lunes, 20 de marzo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 5

- 5 -
(Arenisca)

Lucas Barrios entró en casa el jueves por la mañana con mucho sueño. Había pasado la noche en casa de Patricia, y no había sido una noche reposada, precisamente. Hacía varios días que no estaban juntos.
Cuando Patricia se despertó para ducharse y desayunar, para ir al trabajo (aunque era verano y había acabado el curso, la guardería del colegio seguía abierta), Lucas se despertó y se removió con pereza en la cama. Una de las cosas que admiraba de Patricia era su energía, su capacidad para haber dormido poco, haberse pasado media noche haciendo “ejercicio” y estar completamente despierta a las siete de la mañana, activa y con ganas de moverse. Él se hubiese quedado en la cama hasta después del mediodía.
Como en casa de Patricia no hacía nada de provecho (y su compañera de piso llegaría dentro de poco: era enfermera y trabajaba de noche) se vistió y se fue en metro hasta su casa, para dormir allí.
Dormitó en el metro durante el viaje y caminó por la calle hasta su apartamento con los ojos medio cerrados: tuvo suerte de que no lo atropellaran o de no golpearse contra alguna señal.
Una vez en su apartamento se quitó la ropa, dejándola caer en el pasillo, se libró de los playeros de dos patadas (uno acabó en el bidé del baño y otro encima de un baúl que tenía a los pies de la cama) y se dejó caer en calzoncillos encima de la cama deshecha.
A las diez de la mañana, cuando estaba metido de lleno en un sueño profundo, sin historias, sonó su teléfono móvil. Se despertó la segunda vez que sonó y no hizo amago de cogerlo, pero ya se quedó despierto encima de las sábanas revueltas, con la cara metida de lleno en la almohada. La segunda llamada cesó. Llamaron otras dos veces y se decidió a cogerlo, al fin, la quinta vez que llamaron: le habían desvelado.
- ¿Sí? – su voz sonó horrorosa, medio dormida y como el papel de lija al raspar un taco de madera.
- ¡¡Lucas, tío!! ¡¡Ya era hora!! – era una voz conocida, pero estaba medio dormido todavía y no reconoció al dueño. – ¿Dónde estás? ¿En Madrid? Tío, necesito que vengas y me ayudes, tengo un problema....
- Llama a la policía o a los bomberos, depende de cual sea tu problema.... – dijo, de malos modos, con la voz perdiendo fuerza a lo largo de la frase.
- ¡¡Es un problema de los que te encargas tú!! – replicó la voz al otro lado de la línea. – ¿Puedes venir hoy mismo?
Se lo pensó unos diez segundos antes de responder.
- ¿Pero quién eres?
- Que te den, tío, pensé que éramos amigos y me habías perdonado lo de la estación de autobuses.... – dijo su interlocutor. – Mira el registro de llamadas y si quieres ven a casa: esta vez te pagaré....
Y colgó.
Lucas Barrios se quedó un par de minutos inmóvil, pero después reaccionó, soltando el móvil en la mesilla y dejándose caer de nuevo encima de la cama, rebotando: menos mal que el colchón era resistente. Tenía que serlo, para aguantar el trote que le daban Patricia y él....
Pero no se durmió. Seguía con la incógnita de quién le había llamado. Era alguien conocido (la voz le sonaba y por cómo le había hablado estaba claro que le conocía) pero su cerebro estaba lento aquella mañana.
Así que, venciendo su natural pereza, Lucas se levantó de la cama por segunda vez y cogió el móvil de la mesilla. En el registro de llamadas aparecía “Darío Desastres”.
¡Claro! Era aquel tipejo que trapicheaba con marihuana y con otras sustancias psicotrópicas. Tenía buena clientela entre los amigos de lo oculto, los aficionados a la ouija y a los rituales demoníacos y espiritistas. Lucas lo había conocido hacía un par de años, investigando una desaparición de una niña bien que se había juntado con quien no debía y había entrado en aquel mundo de colgados y pervertidos. Darío no estaba relacionado, pero fue de gran ayuda para encontrar a la chica.
Desde entonces le había conseguido una docena de casos a Lucas, pero le había metido en tantos o más problemas. El tipejo no paraba de meterse en líos y no dejaba de ver conspiraciones y eventos paranormales en todas partes. No siempre recurría a Lucas Barrios para solucionar los eventos que veía, sólo le reservaba los más “gordos”.
Pero no siempre eran casos para Lucas.
La última vez le convenció para que investigara a un ectoplasma que habitaba los servicios de hombres en la estación sur de autobuses. Lucas se hizo cargo del tema, un poco a regañadientes, descubriendo que había problemas en las cañerías y acabando cubierto de mierda y sin cobrar.
Lucas decidió pasar del tema, ignorando el tono de urgencia de la voz de Darío y se dedicó a organizar y lim-piar el apartamento.
Su apartamento era un cuchitril pequeño pero muy luminoso. Era barato y viejo, pero a Lucas le gustaba por la terraza que tenía.
Lucas tenía dinero de sobra para vivir en una casa más nueva, más elegante y más grande, pero prefería aquel apartamento. Estaba en el barrio de Lavapiés, el alquiler era bajo, no le costaba gran cosa mantenerlo (era pequeño y la limpieza y el orden le llevaban poco tiempo) y para el poco tiempo que pasaba en casa le bastaba y le sobraba con un apartamento pequeño. Una casa grande, por muy lujosa que fuera, le sobraría.
Lo poco que ganaba con sus casos le servía para vivir. No era alguien de muchos lujos, así que con poco dinero podía sobrevivir. Aquello de detective paranormal le obligaba a ser autónomo, pero como sus tarifas eran abultadas se mantenía bien, y si algún mes resultaba más flojo de casos recurría a lo que quedaba ahorrado de la herencia de su padre. Además, su madre siempre estaba dispuesta a ayudarle: el cine ahora estaba de capa caída, pero su madre seguía ganando suficiente dinero para ella. Además, todavía le quedaba un buen pellizco de la indemnización por lo de su padre.
Acabó de recoger el apartamento y de limpiar el polvo de una semana poco antes de la una de la tarde. Como tenía la nevera vacía (vacía del todo no: había un bote de kétchup a medias, unos limones con moho y un cuarto de queso endurecido como una piedra) bajó al supermercado a comprar comida, para llenarlo (y la despensa también).
Cuando colocó toda la comida (leche, cereales de desayuno, galletas, queso en lonchas, fruta y verdura frescas, filetes de carne y de pescado, algunos congelados, huevos, jamón serrano envasado, unos pocos yogures, garbanzos y lentejas, dos paquetes de arroz, harina, pan de molde....) se hizo un sándwich, pensando en cuánta de aquella comida tendría que tirar al cabo de una semana, si le llamaban de varios casos seguidos lejos de Madrid.
Así era su vida: algunas semanas eran tranquilas, con algún caso sencillo cerca (con las autovías consideraba cerca incluso Burgos o Valencia) y podía pasar todas las noches en casa con Patricia, pero había otras semanas locas, con casos complicados, largos y muy lejanos, como en Galicia, Cataluña o Andalucía. Hacía unos ocho meses se había tirado diez días en Melilla, ocupándose de unos demonios extraños que robaban la vista a la gente: menos mal que los que le contrataron para aquel caso eran gente importante y estuvo allí a gastos pagados....
Miró el móvil (tenía mensajes de su madre, de Patricia, de José Ramón, de Carla y Pancho y también unos ochenta de un grupo en el que le había metido Patricia, por el cumple “sorpresa” de Sofía) y no pudo evitar entrar en el menú del registro de llamadas.
- Bueno, al fin y al cabo no tengo nada que hacer en todo el día, hasta esta tarde.... – murmuró, para sí. Parecía que quería convencerse, cuando ya estaba convencido. Resopló, un poco inseguro, y marcó la rellamada.
- Así que ahora sí que quieres hablar conmigo, ¿no? – le respondió la voz siempre cabreada de Darío. Lucas puso los ojos en blanco antes de contestar.
- Eres tú el que necesita mi ayuda, no al revés.
- Pero yo soy el que va a pagarte, no lo olvides.... – dijo Darío, con retintín.
- Yo soy rico: no lo olvides....
Darío refunfuñó por lo bajo, desde el otro lado de la línea.
- ¿Vas a tragarte tu orgullo de una vez y a contarme que es lo que pasa o te cuelgo y te buscas otro detective? Creo que para temas paranormales no hay muchos en España....
- ¡¡Calla la boca, joder!! Me cago en todos tus muertos.... – Darío sabía que Lucas Barrios era el único, y eso le cabreaba. Tenía que aguantarle sus desplantes si quería obtener su ayuda. – Perdona. Te cuento: calla y escucha....
- Dale.
- Yo no lo he visto, me lo han contado unos colegas que tengo en el barrio de Ciudad Lineal....
- Pues empezamos bien....
- ¿Te quieres callar? Jodé, qué brasas.... – saltó Darío, haciendo que Lucas se riese desde su lado. – ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Mis colegas me han contado que hay un bloque de apartamentos que está vacío, no vive nadie desde hace años. Hay okupas de vez en cuando, pero no de continuo: debe ser una casa de paso, nadie vive allí.
- Y no vive nadie porque....
- Igual está maldita o hay fantasmas dentro o un vórtice de esos que conectan con no sé dónde, ¡yo qué sé....! El detective eres tú.
- ¿Y por qué debería ir a investigar esa casa? Si no vive nadie en ella, ¿a quién molestan los fantasmas o los ecos o lo que sea?
- Han desaparecido niños del barrio – Darío sonó pre
ocupado por primera vez en toda la conversación y Lucas Barrios prestó nueva atención. – El sobrinillo de uno de mis colegas es uno de los chavales. También ha habido gente que ha perdido perros que jugaban por la zona. Todos los desaparecidos vivían cerca de la casa abandonada o jugaban por allí.
Lucas guardó silencio, pensativo.
- Echa un ojo, sólo te pido eso. Van cincuenta pavos por la molestia y si encuentras algo y tienes que actuar, negociamos el precio.
- ¿De verdad vas a pagarme esta vez?
- Palabra, macho. No soy yo el que paga, es la gente del barrio. Yo sólo hago de enlace.
Lucas se lo pensó un poco más, pero en realidad ya había tomado una decisión.

* * * * * *

Poco más de una hora después Lucas Barrios aparcó su Twingo cerca del edificio que le había indicado Darío. Aparcó delante de un bloque de viviendas que evidentemente estaban ocupadas y salió del coche. Hacía mucho calor.
Caminó hasta el edificio abandonado. Podía verlo desde donde estaba porque había una manzana que era un solar, llena de inmundicias y desperdicios, con lo cual la línea de visión estaba despejada. También pudo ver, mientras se acercaba, que Darío lo esperaba con aspecto nervioso delante del edificio abandonado.
- ¿Te estás meando? – dijo a modo de saludo. Darío daba saltitos en el sitio, claramente incómodo.
- No me toques los huevos.... – repuso.
- Otras cosas tendría que hacerte en los huevos, después de lo de la última vez....
- Joder, perdona, ya te lo dije. No era una encerrona, creí que era verdad....
- ¿Y lo de hoy que es? – miró el edificio que se alzaba sobre ellos, aunque sería más acertado hablar de “esqueleto de edificio”.
- Es un caso de los tuyos, seguro. O casi – dijo Darío. Lucas lo miró alzando una ceja y el otro se agitó un poco, encogiéndose de hombros. – Los que me han dado el aviso son gente legal. Ya te he dicho lo del sobrinillo de mi colega....
- Ya.... Los cincuenta euros.
Darío suspiró al ver la mano tendida de Lucas, rebuscó en el bolsillo y le puso los cincuenta euros en ella. El detective se los guardó en su bolsillo, se acomodó la mochila en el hombro derecho y después entró en el edificio.
Aunque estaba a salvo de los rayos del Sol, dentro hacía calor. La puerta del portal estaba abierta, forzada desde no se sabía cuánto tiempo. El interior olía a moho seco y también a orines. Lucas miró en todas direcciones, pero no encontró restos de ectoplasmas ni de actividad paranormal.
Desde los quince años podía ver cosas. Monstruos escondidos, fantasmas, la verdadera identidad de un ente que estuviera camuflado.... y los restos ectoplásmicos era una de aquellas cosas que podía ver. No tan nítidamente como un escáner o un láser de iridio, pero al menos veía algún rastro o alguna marca.
Allí no las había.
Subió las escaleras: el calor y el olor a meados aumentaron. Mientras subía escalón a escalón se descolgó la mochila del hombro y sacó el pistón trifásico fotovoltaico de dentro. Lo encendió mientras se colgaba la mochila del hombro otra vez y seguía subiendo: el aparato emitió un zumbido y las luces verde y amarilla empezaron a iluminarse, alternativamente. Ninguna lectura, por ahora.
- Vamos, fantasmas bonitos. Saliiid.... Piiiitas, pitas, pitas, pitas.... – dijo, más para sí mismo que para cualquier manifestación paranormal. El lector del pistón seguía marcando cero.
Recorrió el rellano del primer piso y del segundo, sin encontrar nada. Caminó por el del tercer piso, esperando encontrar algo más que nada antes de tener que subir los doce pisos del edificio abandonado. A Lucas Barrios le gustaba el ejercicio, pero a dosis más llevaderas.
Al final del rellano había el vano de una ventana: los cristales estaban rotos por el suelo y los marcos de aluminio habían desaparecido. Sólo quedaba el hueco rectangular, abierto al cielo de Madrid. Se asomó, orientándose, sabiendo que lo haría a la fachada frontal del edificio. Miró hacia abajo, para llamar a Darío y preguntarle si se sabía de la presencia de algún ente en algún piso en concreto. Quizá así terminara antes.
Pero Darío no estaba.
- Genial. ¿Dónde se ha metido ese pendejo? – dijo en voz alta. Se descolgó la mochila y guardó el pistón. Esperó, acodado en el hueco: esperaba que Darío apareciera en algún momento. Quizá había ido a la vuelta de la esquina o había acabado subiendo detrás de él. Lo que Lucas lamentaba era que aquello no fuera a ninguna parte: si era así y Darío no aparecía él se largaría a su casa. Por lo menos habría ganado cincuenta euros.
Le servirían para invitar a Patricia y su amiga Myriam aquella tarde. Y con lo que sobraba se irían al cine el sábado, los dos solos. Había una nueva peli de Matt Damon que seguro que Patricia querría ver.
Entonces un coche apareció por la calle. Pasó por delante del Twingo de Lucas y siguió el mismo camino que había recorrido él andando hacía unos minutos. El vehículo (muy brillante y de color negro) se detuvo delante del edificio abandonado. Lucas lo miró con el entrecejo fruncido.
¿Había ido Darío a buscar aquel coche? ¿Pero Darío tenía coche? Creía que no, y mucho menos aquel tipo de coche, tan grande, brillante y bien cuidado....
Se abrieron las dos puertas delanteras del coche, como las alas de un pájaro, y de dentro salieron dos figuras con aspecto de hombre. No se los podía llamar humanos, porque en lugar de cabeza tenían una caja metálica cuadrada. En la parte frontal de la caja, donde debería estar el rostro, había un cristal redondo y grande como las luces de los semáforos: uno de los individuos lo llevaba verde y el otro rojo.
- Mierda – dijo Lucas, mordiendo la palabra. Le había asombrado la aparición de aquellos individuos, pero le habían puesto nervioso las dos metralletas que llevaban de la mano. Aquello cada vez olía más a una trampa. – Joder.
Sacó el pistón de la mochila y lo volvió a encender. Las luces amarilla y verde se iluminaron alternativamente con un ritmo muy acelerado y la flecha negra marcó un setenta y pico en la regla del lector superior. Estaba claro que allí pasaba algo paranormal, pero no precisamente lo que le había dicho Darío....
Metió el pistón otra vez en la mochila y se la colgó al hombro, corriendo a las escaleras, de vuelta al segundo piso. Quería haber bajado hasta el primero, pero los dos individuos con cajas en lugar de cabezas ya estaban subiendo las escaleras, así que se quedó en el segundo y se escondió dentro de uno de los apartamentos, que tenía la puerta abierta.
Dentro olía a heces, no precisamente secas, pero Lucas hizo un esfuerzo, mientras rebuscaba en su mochila, para ver qué llevaba dentro. Se maldecía mentalmente, porque había dejado las pistolas de aire comprimido en el coche.
- Me cago en mi calavera.... – se dijo, mirando por la rendija entreabierta que había dejado en la puerta. Por ella pudo ver la llegada de los dos seres al segundo piso. Dejó de buscar en la mochila, para no hacer ruido.
Los dos seres subieron las escaleras con movimientos muy fluidos, tranquilos, lentamente. Sus piernas y brazos se movían realmente como los de un ser humano normal. Las metralletas que llevaban en las manos eran cortas y compactas, de las que se recargaban por la parte de debajo de la empuñadura. Lo realmente extraño eran sus cabezas: eran dos cajas metálicas, con piezas redondeadas en las esquinas y escuadras metálicas en todas las aristas, sujetas con remaches. Las cajas eran brillantes, de un color plateado y los remaches eran de un color gris mate. Los cristales del frente parecían los objetivos de una cámara de cine, sólo que de mayor tamaño: uno emitía un brillo tenue de color rojo y el otro de color verde. Ambos “hombres” vestían con pantalones de lona fuerte y llevaban chaquetas del mismo material, con cremallera. Llevaban guantes de cuero y botas negras.
Lucas no había visto nunca una cosa así y no era necesario tener un “don” como el que él había adquirido a los quince años para ver que aquellos seres eran de otra dimensión.
Los dos movieron las cajas a los lados, con movimientos mucho menos naturales que los del resto del cuerpo: a Lucas le recordaron las cabezas de los ventiladores al moverse de un lado al otro. Las cajas rotaban sobre los hombros de una manera mecánica, que contrastaba mucho con el movimiento de las piernas y los brazos.
Se habían detenido en el descansillo del segundo piso y habían mirado en las dos direcciones en las que arrancaban los pasillos en los que se alineaban los antiguos apartamentos, pero no debieron advertir nada digno de mención, porque siguieron su camino hacia el tercer piso.
Lucas había encontrado por fin algo en su mochila que le podía ayudar: era un dispositivo que había diseñado hacía tiempo y que su amigo Héctor Mazos, de Valladolid, le había ayudado a construir. Se trataba de un disco de material plástico, del tamaño de las trampas de veneno para cucarachas que se vendían en cualquier supermercado. Tenía una parte superior encajada en una inferior, como las dos partes de una placa de Petri. Una vez se juntaban las partes el dispositivo se ponía en marcha al cabo de unos pocos segundos, que era lo que tardaba en cargarse.
Lucas sabía que en cuanto saliera de aquel apartamento (en el que al parecer entraban los vagabundos a hacer sus necesidades más olorosas) la puerta emitiría un gemido y los dos seres medio mecánicos le oirían, así que decidió lanzar el dispositivo de todas maneras, para proporcionarse una oportunidad de huir.
Lucas Barrios salió corriendo en cuanto estuvo seguro de que los dos seres con cabeza de metal estaban en las escaleras. Recorrió el descansillo y pudo verles en el primer tramo de escaleras al tercer piso: allí lanzó el dispositivo. Los dos seres se giraron y lo “miraron”: las dos luces se pusieron de un color mucho más intenso y dentro de las cajas metálicas sonaron ruidos de engranajes y chasquidos mecánicos.
El dispositivo, que Lucas llamaba “trampa cuántica”, se activó al cabo de unos segundos, cuando el mecanismo interior se cargó. Se creó una especie de red cuántica al pie de las escaleras, que impedía el paso de cualquier ser, ya fuera orgánico o mecánico. La red cuántica, de color azul y semejante a una malla de rombos, atrapó a medias a uno de los seres, el de la luz verde en la “cara”: el individuo se agitó y sacudió, presa de las descargas cuánticas. El segundo ser de cabeza de caja se quedó detrás, comprendiendo que no podría pasar por allí.
Lucas no se quedó a ver qué les pasaba a los dos “cabeza de caja”: bajó las escaleras corriendo como si le pagaran por ello. Cuando llegó al final de la escalera, al bajo, miró hacia arriba, permitiéndose un momento para ver el estado de sus perseguidores.
Así fue cómo vio el salto del “cabeza de caja” que estaba libre, el de la luz roja. Como la red cuántica impedía el paso por las escaleras, desde el pasamanos hasta la pared, el ser medio mecánico había saltado por el hueco de la escalera, aterrizando al fondo con un fuerte golpe, doblando las rodillas, manteniendo el equilibrio y rompiendo las sucias baldosas del suelo. A menos de dos metros de Lucas.
- ¡¡Joder!! – soltó, asustado, dándose la vuelta para correr. El ser “cabeza de caja” fue tras él, sin apuntarle con la metralleta, agarrándole de un hombro. Lucas se giró, con ganas de defenderse, atizándole con la mochila en un lado de la caja, logrando soltarse. Rebuscó dentro, agarrando el pistón y golpeando con él al ente, con tan buena suerte que le acertó en pleno cristal: éste se resquebrajo, sin llegar a romperse ni caer trozos al suelo. La luz roja se apagó un poco, perdiendo intensidad.
Lucas vio cómo el “cabeza de caja” se movía haciendo círculos, desorientado. Palmeaba con las manos, tratando de atraparle o de hacerse una idea de dónde estaba. Con un pie golpeó la metralleta, se agachó a por ella y la agarró con las dos manos. Lucas Barrios salió corriendo por la puerta del portal, a la ardiente calle, mientras el “cabeza de caja” empezaba a disparar, sin apuntar, a ciegas, en todas direcciones. Desde la calle escuchó el tableteo del arma y los impactos en el hormigón.
- ¡¡Me voy a cargar a Darío cuando lo encuentre!! – dijo cabreado, al llegar al Twingo. Se había gastado una pasta en modificaciones: ahora era blindado y esperaba estar a salvo allí dentro. Lo arrancó y salió pitando de allí, recordándose que debía llevar siempre las pistolas de aire comprimido en la mochila.

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