lunes, 13 de marzo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 2

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(Arenisca)



- ¿Quién es? – sonó una voz asustada y anciana al otro lado de la puerta.
- Soy Lucas Barrios, señora. Detective paranormal – dijo Lucas desde su lado de la puerta. – Sus hijos me han llamado para que me encargue de su problema....
- ¡¡Ay, madre!! ¡¡Un sorcista de esos en mi casa!! – dijo la anciana desde dentro del apartamento.
- No, señora, no soy un exorcista.... – repuso Lucas. Después recapacitó y dijo para sí mismo – Al menos no siempre....
- ¡¿Cómo dice?!
- ¡Déjeme pasar, por favor! ¡Veré si puedo ayudarla!
Lucas Barrios esperó unos segundos, al lado de la puerta. Al final sonaron tres cerrojos antes de que se abriera, dejándole ver a una anciana de cabellos blancos, falda marrón, blusa blanca y cara de susto y de desorientación.
- ¿Así que le han llamado mis hijos? – preguntó, con un tono desamparado que a Lucas le hizo dudar durante un instante.
- En realidad su nuera, Carmen Higuera – explicó. La anciana arrugó la cara al oír el nombre. – Estaba preocupada por usted y mi número le llegó muy oportunamente....
- Ésa.... – dijo la anciana. Sin más.
- ¿Me puede decir su nombre, por favor? – dijo Lucas, con amabilidad.
- Soy Higinia López Conesa.
- Encantado, doña Higinia, yo soy Lucas Barrios, como ya le he dicho – agachó la cabeza, en un saludo caduco que sin embargo satisfizo a la anciana. – Su nuera me llamó y sus hijos se encargan de la factura, usted no se preocupe. Simplemente explíqueme cuál es el problema y dónde se localiza....
La anciana miró un instante más a Lucas, sin fiarse. Después pareció convencerse porque se puso a hablar mientras caminaba por el piso. Lucas Barrios la siguió.
- Verá, oigo un montón de ruidos cuando estoy en el salón viendo la tele, sobre todo por las noches – explicó la anciana, precediéndole por el pasillo. – No me dejan oír nada: son como quejidos o suspiros. Los tengo dentro del oído, ¿sabe? Me resuenan en la cabeza....
- Ya veo....
- ¿Ve? Me siento en el sillón, pongo la tele y no oigo nada, si empiezan los ruidos – dijo la señora Higinia López Conesa, señalando el sillón y la tele, que estaba en un pequeño soporte con ruedas, con una rejilla debajo en la que había media docena de revistas de patrones y punto de cruz. – Ya le digo, sobre todo por la noche....
- Ya. ¿Por el día no le pasa? – preguntó Lucas, acercándose a la tele y acuclillándose delante de ella, para verla bien de cerca.
- No, hijo, como no veo la tele en toda la mañana.... – dijo Higinia López Conesa, encogiéndose de hombros. Lucas se aguantó una carcajada.
- Bien. Y esos sonidos o ruidos, ¿dice que son como suspiros que tiene dentro del oído? – preguntó, volviéndose a la anciana. Se había fijado antes, en el pasillo, y ahora lo volvió a mirar: doña Higinia López llevaba audífono en los dos lados.
- Sí, me suenan por dentro.
- Ya veo.... – Lucas se pasó las yemas de los dedos por la barba de tres días que solía cubrirle las mejillas y la barbilla. Imaginaba que el TDT de la señora se acoplaba con los audífonos y los ruidos que éstos generaban no le dejaban ver la tele. Una situación que podía arreglarse fácilmente con un pequeño inhibidor de ondas enchufado al TDT: su amigo Héctor Mazos, de Valladolid, podía conseguirle uno.
Allí no había nada paranormal, pero los hijos de la señora pagaban y no le discutirían el precio si su anciana madre podía volver a ver la tele y dejaba de quejarse. No les interesaría el problema, mientras creyeran que era paranormal.
Por eso Lucas Barrios tenía dos tarifas: una para casos reales y otra para los incautos que confundían los problemas del hogar con fantasmas y ecos.
- Bueno, pues no creo que sea difícil de arreglar.... – le dijo Lucas Barrios a la anciana Higinia.
- ¿Es cosa de fantasmas? ¿De sorcismos? – preguntó la anciana, con los ojos abiertos llenos de susto.
- No lo creo.... Pero puede ser un eco ectoplasmático recurrente.... – dijo Lucas, sin sentido, aguantándose la risa. – Nada grave, no se preocupe....
- ¡Ay, Virgen santísima! Que no me preocupe, me dice. Con un ecoplasma en casa y dice que no me preocupe....
- Tranquila, en un día lo tendré solucionado – explicó Lucas, mordiéndose el labio para no estallar en carcajadas. – Tengo que pedir una pieza a un compañero de Valladolid y estará todo arreglado para mañana....
- ¿Y se acabarán los ruidos? – preguntó Higinia López Conesa.
- Así es.
- ¿Y dejarán de moverse las cosas?
Lucas Barrios dejó de sonreír de golpe y la miró con más atención.
- ¿Se mueven las cosas?
- ¡¡Uy, sí!! Se me caen los cuadros que están colgados encima del sofá, los ovillos de costura corren por el suelo, se me caen los vasos y platos que tengo a escurrir en la cocina.... ¡¡Un no parar!! ¿Eso también se solucionará con la pieza ésa que se va a cargar al ecoplasma?
Lucas no supo qué contestar. Una cosa era que una anciana con dos audífonos escuchara ruidos cuando tenía la tele puesta y otra que las cosas de la casa se movieran solas.
- ¿Y siempre se mueven las mismas cosas?
- Sí señor. Yo cuelgo los cuadros todos los días y todas las noches se me vuelven a caer. Y si dejo platos y vasos a secar al lado del fregadero, se me vuelcan todos: a veces acaban en el suelo. Y las zapatillas de felpa se me mueven de sitio, corriendo por el pasillo. ¡¡Y los ovillos rodando por el suelo, de aquí para allá!!
Lucas no contestó: se descolgó la mochila de la espalda y sacó un aparato alargado, como una linterna de las de tubo. Tenía dos luces grandes en un extremo y en el otro un visor redondo, de color rosa, con una escala con una flecha y una pantalla rectangular, ahora en negro. Lo encendió y lo pasó a su alrededor, por todo el salón. Las luces amarilla y verde se encendían alternativamente, como los intermitentes de un coche parado en el arcén de la autovía.
- ¿Ese chisme para qué es? – preguntó Higinia López, pero Lucas no la contestó. Estaba atento a la pantalla del pistón y a la flecha negra, que empezó a temblar, llegando hasta el quince.
Cuando pasó el pistón por delante y encima del sofá la flecha se movió hasta el doscientos, a mitad de la regla curvada y empezaron a aparecer letras y números en la pequeña pantalla de debajo, en rápida sucesión: aparecían desde la derecha y salían por la izquierda.
- No me jodas.... –murmuró, asombrado.
Allí no iba a tener que cobrar la tarifa reducida para incautos.
Sonaron unos chasquidos del interior del pistón y las luces del otro extremo se quedaron fijas. La flecha llegó al doscientos cincuenta cuando Lucas pasó por delante del balcón, cerrado.
Entonces todo se volvió una locura en el piso de la señora Higinia López Conesa.
Los cuadros de la pared que estaban encima del sofá se cayeron, por orden, aterrizando entre los cojines. Media docena de ovillos de lana y carretes de hilo para hacer punto de cruz saltaron de la cesta de labores y rodaron por el suelo, creando una telaraña muy colorida. Se escuchó ruido de cristalería golpeándose en la cocina y las cristaleras del balcón resonaron, como si alguien estuviese zarandeando toda la puerta.
- ¡¡Ay, Dios mío!! ¡¡Que ya vuelve a empezar!! ¡¡Y no es de noche!! – gritó doña Higinia. Lucas miraba a su alrededor, asombrado pero analizándolo todo.
Las zapatillas de felpa de la anciana salieron despedidas de una puerta entreabierta, que Lucas supuso que era el dormitorio de Higinia López Conesa. Volaban a unos centímetros del suelo, como si estuvieran colgadas de algún sitio, y acabaron cayendo en mitad del pasillo, cada una por su lado. Lucas tuvo una corazonada en aquel instante.
- Señora Higinia, ¿tiene usted perro o lo ha tenido?
- No – respondió la anciana, asustada, mientras las cosas seguían moviéndose en toda la casa. – Tuve un gato.
- ¿Ya no lo tiene?
- No, se me murió hace unos meses – Lucas, que agarraba a la anciana por los hombros, la hizo agacharse: una zapatilla salió despedida desde el pasillo y cruzó el salón, aterrizando entre los ovillos y carretes, que seguían desenrollándose y botando por el suelo.
- ¿Y dónde está enterrado?
- ¿Dónde va a estar enterrado? – repuso la anciana, con cierto toque de sorpresa. – En los tiestos del balcón, claro....
- ¿Ha enterrado su gato en los tiestos del balcón?
- ¡¡Pues claro!! Era mi gato, no lo iba a enterrar en el campo o dárselo a los del ayuntamiento, que lo quemarían.... – argumentó la anciana, con personal lógica.
- ¿Tiene coñac? ¿O brandy?
- Sí, tengo coñac y anís.... ¿Pero a usted le parece un buen momento para ponerse a beber? – le preguntó la anciana, con aire censor.
- Depende a quien le pregunte, este es el mejor momento para darse a la bebida – un ovillo de lana, casi desenrollado ya, le dio en plena cara cuando terminó la frase.
- ¿Se lo traigo? – preguntó la anciana.
- Tráigame las dos cosas, sí, por favor.... – Lucas soltó a la anciana y se dirigió al balcón. Las puertas seguían zarandeándose en los marcos, pero pudo abrirlas haciendo fuerza. Miró en las dos pequeñas y alargadas jardineras que la anciana Higinia tenía colgadas en la barandilla de hierro del pequeño balcón y “vio” dónde había enterrado a su gato. – El fantasma de un gato cabreado, no me jodas....
Murmurando para sí mismo metió las manos en la tierra, desenraizando unas orquídeas y encontrando en el fondo los restos del gato, a medio pudrirse. Venció su asco (sabía que había visto cosas mucho peores que el cadáver de un gato, pero muchas no las había tocado) y controló las arcadas, dejando parte del cadáver al aire.
- ¡¡Joder, qué asco!!
Sacudió las manos, para limpiárselas de la tierra (y de los restos del gato muerto que pudiesen haberse quedado adheridos a ellas) y después rebuscó en la mochila, que estaba en el suelo a sus pies. Sacó un bote de plástico, lleno de sal, y la vertió sobre la tierra de la jardinera, en el hueco que había hecho con las manos.
- Aquí está el coñac y el anís.... – dijo la anciana, a su espalda.
- Muy bien, eche un buen chorro de cada en la jardinera....
- ¿En la jardinera? – se sorprendió la anciana.
- ¡¡Doña Higinia, por favor, hágame caso!! ¡¡Si no, no se acabarán los ruidos al ver la tele ni todo ese desbarajuste!! – señaló con una mano el salón, donde seguían volando cosas. Ahora que sabía a qué se debía todo aquello, Lucas era capaz de escuchar los bufidos del gato cabreado.
- Vale, vale, voy, voy.... – la anciana se hizo hueco en el pequeño balcón y echó un buen chorro sobre la tierra y los restos del gato que estaban visibles. Lucas no perdió el tiempo y encendió un fósforo del Teide que había sacado de su mochila, dejándolo caer sobre la tierra. Al estar empapada con las dos bebidas alcohólicas prendió con rapidez, ennegreciéndose y consumiendo el cadáver del gato de Higinia López Conesa.
Al instante las cosas de la casa dejaron de moverse, cayeron al suelo y allí se quedaron. Lucas escuchó maullar de dolor a un gato y vio pasar por su lado un jirón como de niebla o humo, con la forma de un felino, que se perdió entre los edificios de la ciudad, desapareciendo y desvaneciéndose.
- ¡Buff...!
- ¿Y ya está? ¿Ya se ha ido el ecoplasma ése que decía usted? – preguntó doña Higinia, entrando de nuevo en su casa y recogiendo los cuadros, los hilos y lanas y las zapatillas de felpa.
- Sí, esto ya está – respondió Lucas, viendo cómo se consumía la pequeña hoguera improvisada en la jardinera. Después se miró las manos y suspiró. – Doña Higinia, ¿dónde está el baño?

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