miércoles, 22 de marzo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 6

- 6 -
(Arenisca)



El inspector Amodeo odió aquel caso desde el primer momento, desde que el comisario se lo encargó de madrugada, cuando le despertó llamándole a casa.
Al principio sólo lo odió porque le sacaba de la cama a las cuatro de la madrugada. Después, una hora más tarde, cuando llegó a la escena del brutal crimen, lo odió por lo asqueroso y horroroso que era. Más tarde, cuando empezó a ordenar las pruebas y las evidencias, lo odió por lo difícil que se planteaba.
Y eso que no había entendido ni la mitad.
Si supiese lo que de verdad pasaba allí y lo que le esperaba en tres días, lo habría odiado mucho más.
Y, quizá, se hubiese ido de Salamanca, al pueblo.
El inspector de la Policía Nacional Santiago Amodeo Córcovas, era un hombre de cuarenta y siete años, natural de Linares. Llevaba veintidós años en la policía y diecinueve en Salamanca. No tenía acento de su Andalucía natal, aunque todavía mantenía un ligero deje que confundía un poco a los que no lo conocían.
Ya eran las once de la mañana y el juez no había llegado a proceder al levantamiento de los cadáveres. Aquello era lo que más le molestaba al policía: tener que esperar al juez, cuando todas las diligencias estaban hechas. A saber en qué estaba perdiendo el tiempo aquel carcamal del juez Gutiérrez Alarcón. El inspector Amodeo bufó para sí mismo y pegó una patada a una piedra suelta del suelo.
Aquello parecía un circo. Había más policías de los que hacían falta, el cuerpo se secaba al Sol, cubierto con una sábana que poco podía hacer para ocultar la sangre y la casquería. Y, para colmo, el grupo de curiosos no dejaba de crecer, al otro lado de la cinta amarilla. Varios policías de uniforme los contenían detrás, pero la gente no se iba y no dejaba de lanzar miradas, tratando de ver el cadáver.
- Qué morbosa es la gente, caramba.... – se lamentó el inspector.
Un uniformado se acercó a él. Era Ramírez, así que le esperó con ganas: quizá el agente le traía buenas noticias.
- Ha llamado el juez Gutiérrez Alarcón – dijo el joven agente. – Tardará en venir: su hija se ha puesto de parto esta misma madrugada y está con ella en el hospital. Al parecer la cosa se ha complicado un poco y como su yerno está en Costa Rica, pues no quiere separarse de ella....
- ¡También es casualidad, rediós! – soltó el inspector Amodeo.
- Anoche hubo Luna llena, señor: dicen que eso afecta....
- ¿Y qué quiere el señor juez que hagamos? ¿Cobramos entrada? – se lamentó el inspector, señalando con un gesto desabrido a la pequeña multitud de espectadores. – ¿O le vamos haciendo la autopsia al cadáver aquí mismo? Sólo nos falta retransmitirlo por televisión....
- Pues....
- ¡¡Mierda!!
El inspector miró lo que señalaba el agente Ramírez y vio aparecer una unidad móvil de la televisión local.
- Habían tardado mucho los periodistas.... – se lamentó el inspector. Después se dirigió al agente. – No les deje pasar. No podemos evitar que graben desde allí, pero evite que tengan imágenes jugosas que grabar: ponga agentes en torno al cuerpo, coloque vallas delante de los charcos de sangre.... Lo que se le ocurra. Pero que no vean nada.
- Sí, inspector.
- Y disculpe mi tono de antes. Usted no tiene la culpa de nada, Ramírez. Al contrario, hace usted un buen trabajo siempre....
- No se preocupe, inspector – dijo el agente Ramírez. Fue a darse la vuelta y se detuvo, para volver a dirigirse a su superior. – Una cosa: si esto sigue así no podrás venir al torneo de mus....
- Tendrás que buscarte a otro compañero, Juan, macho, qué le voy a hacer – el inspector se encogió de hombros. – Díselo a Pescador, que es buen tipo y no juega mal. A lo mejor acepta ser suplente....
- Se lo diré – sonrió Juan Ramírez, antes de retirarse y encargarse de los de la prensa. El inspector lo vio alejarse y hubiera sonreído al hacerlo, en otras circunstancias. Después resopló, cansado.
Caminó con paso lento por la escena, esquivando las marcas de las pruebas con los números, las manchas de sangre y las cajas de material de los de la científica. De esa forma llegó hasta el cuerpo inerte del muchacho que había muerto la noche pasada. Por suerte todavía llevaba la cartera encima y sabían quién era: Pablo Gavira Azpilicueta. Una rápida comprobación a primera hora de la mañana les había confirmado que era un universitario que estudiaba en la facultad de Geografía. Era de Miranda de Ebro y seguía allí porque tenía dos asignaturas pendientes para recuperar durante ese mes. El inspector Santiago Amodeo Córcovas esperaba con desasosiego la llamada que debía hacer dentro de nada, a la familia del chico.
Miraba el cuerpo tapado por la sábana que había sido blanca impoluta a las seis de la mañana, cuando cubrieron los restos del muchacho. Ahora los huecos blancos eran los menos y el resto de la tela estaba manchada de sangre, de un color granate, ya seca.
- Pobre chaval.... ¿De dónde venías anoche? ¿Hiciste algo tan malo como para merecerte esto? – se dijo.
Con el rabillo del ojo vio pasar a uno de los de la científica, una mujer con la que tenía buen trato. Era una agente muy profesional y muy agradable, lo que siempre era de agradecer en un compañero.
- ¡¡Fernández!! Venga un momento, por favor.... – llamó. La agente se acercó a él con una bolsita de pruebas en la mano. Dentro parecía que no había nada. – Dígame algo diferente a lo que me dijo esta mañana....
- Pueeeees.... Esta mañana no le he dicho que tenía que ir al baño, porque no lo necesitaba, pero ahora sí lo necesito, urgentemente....
- Gracias, Fernández, pero no me refería precisamente a eso – sonrió con sorna el inspector. – Me interesan más los detalles del caso que los de su tránsito intestinal....
La agente de la policía científica Sonsoles Fernández Ruíz sonrió antes de contestar.
- No tenemos nada nuevo, salvo esto – le mostró la bolsa de pruebas que a primera vista le había parecido vacía al inspector Amodeo: ahora, vista de cerca, se podía apreciar un pelo grisáceo en su interior.
- ¿Un cabello?
- Sí, aunque por el grosor y las mordeduras que presenta el cadáver nuestra teoría es que es un pelo de animal....
- ¿Y qué animal podría hacerle esos mordiscos a un hombre? – preguntó el inspector, retóricamente. Era lo que llevaba preguntándose desde las cinco de la mañana, cuando llegó a la escena del crimen. – ¿Un Pitbull? ¿Un Rottweiler? Esas razas pueden resultar peligrosas, pero no salvajes. Y el que le haya hecho eso a este chico es un salvaje....
- Ya ha visto usted mismo las marcas de mordidas y las heridas – dijo Sonsoles Fernández y al inspector asintió. Las había visto muy bien: las vería hasta en sueños durante una buena temporada. – Eso no lo ha hecho hombre o mujer alguna. Ni siquiera Julia Roberts, con esa bocaza que tiene....
- Fernándeeez....
- A lo que iba: a falta de comparar con las tablas y modelos que tenemos en el laboratorio, las marcas de mordiscos en el cuerpo del cadáver pertenecen a un animal. Es nuestra teoría.
- Pero sigue siendo una teoría....
- Respaldada por la saliva espesa que cubría al cadáver en algunas zonas y los pelos grises que hemos encontrado sobre el cadáver, las heridas y también por la zona.
- ¿Lo de los pelos no podría ser por algún tipo de contaminación ambiental? – se interesó el inspector.
- Desde luego, no lo descartamos, pero sólo hemos visto esa clase de pelos en el cadáver y por la plaza, pero nada en las calles adyacentes.
- Bien, bien....
Los dos se quedaron juntos, un momento en silencio, mirando todo el desbarajuste que había a su alrededor. La Muerte provocaba esas cosas en una sociedad supuestamente civilizada: provocaba desbarajuste, inquietud, miedo, provocaba el caos. Claro que, se dijo el inspector, en una sociedad civilizada no sucederían muertes como la de aquel pobre muchacho. Quizá no éramos tan civilizados como creíamos. Quizá por eso la Muerte provocaba tanto revuelo.
- ¿Y qué animal podría provocar unas heridas así, Fernández? – preguntó el inspector Amodeo al cabo de un rato. – ¿Tiene alguna teoría?
- Ya le digo que tenemos que comparar las marcas y las heridas con los modelos del laboratorio y consultar las tablas, pero no creo que haya sido un perro....
- ¿Ni siquiera uno grande?
- No, no lo creo – dijo Sonsoles Fernández, muy segura. – Pero ya le digo que es sólo una opinión personal....
- ¿Entonces qué? – preguntó el inspector Amodeo, al aire, quedándose sin ideas.
- Aunque parezca increíble, yo diría que un lobo o un oso – dijo Fernández, aunque el inspector notó que bajaba la voz al decírselo; era una confidencia sólo para él. – Repito que a falta....
- ....“a falta de consultar las tablas y modelos del laboratorio”, ya, comprendido – aceptó el inspector. Aquello cada vez parecía más surrealista.
Y el juez Gutiérrez Alarcón de parto.
- Menuda mañana, rediós.... – musitó el inspector y Fernández asintió a su lado.
- Inspector, tengo que etiquetar esto y guardarlo con seguridad....
- Claro, claro, vaya Fernández, no quiero entretenerla. Gracias por la charla y por sus teorías.... – el inspector se despidió de la agente, con un cariñoso toque en el hombro con la palma de la mano. Cuando la mujer se había alejado un par de pasos añadió: – Y haga un descanso y vaya al baño de algún bar por aquí cerca.
Fernández rio mientras se alejaba.
El inspector se giró y vio cómo los agentes de las líneas amarillas hacían su trabajo, tratando de dispersar a los curiosos y morbosos. También observó al agente Ramírez molestando a los periodistas, tapando de forma pasiva el campo de visión de la cámara, de espaldas, vigilando con el rabillo del ojo los movimientos del cámara de la televisión.
- Buen chico – murmuró.
En las tres calles que daban acceso a la plaza había líneas amarillas en las que no dejaba de confluir más y más gente. A aquellas horas la gente caminaba por allí de paso y al no poder seguir su camino se quedaban a mirar.
- Y el juez sin venir....rediós.... – se dijo Santiago Amodeo al ver el panorama.
Se giró hacia la estatua de don Miguel de Unamuno, a cuyos pies descansaba el cadáver. Lo miró un instante, antes de hablarle.
- ¿Y usted no ha visto nada, don Miguel? – dijo el inspector. En realidad no hablaba con la estatua: hablaba consigo mismo. – ¿No tendrá usted alguna teoría razonable de lo que ha ocurrido aquí?
La estatua no le respondió, por supuesto, pero el inspector tampoco pudo responderse a sí mismo.
Y eso fue lo que le defraudó.
Se dio la vuelta, en silencio, y frente a la estatua vio la casa de piedra anaranjada, tan típica del centro histórico de Salamanca, que había en aquella plaza. En la fachada de aquella casa había un gran escudo nobiliario desgastado, así como varios rostros con las facciones casi borradas. Además, destacaban unas reconocibles calaveras en la base de los marcos laterales de los grandes balcones del segundo piso. No en vano, como podía leerse en una inscripción de color rojo en el muro, aquélla era “la Casa de las Muertes”.
››Muy propio‹‹, pensó el inspector.
Lo que le desazonaba era aquel plural.

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