martes, 21 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 8

- 13 + 8 -

Manuel García y Félix Durán se bajaron del todoterreno oficial, aunque ellos no estaban allí en calidad de números de la guardia civil.
- Explícame otra vez por qué hacemos esto – pidió Félix, con voz lastimera.
- Yo lo hago para ver si puedo terminar de una vez con los asesinatos de los cojones – contestó Manuel, sacando la funda de la pistola del asiento de atrás. Comprobó que la pistola estaba cargada y con el seguro puesto y la metió en la funda. – Tú lo haces porque eres un huevazos que no tiene otra cosa mejor que hacer para pasar un lunes por la noche.
- Me encanta tu humor – dijo Félix, cínico. Realmente estaba allí por convicción propia, igual que Manuel. En realidad la idea había sido suya, aunque luego, sobre el terreno, no le apeteciese estar allí. Los dos guardias civiles estaban cansados de ir cada mañana a Castrejón de los Tarancos a ver cómo otro vecino había sido brutalmente asesinado. Estaban hartos.
Y habían decidido que iban a hacer algo, al margen de las leyes y de las investigaciones oficiales. Si en el pueblo había un desalmado sin escrúpulos que mataba y destrozaba a la gente, ellos iban a ser los puñeteros sheriffs que le iban a dar caza.
Félix sacó su pistola también del asiento de atrás y cogió también la escopeta, la que su padre usaba para cazar cuando él era niño. Se colgó el cinturón cargado de cartuchos al hombro y echó a andar al lado de su compañero y amigo.
Los dos iban vestidos de civiles, de calle. No querían que el cuerpo de la guardia civil se viese mezclado en su cruzada personal contra aquel loco asesino.
- ¿Y cómo se lo ha tomado tu mujer? – preguntó Félix, encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole otro a Manuel.
- No le he dicho a lo que venía – contestó Manuel, aceptando el cigarrillo y el fuego. – Le he contado que teníamos cena por Domínguez, por la jubilación. Le ha parecido un poco raro que fuese un lunes, pero como Domínguez era tan especialito....
- Sí que lo era.... – rió Félix.
- Lo que más le ha molestado ha sido quedarse con los niños – suspiró Manuel, decepcionado. – Hoy había dicho que les iba a llevar al McDonald’s....
- Son mayores ya....
- Siete y tres años – dijo Manuel, enseñándole una foto que llevaba en la cartera.
- El tiempo pasa que se las pela.... – observó Félix, mientras veía las fotos, sonriendo.
Los dos compañeros y amigos siguieron paseando por el pueblo, hablando de sus cosas, mientras el Sol se despedía del mundo para dejar paso a la noche.

* * * * * *

Bruno y Lucía llegaron al lugar donde Suárez había establecido la base de operaciones. Detuvieron el coche entre nubes de polvo, que cubrieron los equipos. Bruno se bajó del coche corriendo.
- ¿Tenemos datos? ¿Dónde está el nido? – preguntó, atropelladamente.
Sara atendía uno de los aparatos, a lo lejos. Manuel vigilaba los monitores que mostraban los registros de todos los equipos instalados por los alrededores de Castrejón. No había ni rastro de Pablo ni de Elena
- Los datos llevan llegando un buen rato – explicó el hombre, mirando un tanto asombrado a Bruno. – Parece que hay rastros ectoplásmicos y sonoros que llevan desde el pueblo hasta la colina. De hace varios días.
Bruno miró hacia la mole de roca que Manuel le señaló.
- ¿En la colina?
- No hay duda – dijo Manuel, mostrándole la pantalla.
Bruno se pasó la mano por la cara, apurado. La noche estaba al caer: el cielo ya estaba oscureciendo. Pero estaba tan cerca....
- Muy bien. Vamos para allá.
- ¿Ahora? – preguntó Manuel, extrañado. – ¿Y Suárez?
- Está ocupado en el pueblo. Me ha dicho que no sabría cuándo estaría disponible – mintió Bruno, mientras cargaba en el maletero del coche fusiles a manadas, tanto los de somníferos como los de balas. Lucía había salido del coche y le veía hacer, entre ilusionada y acobardada. Manuel miró a la chica, encontrando todo cada vez más raro.
- Voy a llamarle.... – dijo, suspicaz.
- Date prisa ­– dijo Bruno, cogiendo también las redes eléctricas y sus lanzadores. Por si acaso, se entretuvo en meter un pesado lanzacohetes en el maletero.
Manuel tomó una radio e intentó ponerse en contacto con su superior, sin conseguirlo. Sólo captaba ráfagas de estática.
- Ya te he dicho que no sabía cuándo estaría disponible – dijo Bruno. – ¡Sara! ¡Nos vamos!
La chica se acercó, con cara de no entender qué pasaba. Miró a Manuel, que tenía cara de preocupación. Miró a Bruno, atareado y con prisas, cargando cajas de municiones en el maletero de su coche. Y miró a la chica joven, la rubia, a la que no conocía. Aquello no le cuadraba.
- ¿Nos vamos? – preguntó.
- Los datos nos han dado la posible localización del nido – dijo Bruno, cesando su frenética actividad cuando el maletero estuvo lleno. – Vamos para allá mientras quede luz.
- ¿Y Suárez? – preguntó Sara, dirigiéndose a Manuel.
- He intentado localizarle, pero no contesta.
- Me dijo que no estaría disponible – volvió a explicar Bruno. Indicó a Lucía que subiera al coche y la chica lo hizo sin rechistar, sumisa. Los dos soldados la miraron con curiosidad. Bruno se volvió a ellos. – ¿Venís o no?
Y luego, sin esperarles, se montó en el coche.
Sara volvió a mirar a Manuel. Tenía rango superior y era más veterano. Haría lo que él opinase. Manuel resopló, entre la espada y la pared.
- No me gusta nada esto – dijo, mordiendo las palabras. – No me gusta seguir las órdenes de Bruno sin saber nada de Suárez. No me gusta que tengamos que ir allí tan tarde.... pero aún me gusta menos dejar que Bruno se encargue él solo.
Sara asintió, totalmente de acuerdo. Los dos soldados tomaron una metralleta cada uno y un lanzallamas y se montaron en uno de los todoterrenos. Bruno entonces arrancó y los precedió por el camino de tierra.

* * * * * *

-  ¿Quieres otra linterna?
- ¿Para qué? No tengo más manos – respondió Sergio, con gracia. Roque, sonrió, metiendo las últimas dos linternas en la mochila.
Los dos chicos estaban en casa de Roque, haciendo acopio de linternas. El chico no sabía por qué, pero sus padres tenían un montón de halógenas. Sergio había cogido dos de tubo, metálicas, una en cada bolsillo del pantalón. Roque había metido otras cinco en la mochila y se había quedado con un frontal pequeño. En el bolsillo trasero del pantalón llevaba además un pequeño chisquero de cocina de encendido eléctrico.
Estaban armándose, como el padre Beltrán les había mandado que hicieran. Sergio había recogido en su casa unas pequeñas latas de gasolina, que también estaban dentro de la mochila. Les servirían para encender trapos y atarlos a palos para hacer antorchas. Sergio también había traído de casa unas camisetas viejas, hechas jirones.
Del garaje de Roque pasaron a la cocina de la casa. Allí el grandullón cogió una silla y la acercó a los muebles, subiéndose en ella, buscando en los armarios más altos las viejas cuberterías de sus padres. En una caja de plástico, tapada con trapos limpios, los dos chicos encontraron al fin la cubertería de plata.
- ¿El señor comerá carne o pescado? – dijo, gracioso.
- Creo que tomaré carne – contestó Sergio, tomando uno de los afilados cuchillos con sierra. Eran pesados y muy brillantes. Se lo guardó en el cinturón, cogiendo los demás a puñados para guardarlos todos en la mochila.
Roque, por su parte, cogió un largo cuchillo de trinchar y el tenedor de dos puntas que iba a juego con él. Después, olvidando, las cucharas y tenedores, fue al cajón donde tenían los cuchillos que usaban a diario. Allí cogió uno grande y ancho, que usaban para partir los quesos.
- No es de plata, pero hará daño – se explicó. Sergio le asintió, dándole la razón, colgándose la pesada mochila al hombro.
Los dos chicos volvieron al garaje. Allí Roque tenía su moto, una de gran cilindrada y muy grande. Los dos se montaron en ella. Roque conducía, sacando la pesada máquina del garaje, haciendo que su motor tronara. Condujo por las calles del pueblo, saliendo de él hacia la colina cercana.
El padre Beltrán les había dicho que se quedaran en el pueblo. Que no iban a llegar a ayudarles. Pero Roque aceleró, intentando que el cura estuviese equivocado.

* * * * * *

La ascensión final fue un castigo, para los tres. Por suerte llegaron cuando el día estaba languideciendo y el calor ya no era tan alto. Aún así el Sol todavía iluminaba el mundo, anaranjado, acostado sobre el horizonte.
Llegaron por la carretera de tierra que la compañía telefónica había abierto para llegar hasta la nueva antena. Dejaron la edificación a un lado, pasando casi sin mirarla, dirigiéndose por entre rocas y peñascos a las ruinas del castillo. Ninguno de los tres le dedicó ni media mirada: si estaban en lo cierto era la causante de todo aquel infierno en la tierra.
El castillo (o lo que quedaba de él) estaba un cuarto de vuelta más allá, a unos doscientos metros de la antena. Saltando por entre las rocas cortadas a pico y la hierba amarillenta llegaron a él. Se detuvieron delante de las ruinas, que las chicas tantas veces habían visto de pequeñas, cuando hacían excursiones a la colina en bici.
No había más que unos pocos muros en pie, y no muy altos. El que tenía más altura era de unos quince metros y de unos cincuenta de largo. Había algunos recodos y esquinas que seguían unidos, aunque los muros estaban maltrechos y muy castigados: habían perdido altura y alguno de los sillares. La maleza y los animales se habían hecho con el castillo.
El padre Beltrán caminó jadeando por entre las ruinas. Estaba muy cansado por la caminata, pero su compromiso con la causa le mantenía activo. Las chicas se miraron, preocupadas, al escuchar sus resuellos.
El sacerdote paseó por un pasillo porticado, flanqueado por arcos y columnas estrechas: era parte de un corredor que discurría al lado del patio interior, cuadrado, rodeado por muros de tres metros de altura. Estaba todo tomado por las plantas y las zarzas: sólo se distinguía una abertura redonda, que era el pozo. El sacerdote se asomó allí y lo encontró cegado.
- ¿Tenemos alguna idea de dónde puede estar el portal? – preguntó Victoria.
- El portal puede ser un agujero en un muro, una oquedad en el suelo, un arco desnudo o tapiado.... Puede ser cualquier cosa.
- O sea, que no tenemos ni idea – resumió la chica. Mowgli sonrió.
Los tres recorrieron las ruinas, sin encontrar ni rastro de los monstruos ni de la entrada a su dimensión.
- Creo que nos hemos equivocado.... – opinó Mowgli.
- No.... Hay rastros ectoplásmicos por todas partes. Trazas de esos corpóreos – dijo el padre Beltrán. – Han estado y están aquí.
- ¿Cómo puede ver eso? – musitó Mowgli, para que sólo Victoria lo escuchase. Pero el oído del padre Beltrán era muy fino.
- Lo veo porque he aprendido a ver – dijo, volviéndose hacia las chicas. – He tenido que hacer de todo para poder defender este pobre mundo. He castigado mi cuerpo. He maldito mi alma. Y he tenido que sacrificar mi apariencia humana para poder tener ventaja sobre mis enemigos – terminó, quitándose las pequeñas y redondas gafas oscuras. Las chicas ahogaron una exclamación.
Los ojos del padre Beltrán eran blancos, estaban velados. Parecían los ojos de un ciego.
Pero el padre Beltrán seguía viendo.
Veía como un humano normal. Veía como una criatura de la noche en la oscuridad. Veía como los radares que el equipo de Suárez había traído hasta allí. Veía rastros ectoplásmicos y pistas paranormales. Veía la maldad que poblaba el mundo.
Mowgli apartó la vista, espantada. Victoria la mantuvo clavada en los ojos blancos del sacerdote, pensando una vez más en lo que aquel hombre había sufrido por enfrentarse al mal, por luchar en las filas del bien.
El padre Beltrán se puso las gafas de sol rápidamente y giró la cabeza hacia la salida del castillo, hacia donde quedaba la antena de telefonía.
Un motor sonaba en la distancia.
- Alguien viene.

* * * * * *

Bruno aparcó justo delante de la antena metálica blanca y roja. Sara detuvo el todoterreno a su lado. Los cuatro se bajaron de los coches, en silencio. Miraron alrededor, en la creciente oscuridad. Manuel y Sara apretaron sus metralletas con fuerza, buscando seguridad en ellas. Lucía empezaba a asustarse, ante la proximidad de la noche. Sólo Bruno parecía sentirse bien donde estaba, haciendo lo que hacía.
No en vano había soñado toda su vida con ello.
- Aquí no pueden estar escondidos – murmuró, señalando la caseta de cemento que la antena tenía a sus pies. Dio la vuelta al coche y abrió el maletero, sacando un fusil de asalto que se colgó al hombro.
- Hay unas ruinas de un castillo más allá – dijo Lucía, queriendo sentirse útil. Volvió a preguntarse qué hacía allí, para qué había ido. Luego recordó a Roque y volvió a estar convencida.
- Quizá entre las ruinas los “encarnados” hayan encontrado refugio – dijo, sonriente, echando a andar. Lucía le siguió sin dudar y los dos soldados fueron detrás, con reservas, mirando en todas direcciones, asegurando el lugar.
El grupo de cuatro llegó hasta las ruinas, que estaban desiertas. Observaron los muros a medio caer, los agujeros en la estructura, la maleza. Entraron entre las ruinas, buscando algún indicio de que los monstruos estuviesen allí escondidos. Pero no había ni rastro de ellos.
Después de dar varias vueltas por los restos, Bruno se impacientó.
- ¿Dónde están esos monstruos? ¿Eh? – increpó hacia Manuel. El veterano le aguantó la mirada.
- Los indicadores dicen que están por aquí – contestó Sara, mirando un aparato alargado, con doble antena en su extremo. Una pantalla de cristal líquido mostraba manchas rosas por el entorno. – Hay restos ectoplásmicos de ellos de hace varios días. Los datos registrados no estaban equivocados.
- Muy bien, Sara. Si me enseñas uno sólo de los corpóreos te creeré.... – dijo Bruno, hiriente, cínico.
- No sé donde están, Bruno – contestó la chica, sin dejarse fastidiar. – ¿A lo mejor se han escondido? ¿No se te ha pasado por la cabeza?
- ¿Y dónde se van a haber escondido? ¿Eh? ¡¡Aquí no hay más que rocas!!
Lucía no lo aguantó más y echó a andar, hacia el patio interior del castillo. Estaba alejado y sabía que no escucharía los gritos de la discusión. Recordaba aquella zona como un lugar abierto, rodeado de muros bajos. Era donde dejaban las bicis cuando subía a merendar hasta allí con sus amigos cuando eran pequeños. Pensó en ellos de inmediato, echándolos de menos.
Dejó correr las lágrimas, sintiéndose engañada. Sabía que se había equivocado al ayudar a Bruno, al creer que aquel hombre sabía algo. Roque se lo había querido explicar y no le había querido escuchar. Le entró el convencimiento en ese instante de que no era lo suficientemente buena para Roque, que era un chico muy bueno que ella no se merecía. Ahora entendía por qué no habían acabado juntos. Por qué aquello había salido mal y Roque nunca la vería como una chica especial, extraordinaria. Roque no era para ella.
Lloró desconsolada al darse cuenta de que había dejado de lado a sus amigos por una chiquillada, por hacer el tonto para gustarle a un chico. Les había fallado y no sabía si la perdonarían. Ella no pensaba perdonarse nunca.
Escuchó crujidos de hojas y ramas a su espalda y se dio la vuelta. Era el hombre mayor y medio calvo, el soldado que había ido en el otro coche con la chica morena.
- No quiero hacerte daño – dijo con voz amable, tranquilizadora. Y Lucía le creyó. – Sólo quería ver si estabas bien.
Lucía asintió, intentando sonreír.
Entonces un estallido de fuerza explotó a su espalda. Se dio la vuelta, sintiendo el impulso en los huesos. El soldado se acercó a ella de dos saltos y se echó la metralleta a la cara, asustado.
Un arco cegado que había en la pared que tenían enfrente, cercana al pozo del patio, había comenzado a brillar. Una luz azul, eléctrica, cubrió toda la abertura del arco, que estaba tapiada con sillares resquebrajados. Las piedras ya no se veían: la luz había cubierto el vano del arco como si alguien hubiese descorrido un telón.
La superficie azul no estaba inmóvil. De vez en cuando un rayo blanco recorría su superficie, quebrado. Cada vez que aparecía uno, Lucía notaba una fuerza magnética en el interior de su cuerpo, en sus huesos, en su sangre. Manuel y ella miraron el portal, maravillados.
Entonces, una mano oscura, como la de una persona pero el doble de grande, asomó a través del portal, atravesó la superficie del arco, como si fuese una cortina de agua.
La mano entró en nuestra dimensión.

* * * * * *

Escondidos detrás del castillo, fuera de él, en el muro más alejado de la antena de telefonía, los tres notaron la fuerza cósmica en su cuerpo. Sus huesos vibraron y el vello de la nuca se les puso de punta.
Las chicas se miraron, maravilladas y horrorizadas a la vez. La sensación era placentera, pero venía acompañada de una irresoluble fatalidad.
- Es el comienzo del fin – dijo el padre Beltrán, fúnebre.


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