domingo, 26 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 10

- 13 + 10 -

- Siguen saliendo criaturas – dijo el padre Beltrán.
Los tres estaban escondidos todavía detrás del último muro del castillo, alejados del patio interior, donde estaba el portal. El sacerdote de negro aseguraba que seguía abierto y que los monstruos seguían saliendo y las chicas no tenían duda de que así era: confiaban en la visión paranormal que habían visto que el anciano tenía.
- Ha salido un oborozene, el número ocho – dijo, refiriéndose al extraño gorila de cuatro brazos. – También han salido varios chimvet y un par de gulslanges, la serpiente.
Los tres se quedaron en silencio, escuchando los sonidos de la noche. Escuchaban los chillidos de los chimvet, que volaban desperdigados hacia Castrejón. La bandada grande de unos sesenta animales se había dividido en tres grupos, de no más de quince.
- ¿Podemos irnos de aquí? – preguntó Mowgli, asustadísima.
- Creo que sí.... ¡esperad! – dijo el cura.
Unos ladridos de ultratumba se escucharon desde dentro del castillo. Victoria recordó al lobo enorme y negro.
- Son los ujku. Son tres – dijo el sacerdote de negro, mirando al suelo, concentrado. Parecía ver con total nitidez con sus extraños ojos las criaturas que estaban saliendo del portal. – Y ahora.... ahora.... ¡Maldito sea el cielo!
Las chicas se asustaron al ver al cura enfadarse de ese modo. Apretaba los puños y miraba el muro del castillo con furia, como si pudiese traspasarlo con la mirada. Y quizá pudiese hacerlo.
- ¿Qué ha pasado?
- El número nueve. La sagnant vidua. Acaba de atravesar el portal – dijo, tenso.
- ¿Qué son? – preguntó Victoria, temiendo la respuesta.
- Arañas gigantes. Peludas y peligrosas – dijo el sacerdote de negro. – Cientos de ellas.
Las dos chicas sufrieron un escalofrío, sintiendo asco.
Escucharon los sonidos espasmódicos y asquerosos de las arañas mientras salían del portal a cientos, durante un gran rato. Después todo quedó en silencio.
- Tenemos que movernos ahora – dijo el padre Beltrán, poniéndose en marcha, rodeando las ruinas del castillo. – El portal parece estar en calma. Hay que aprovechar ahora.
Las chicas le siguieron asustadas.
Dejaron atrás el castillo, recorriéndolo con prisa. No querían detenerse por allí más de lo necesario, a pesar de que el padre Beltrán aseguraba que los monstruos se habían dirigido hacia Castrejón.
Al pasar por el patio interior ninguno dirigió la mirada hacia el portal. Una fuerza misteriosa les impulsaba a mirarlo, pero supieron que era mejor no hacerlo.
Lo que sí vieron fue el cuerpo de Lucía. Las chicas lo reconocieron al instante, a pesar de que tenía la cabeza aplastada y destrozada. Mowgli sollozó desconsolada y Victoria lloró en silencio, con una congoja muy honda en el pecho. En ese momento tuvo la certeza de que ninguno sobreviviría.
Salieron de las ruinas y recorrieron el campo salvaje hasta la antena, con precaución. Pero parecía que el padre Beltrán tenía razón: aquella zona estaba libre de monstruos.
Por el momento.
- ¿Sabéis conducir? – preguntó el padre Beltrán, señalando un todoterreno que había aparcado a los pies de la antena de telefonía. Las chicas negaron con la cabeza.
- ¿Y usted no sabe?
- Sí. Pero hace mucho que no lo hago – dijo, sincero.
Un impulso de energía llegó desde el castillo y los tres miraron hacia allá. Los sonidos de las patas retráctiles de los kehipy fueron perfectamente audibles.
- Vámonos – dijo el cura, montando en el coche.

* * * * * *

Bruno llegó al pueblo con el coche revolucionado. El motor estaba en las últimas cuando el hombre frenó delante de la casa de Lucía, en la plaza mayor. Salió acelerado, abriendo el maletero y sacando armas de él, apoyándolas en el coche. Sacó más fusiles de asalto y los colocó en el capó; sacó las escopetas de dardos tranquilizantes y las puso en el techo; sacó las cajas de municiones y las colocó en el techo, en la parte trasera; sacó las redes eléctricas y las extendió en el suelo.
Cogió su fusil de asalto y lo recargó con municiones que sacó de las cajas. Después se colgó una escopeta de dardos del hombro. Cogió una de las redes y se dispuso a prepararla.
Lo que había ocurrido en el castillo había sido una tragedia. Pero Bruno estaba allí para otra cosa. No podía dejar pasar esa oportunidad. Las vidas humanas que se habían perdido serían lloradas y recordadas más tarde.
Cuando tuviese en su poder a un corpóreo.
Quizá uno de esos lobos gigantes, o el caballo enorme con fauces de león. Uno de los murciélagos-mono tampoco estaría mal.... ¿Y el cocodrilo marrón con pico? No, ése no, le daba repelús....
Colocó la red eléctrica con su batería y volvió al coche a por otra. Entonces oyó los chillidos sobre su cabeza.
Una bandada de una docena de los murciélagos-mono pasó sobre la plaza mayor, a toda velocidad. Aquellos bichos ya habían llegado al pueblo. Bruno sonrió.
Sus hermanos mayores estarían al caer.

* * * * * *

Pablo Moreno y Elena Escalante llevaban patrullando por el pueblo desde la hora de comer. Habían recibido órdenes de buscar y encontrar el nido, sin éxito. Tampoco habían recibido noticias de Suárez, sobre los datos recibidos por los equipos instalados. Habían intentado ponerse en contacto con él y no habían recibido respuesta. No sabían nada de la operación.
Y la noche había ocupado su lugar en el mundo. Era peligroso seguir al descubierto.
Ellos dos no tenían miedo. Eran soldados curtidos y veteranos. Pero no tenían ninguna gana de exponerse inútilmente a los “encarnados” que tomarían el pueblo con la oscuridad.
- ¿Nos vamos? – preguntó Pablo. Elena le miró, sorprendida. Ella también quería hacer lo mismo, y estaba a punto de proponerlo, pero no habría imaginado nunca que sería el gigantón el que lo sugeriría primero. – ¿Nos ponemos a cubierto?
- Sí. Es lo mejor. No me gusta nada estar en blanco.
- No puede haberle pasado nada a Suárez, ¿verdad? – dijo Pablo.
Segunda sorpresa en menos de treinta segundos. Su enorme compañero estaba muy nervioso, si dudaba de Suárez y quería ponerse a salvo antes de que empezara la acción.
- No lo creo. Habrán tenido problemas con los equipos, o las comunicaciones. Iban a instalar radares por toda la zona, en un radio de diez kilómetros. Quizá los pinares obstaculicen las señales de radio y les habrá llevado más tiempo toda la misión.... – dijo Elena, sin tenerlas todas consigo. Aquella situación y aquel pueblo les estaban poniendo a todos muy negativos....
Escucharon ruido de aleteo, muy fuerte. Los dos levantaron sus fusiles y apuntaron con ellos, vigilando toda la calle. Las farolas estaban encendidas, así que no pudieron ver lo que volaba por encima de ellas. Pero era algo grande. Algo oscuro.
- Movámonos – sugirió Elena, con voz dura. Los dos se pusieron en marcha a la vez, coordinados. Caminaban con soltura, vigilando cada rincón, asegurando la zona, con sigilo. Los aleteos y los chillidos seguían sonando por encima de ellos.
Entonces una de las farolas explotó, detrás de ellos, dejando una zona de la calle en sombras. Pablo se giró y apuntó con su fusil, pero no había nada. Siguió andando pegado a Elena.
Otra farola, delante de ellos se fundió, dejando caer chispas anaranjadas al suelo. Los dos soldados se detuvieron entonces, apuntando nerviosos a no sabían qué.
Entonces los corpóreos voladores atacaron.
Una bandada de murciélagos enormes, con cuerpo de chimpancé y alas de piel descendieron desde la oscuridad del cielo, evitando las zonas de luz de las farolas. Gritaban como posesos, sin perder de vista a los dos seres humanos. En fila, coordinados, uno detrás de otro, se lanzaron a por ellos.
Pablo y Elena abrieron fuego, con puntería. Los murciélagos enormes recibieron los disparos de bala, chillando de dolor. Heridos, remontaron el vuelo, sin siquiera rozar a los humanos, que no se movieron del sitio. Sólo un par de las bestias quedaron tendidas en la calzada, muertas.
Pablo y Elena recargaron los fusiles, con precisión, sin perder de vista la zona. Parecía que habían neutralizado la amenaza.
Pero entonces un bramido animal sonó delante de ellos. Los dos fusiles se orientaron hacia allá. En la oscuridad brillaron dos ojos rojos. Los dos soldados tragaron saliva y no se movieron.
Un lobo enorme saltó entonces desde la oscuridad, hacia ellos. Los fusiles abrieron fuego. El lobo recibió los disparos en el aire, haciendo que cayera al suelo antes de tiempo, tropezando y quedando acostado, bajo la luz de la farola, que empezó a quemarle la piel. Sus pelos se derritieron y su piel burbujeó.
Elena se detuvo, sorprendida por la presencia del corpóreo. Pablo, exaltado, siguió disparando, acertando al animal caído, agujereándolo. El soldado reía, ligeramente histérico: se alegraba de seguir vivo, de haber vencido al enemigo, pero también se sentía confuso ante tan extraño animal, ante lo desconocido.
- ¡Pablo! ¡Ya vale! – gritó Elena, a su lado, cuidándose que los disparos no la hiriesen. El soldado seguía disparando y riendo.
Un segundo lobo los atacó desde detrás, desde la farola fundida que tenían a su espalda. Atrapó al enorme soldado por la espalda y se lo llevó a rastras, en un visto y no visto. Pablo fue arrastrado y seguía riendo a carcajadas, desbocado, apretando aún el gatillo. Desapareció en la oscuridad y al poco tiempo dejaron de escucharse sus risotadas y sus disparos.
Elena apuntó hacia allí e hizo unos pocos disparos sueltos, apretando los dientes. El ataque había sido rapidísimo. Pablo era un hombre muy pesado, pero aquel corpóreo se lo había llevado en volandas sin dificultad.
Dejó de disparar, pues era inútil. Salió corriendo de allí, pasando al lado del lobo moribundo, mientras recargaba el fusil.
Tenía que ponerse a cubierto.

* * * * * *

El padre Beltrán condujo el todoterreno con seguridad. Aquel era un buen coche, que respondía bien ante las inestabilidades de la carretera, a pesar de la inexperiencia de su conductor.
Bajaron con prisa por el camino empinado de la colina, hacia la llanura. Querían volver al pueblo. El sacerdote no sabía si podrían acabar con la plaga que seguro se iba a abatir sobre Castrejón, pero tenían que volver a estar todos juntos. E intentar sobrevivir.
- ¿Qué es eso? – preguntó Victoria, en el asiento del copiloto. El padre Beltrán frenó bruscamente.
Delante de ellos, ocupando toda la carretera, entre cadáveres de chimvet quemados, había una multitud de arañas enormes como tapas de alcantarilla, andando alzadas sobre sus ocho patas segmentadas. Mowgli gimió en el asiento trasero.
- ¿Qué hacemos? – dijo, al ver que las arañas los habían visto.
- Este coche tiene faros de xenón – dijo Victoria, mirando fijamente al sacerdote de negro. El padre Beltrán la miró sin comprender durante un instante, hasta que cayó en la cuenta. Asintió hacia la muchacha, y la habría sonreído si hubiese estado acostumbrado a hacerlo.
Metió primera y aceleró a fondo, lanzándose sobre las arañas, que se dispusieron en posición de combate. Cuando estaban casi encima de ellas, el sacerdote encendió las luces del coche y puso las largas.
Los potentes faros del todoterreno derramaron su poderosa luz sobre las sagnant vidua, quemándolas al instante. Sus cuerpos negros hirvieron en un segundo, abrasados por la luz pura. El todoterreno pasó entre ellas, destrozándolas, atropellándolas, partiéndolas en pedazos.
Restos de las arañas quedaron cubriendo el camino de tierra, tras el paso del todoterreno. Sus ocupantes gritaron de alegría.

* * * * * *

En el castillo, el portal soltó una nueva descarga de energía. Nuevos habitantes de Satánix cruzaron a nuestro mundo.

* * * * * *

Roque y Sergio llegaron al pueblo y se dirigieron a casa del primero, dejando la moto en el garaje. Salieron de allí a todo correr, sabiendo que donde mejor estarían era dentro de una casa. Pero sus amigas y el padre Beltrán seguían por allí fuera. En la colina.
Roque sacó el frontal del bolsillo del pantalón y se lo puso. Sergio sacó sus dos linternas y se colgó la mochila.
Salieron a la calle, decididos, nerviosos y asustados.
Los chillidos de la gente empezaron en ese momento.
- ¿Qué hacemos? – preguntó Sergio, encendiendo las dos linternas, atravesando la oscuridad con ellas.
- Tenemos que encontrar a Mowgli y a Victoria. Si los monstruos han empezado a salir seguramente habrán venido hacia el pueblo.
- O quizá hayan muerto – dijo Sergio, con un escalofrío, recordando las palabras del sacerdote por teléfono.
- Quizá – contestó Roque, serio.
Los dos amigos echaron a andar por la calle iluminada por las farolas, con sus linternas halógenas encendidas y dispuestas.

* * * * * *

Manuel y Félix estaban sentados en un banco de madera que el ayuntamiento había colocado en la acera, en la salida sur del pueblo. No sabían qué pintaba allí un banco, justo donde acababa la acera y empezaba el arcén de la carretera local que llevaba hasta el siguiente pueblo, doce kilómetros más allá. A lo mejor estaba allí para que los viejos del pueblo viesen marchar a los coches.
Desde aquel banco los dos guardias civiles escucharon los gritos de la gente.
Se pusieron los dos de pie, asustados. Los dos habían desenfundado las pistolas, nerviosos.
- ¿Qué está pasando? – preguntó Félix, acojonado.
- Se supone que para eso estamos aquí – contestó Manuel, encaminándose hacia el centro del pueblo.
Félix lo siguió y los dos anduvieron juntos, con las armas preparadas.
Chillidos animales y gritos humanos les marcaron el camino.


No hay comentarios:

Publicar un comentario