jueves, 23 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 9

- 13 + 9 -

Lucía y Manuel miraron maravillados la mano que salía del portal. Era atrayente, pero también terrible.
Era una mano negra, correosa como el cuero, de la misma forma que una mano humana pero más grande, más fuerte. Más espantosa.
De pronto todo se precipitó. La mano retrocedió, ocultándose en el telón acuoso del portal, para reaparecer al instante, junto con el resto de la criatura. Un nuevo soldado del trece cruzó el vestíbulo entre los dos mundos.
Era un ser enorme, brutal. Era negro y brillante, aunque tenía la espalda y las piernas cubiertas de pelo. Tenía la forma de un gorila, aunque con cuatro brazos. Caminaba erguido, mirando hacia todas partes. Pero no tenía una cabeza como la de los gorilas: tenía como dos conchas convexas, que formaban una vaina que le salía del cuello, vertical. Dentro de las conchas, de color gris oscuro, palpitaba una masa de carne rosácea, de la que salían colmillos afilados.
La bestia localizó a los seres humanos y salvó la distancia que la separaba de ellos de dos grandes zancadas. Lucía chilló cuando la bestia la atrapó con los cuatro brazos.
La vaina calcárea de la cabeza del monstruo se abrió, dejando ver la carne pálida y blanda del interior. Una fila vertical de ojos observó a la chica: eran ojos redondos, rojos y malignos. Una boca desigual, llena de colmillos se abrió con hambre.
El monstruo mordió a Lucía en la cabeza, quebrándola el cráneo y alimentándose con su carne y su sangre. Manuel, aterrado, trastabilló hacia atrás. El monstruo soltó a la chica, cerró las conchas de su cabeza y observó al hombre.
Cargó contra él, bramando. Manuel acertó a disparar, mandando una ráfaga de balas con la metralleta. Las balas impactaron en el costado izquierdo de la bestia, arrancándola gritos de dolor y frenándola. Pero no la detuvieron.
De un salto magnífico recorrió la distancia que la separaba del soldado, cayendo sobre él y derribándole en el suelo. Manuel sintió cómo se le rompía una pierna cuando la bestia cayó sobre él. Después vio, con desesperación, cómo las conchas de la cabeza del ser volvían a abrirse.

* * * * * *

- ¿Qué ha sido eso? – dijo Sara, alzando la mano, acallando las voces de Bruno. La discusión se cortó de golpe.
La mujer y el hombre escucharon el grito de Lucía, que se cortó de golpe. Después llegó la ráfaga de metralleta y el grito sostenido de Manuel, que también acabó por cortarse.
- No lo sé, pero creo que hemos llegado tarde – dijo Bruno, temblando. Su deseo, su misión, habían pasado a un segundo plano. Lo que quería en ese momento era vivir.
El hombre rompió a correr, dirigiéndose a la salida de las ruinas. Sara miró hacia atrás, hacia el interior del castillo. Apretó los dientes y, con pena, abandonó allí a su compañero y a la chica rubia y corrió detrás de Bruno.
Pero no pudo correr durante mucho tiempo.
Un golpe magnífico, como de un látigo enorme, le sacudió las piernas, lanzándola al suelo. Gritó, más sorprendida que otra cosa, antes de rodar por el suelo y amortiguar la caída. Se puso en pie, apuntando con la metralleta a su alrededor.
Una serpiente gigante, a franjas negras y amarillas se irguió a su lado, con las fauces abiertas, repletas de dientes y con dos colmillos en los extremos, largos y puntiagudos. Miró a la mujer durante un segundo con sus ojos rojos y se lanzó a por ella, atrapándola con las fauces por el estómago. Sara chilló de dolor, escupiendo sangre.
La serpiente gigante apretó con los dientes, partiendo a la mujer por la mitad. Se volvió cautelosa entonces, vigilando a su alrededor: como todo depredador temía que alguien le robara su presa. Luego comenzó a devorar la mitad superior del cuerpo de Sara.
Bruno apuntó con el fusil y abrió fuego sobre la criatura. Una, dos, tres, cinco, ocho, doce veces. Los disparos fueron certeros, a pesar de lo mucho que le temblaba el pulso. La serpiente se sacudió, herida de muerte, cayendo desmadejada al suelo.
Desde detrás del muro de la estancia en la que estaba surgió una bandada de los murciélagos-mono. Bruno los vio alzarse, hacia el cielo morado. Apretó el fusil y corrió hacia el coche.
Sólo pensaba en huir de allí.

* * * * * *

La moto de Roque volaba por el camino de tierra, hacia la colina. Sergio, abrazado a su cintura, sentado detrás del grandullón, recordaba aquel camino, de cuando lo recorrían de niños en bici.
La noche había llegado prácticamente: el cielo estaba morado y el Sol estaba casi oculto. Habían llegado tarde. Pero llegarían al lado de sus amigos y estarían todos juntos. Si el portal no estaba en la colina volverían al pueblo con precaución. Si estaba allí....
Bueno, ya verían qué pasaba.
El camino empezó a ascender, pegado a las laderas de la colina. Roque aceleró y su moto rugió, subiendo más rápido.
Un coche, desbocado, surgió un poco más arriba, desde la curva cerrada que había más adelante. Derrapó, sus neumáticos chirriaron, y a punto estuvo de caer por el terraplén hasta la llanura, unos doce metros más abajo.
- ¡Mierda! – gritó Roque, asustado. Viró bruscamente con  la moto, pegándose a la pequeña cuneta que había del lado de la ladera. La moto cayó y quedaron caídos de lado. El coche pasó a su lado, muy cerca, pero sin tocarles. El motor rugía desesperado, dolido. El chasis chirrió cuando pegó contra la carretera llana de abajo. El coche entonces se alejó, aumentando su velocidad.
- ¿Qué cojones le pasaba a ése? – se indignó Sergio, poniéndose de pie en medio de la carretera, mirando hacia abajo, hacia los campos de cultivo. El sonido del coche le indicaba que se alejaba.
Unos chillidos y aleteos repugnantes fueron su respuesta, llenando el aire de ruidos. Los dos chicos se volvieron hacia la cima de la colina, viendo cómo una bandada de murciélagos gigantes cubría el cielo.
- Me parece que le pasaba eso – dijo Roque. Después levantó la moto y la encaró hacia abajo. Sergio saltó detrás de él, a tiempo justo para salir huyendo con su amigo.
La moto rugió terraplén abajo y luego entre los girasoles dormidos. Las bestias los vieron y escucharon, descendiendo hacia ellos.
- ¡¡Ésos son los cim....!! ¡¡Los chim....!! ¡¡Los murciélagos ésos!! – gritó Sergio al oído de Roque.
- ¡¡Y el del coche era Bruno!! – contestó el conductor. – ¿¡Les habrá despertado él!?
Sergio no contestó, mirando por encima del hombro. A pesar de que Roque conducía casi a cien por hora (lo que ya era una locura por aquel camino de tierra prensada) los monstruos voladores les estaban dando alcance.
- ¡¡Sigue recto!! ¡¡Intenta no girar bruscamente ni pillar baches!!
- ¿¡Qué vas a hacer!? – preguntó Roque. Sergio no le contestó, porque en realidad no estaba muy seguro.
Se descolgó con cuidado la mochila y se la puso por delante, entre la espalda de Roque y su barriga. Rebuscó en ella con una mano, mientras se agarraba con la otra al hombro de su amigo, que intentaba con dificultad no pasar por baches. Sergio cogió un trozo de camiseta y lo metió, con tiento, dentro de la boca de una de las latas de gasolina, dejando una parte fuera. Sujetó el chisquero eléctrico con la boca y sacó la lata de la mochila, intentando que no se volcara.
- ¡¡Frena un poco!! – farfulló con la boca llena, y Roque, a pesar del peligro, obedeció. La moto redujo mucho la velocidad y Sergio pudo manipular las cosas con más tranquilidad. Prendió el trapo con el chisquero y dejó caer la lata, que rodó por la carretera. – ¡¡Dale, dale, dale!!
Roque atacó el puño de la moto y aceleró, levantando brevemente la rueda delantera. Sergio miró hacia atrás, viendo cómo los murciélagos llegaban hasta la lata y la sobrepasaban.
Entonces estalló.
Una bola de fuego subió hacia el cielo, atrapando y abrasando a unos cuantos monstruos voladores. Sus chillidos de agonía llegaron hasta los dos chicos en moto. Los animales alcanzados por la explosión, ardiendo, caían al suelo y rodaban, hasta morir. Se convirtieron en pequeñas hogueras que iluminaban la carretera y la noche. El resto de bestias voladoras se dispersaron, gritando, asustadas y enfadadas.
Roque y Sergio, por su parte, gritaron de júbilo, mientras seguían alejándose hacia Castrejón.


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