estaban presentes. Incluidos los criados. Nadie de aquellos pudo haber invocado al demonio para que poseyera a Sofía.
- ¿Y si es alguien externo?
- Por eso quería conocer todo lo que pudiera de la familia, aunque fuese en su origen más antiguo – apuntó Lucas. –Ver quién podría querer hacerle algo así a la familia, o a Sofía en particular.
Atticus se quedó pensativo un instante. Sus ojos bulbosos y amarillos brillaron durante un instante.
- Pero, ¿y si nadie invocó al demonio? ¿Y si un demonio, por propia voluntad quiso poseer a Sofía? Como los demonios de Anäziak, supongo que los conoces....
- Sí, he estudiado su universo y sus leyendas – contestó Lucas. – Pero una cosa así sólo la puede hacer uno de los grandes demonios. Y un gran demonio no se vería frenado por el gorgodion semnpta.
Atticus se llevó a la extraña boca dos pedazos de queso y los paladeó con su larga lengua, como la de una mosca. Lucas notó una sacudida en la despejada y escamosa frente del Guinedeo: imaginó que aquello, visto en su “disfraz”, sería un fruncimiento de las cejas.
- Explícame toda tu teoría otra vez, por favor.
- Alguien quiere poseer a Sofía, creo que a ella sola, porque ningún otro Carvajal Sande ha sufrido esos ataques. La niña era amiga del bosque, cuando era más pequeña, así que algún agente del bosque, no sé de qué manera, anticipó la posesión, por eso lanzó el gorgodion para proteger a la chica: una posesión y el hechizo bosquífero competirían y la posesión no se llevaría a cabo. Sofía estaría enferma, pero al menos protegida de la posesión.
- Vale – aceptó Atticus. – ¿Quién querría mandar a un demonio al interior de la niña? ¿Qué beneficio sacaría de ello?
- No lo sé – reconoció Lucas. – Quizá es una venganza. Alguien quiere hacer daño a Felipe Carvajal o a María Rosa Sande. Yo creo que más a esta última, porque el padre apenas hace caso a la niña. En realidad le he visto hacer poco caso a casi todo.
- Pueden ir contra los padres, es verdad – aceptó Atticus. – Si la madre sufre como me has contado, eso repercutirá en el padre también.
- Puede ser – dijo Lucas, por decir algo: tenía un bajo concepto del patriarca y no estaba muy seguro de que la enfermedad de su hija le hubiese afectado. Estaba convencido de que había sido doña María Rosa Sande quien le había persuadido (quizá obligado) a llamarle y ponerle al frente de la investigación.
- ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó Atticus.
- Visitar la ciudad. Buscar algún rastro que nos ayude a dilucidar esto – dijo Lucas, suspirando. – Ir a ver los sitios que nos han recomendado. Y si no encontramos nada, volvemos a la mansión Carvajal-Sande. Buscaré pistas allí otra vez, aunque no sé qué puede habérseme escapado.
Terminaron la comida, pagaron la cuenta y después volvieron al interior de las murallas, por la puerta de la Estrella. Dieron una vuelta por la ciudad, visitando algunos lugares turísticos, como la concatedral, la iglesia de San Mateo, la casa de las Veletas o el barrio de San Antonio, antigua judería de la ciudad.
Había algunos rastros ectoplásmicos en algunos sitios, pero aquello era habitual en todas partes. Probablemente en Cáceres vivirían una docena de psíquicos (mentalistas, telépatas, videntes....) y una treintena de corpóreos, escondidos a simple vista pero sin intenciones malignas. Era normal que Lucas viese algún rastro de todos ellos, pero no encontró ninguna marca demoníaca en las antiguas posesiones de los Carvajal o de los Sande.
Deambulaban por la iglesia de San Francisco Javier y la impresionante escalinata de San Jorge (donde había una hornacina con una imagen de bronce del santo, con el dragón moribundo a los pies de su caballo) cuando Atticus se volvió hacia Lucas.
- ¿Vamos a la iglesia de Santiago? – le propuso, recordando la recomendación de Francisco Pizarro.
- Vamos – aceptó Lucas, que estaba muy desilusionado. En aquellos momentos no comprendía cómo le había parecido buena idea ir hasta allí, para buscar pistas en Cáceres. Después del fracaso, le parecía una idea horrible.
La iglesia de Santiago estaba extramuros, así que salieron por la puerta de Coria (de la que en realidad no quedaba rastro de ningún arco ni de ninguna puerta) y se acercaron a la iglesia. Era pequeña y sencilla, aunque en su interior comprendieron la apuesta que les había hecho el maestro: el escudo de los Carvajales, cruzado por la banda, estaba por todas partes, tallado en los bancos, grabado en las columnas, representado en el retablo (custodiado por querubines), forjado en el soporte del atril del altar, en las cúpulas y bóvedas.... Había tantísimos que Atticus y Lucas “jugaron” un rato a buscarlos todos.
Cuando se cansaron de contar (y vieron que sería imposible recogerlos todos, siempre habría alguno que se les escaparía) salieron de la iglesia y volvieron al interior de la muralla. Le debían una cena al maestro (aunque Lucas no se imaginaba cómo se comportaría aquel tipo tan extraño en un lugar tan social como un restaurante).
Caminaron por el interior de la ciudad amurallada hasta la plaza de Santa María de nuevo y desde allí se acercaron de nuevo a la plaza de San Jorge, donde se alzaba la iglesia de San Francisco Javier. Desde luego era impresionante, con la escalinata delante y toda la fachada encalada. Dos torres cuadradas entejadas custodiaban la entrada. Ya habían visitado la iglesia antes, así que aquella segunda vez se quedaron en el bar que Gerardo Moríñigo Cobo les había indicado. La plaza tenía espacio para poner una terraza, pero en pleno invierno no había ni rastro de mesas, sillas o sombrillas, así que entraron en el local y se acodaron en la barra.
- ¿Cenamos por aquí o volvemos al hotel? – preguntó Atticus. Se había hecho de noche y el día había avanzado rápidamente. – Eh, Lucas.
Pero el detective no le estaba prestando atención. Miraba atentamente al exterior, a la plaza de San Jorge. Había algo allí fuera que llamaba su atención.
- ¿Qué pasa?
- ¿Ves a aquel tipejo que está ahí fuera, apoyado en la fachada de enfrente? – indicó, sin mirar ni señalar. Atticus se giró con disimulo y lanzó un vistazo rápido, asintiendo al volverse de nuevo hacia la barra. – Creo que nos está vigilando.
- Me suena....
- A lo mejor lo has visto en la iglesia de Santiago – dijo Lucas. – Estaba allí. Nos habrá seguido.
- ¿Por qué?
- Voy a preguntarle – dijo Lucas, seguro de sí mismo, saliendo del bar. Su instinto le había alertado contra aquel tipo, que por otro lado era mediocre y ordinario. No sabía qué tendría que ver aquel tipejo con ellos, o si estaba relacionado con el caso que se traían entre manos, pero estaba tan cansado y decepcionado consigo mismo que necesitaba sentirse bien, aunque fuese por un momento. Quizá ahuyentar a aquel alfeñique le serviría. – ¡Eh! ¡Tú! ¡¿Qué quieres?!
El hombre apoyado en la fachada de enfrente, encogido y arropado con una cazadora ligera, abrió los ojos, haciéndose el sorprendido, pero sin estarlo realmente: Lucas pudo ver la diferencia. No sabía qué era, pero todo su instinto le advertía sobre ese individuo. ¿O era su “anomalía”?
- ¿Yo? – preguntó, señalándose con las manos todavía dentro de los bolsillos de la cazadora.
- Deja de disimular – Lucas hablaba con tono de matón. – Te he visto en la iglesia de Santiago y ahora te tengo ahí fuera, vigilándome a mí y a mi amigo. ¿Qué quieres?
El tipejo mantuvo su cara de confusión, casi cara de estúpido.
- No sé, no quiero nada. No sé quién eres.
- Pues entonces lárgate, te lo advierto. Es mejor para ti – amenazó Lucas, sintiéndose incómodo de repente. Quizá se estaba pasando, se estaba equivocando. Al fin y al cabo estaba confiando en una corazonada.
- Sólo estoy aquí, en la calle....
- ¿Y por qué justo en esta calle, delante del bar en el que estoy yo, después de habernos seguido desde fuera de la muralla?
Entonces el tipejo sonrió, confiado. Se separó de la pared y sacó las manos de los bolsillos: al menos estaban vacías, pensó Lucas. Sabía que no se había equivocado con aquel extraño, y eso le reconfortaba. La parte de estar enfrentándose con un desconocido que se permitía sonreír ya no le gustaba tanto....
- ¿Qué te hace tanta gracia?
- Que quien nos dijo dónde encontraros no se equivocó – contestó, soberbio. – Y lo de separarnos ha funcionado.
Con las cejas señaló tras Lucas y éste miró por encima del hombro, sin girarse, vigilando todavía al tipejo de la calle. Saliendo del bar, empujado y sujetado por otro tipejo más grande que el primero, venía Atticus.
- Me ha pillado desprevenido – dijo Atticus, con su voz ligera y bromista, encogiéndose de hombros. Aquel gesto lo hacía igual, con camuflaje y sin él.
- ¿Qué queréis?
- Nos han mandado venir a por vosotros – dijo el tipejo pequeño de la calle. – Y que nos encarguemos de que no salgáis nunca de Cáceres.
Lucas miró a los dos, alternativamente, sorprendido. Aquellos eran dos matones enviados para darles matarile a Atticus y a él. Estaba acostumbrado a que aquello ocurriera con entes, pero no con tipos reales.
Aquello era nuevo.
Pero entonces Lucas se fijó en algo que llevaba en un dedo, un anillo dorado con una piedra engastada, que destacaba entre los finos dedos. Despacio, se giró para ver al matón grande y comprobó que llevaba una joya parecida, esta vez una pulsera, también de oro y con una piedra engastada. Aquel tipo de amuletos los había estudiado hacía años, con un maestro de Italia, aunque nunca había visto ninguno. Por suerte, sabía lo que eran.
- Quitaos eso – ordenó, aunque estaba en desventaja. Confiaba en la autoconfianza de los matones.
- ¿Qué?
- Que tú te quites el anillo y tu compadre la pulsera – ordenó de nuevo, claramente. – Vamos a vernos todos tal cual somos.
El tipejo pequeño sonrió, todavía soberbio, aunque le habían descubierto. Confiando en su superioridad (como había supuesto Lucas) se quitó el anillo. El matón grande que sujetaba a Atticus hizo lo mismo con su pulsera.
Inmediatamente los dos tipos cambiaron. No se sacudieron o vibraron, como les ocurría a los poseídos: simplemente se transformaron, deslizándose de una forma a otra. Lucas sonrió, no divertido, pero cómodo: aquello ya le sonaba más. Los dos tipos no eran tales: eran una pareja de demonios. Su piel se volvió dura, casi como rocosa, y sus manos mostraban garras, en lugar de uñas. Habían perdido el pelo y lucían cabezas calvas, brillantes, con pequeños cuernos en la frente. De sus bocas, con picos parecidos a los de las tortugas, asomaban colmillos irregulares y descolocados. El pequeño que estaba en la fachada de enfrente estaba lejos, pero el grandote que sujetaba a Atticus (no lo había soltado ni durante la transformación) estaba más cerca: pudo ver cómo sus ojos se volvían rojos y dorados.
Aquellos dos tipos eran demonios camuflados por amuletos herêqs, pero ni siquiera así se habían librado de las sospechas de Lucas.
- Genial – murmuró, controlando a uno y a otro, uno delante y otro detrás de él, sintiéndose como en el duelo final de “El bueno, el feo y el malo”. Estaba asustado y nervioso, pero no podía evitar sentirse un poco reconfortado, reafirmado.
Habían ido allí siguiendo su instinto para buscar signos y restos demoníacos, ¿verdad? Bueno, pues había acertado y allí estaban.
De los más claros y peligrosos que podían haber encontrado.

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