viernes, 31 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 12

- 13 + 12 -

Roque salió de la calle por el lado más largo. Los buitres siguieron más al otro grupo, pero él no se dio cuenta.
Estaba conmocionado todavía por la muerte de Lucía. Él la quería, no tenía claro si tanto como ella a él, si tanto como para querer pasar el resto de su vida con ella. Pero la quería. Era su amiga.
Lloró mientras corría, cruzándose con gente a oscuras, peleando y muriendo a manos de ujkus, tanjings, sagnants vidua y chapadlas. Pero el grandullón no prestaba atención a todo aquello. No podía.
Llegó a la confluencia de tres calles, un cruce en el que la zona se ensanchaba. Allí acabó deteniéndose, llorando, presa de los sollozos y los temblores. No podía pensar en los monstruos que podían estar acechándole. Sólo pensaba en Lucía.
- ¡Eh! – le llamó la atención una voz. – ¡Eh, tú! – Roque miró a todas partes, con los ojos llenos de lágrimas. El frontal encendido iluminó las fachadas de alrededor. – ¿Quieres que te coman? Entonces no te muevas de ahí, así tendré mejores blancos cuando vengan esos bichos.... Pero si quieres seguir viviendo puedes subir aquí.
Roque se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, volviendo a mirar en torno. No veía a nadie.
- ¡Aquí arriba, pasmao! – dijo una mujer, asomándose a una ventana rectangular, más larga que alta. Estaba en una casa abandonada, a la derecha de Roque. La ventana era del desván de la casa. – ¿Subes o no?
Roque no se lo pensó dos veces: obedeció. Estaba en una situación en la que seguir órdenes era bastante más fácil que tener ideas propias.
Entró en la casa y subió por las escaleras polvorientas, entre muebles viejos y rotos. Se orientó para alcanzar el desván y subió usando una escalerilla de mano.
Arriba le esperaba la mujer, que había abandonado la ventana. Era una bella mujer morena y de piel pálida, muy atractiva. Era alta, tan sólo un poco menos que Roque. Vestía a lo soldado y llevaba en la mano un mortífero fusil de asalto.
- ¿Tienes un arma? – preguntó, a modo de saludo. Roque mostró sus dos cuchillos, el de trinchar de plata y el enorme del queso. La mujer compuso una mueca y se sacó una pistola de la cintura del pantalón, una automática. – Toma, anda. No sé cómo has sobrevivido hasta ahora.
La mujer volvió al lado de la ventana, asomándose por ella, colocándose en el suelo con el fusil en las manos y la cara, para poder disparar. Roque se tendió en el suelo a su lado.
- Pues he sobrevivido porque tengo más información que tú – dijo el chico, picado en su amor propio.
- ¿Ah, sí?
- ¿Tú sabías que la luz daña a esos bichos más que tus balas? – dijo Roque, con tono de reproche, quitándose el frontal apagado y enseñándoselo a la mujer. Ella apartó el fusil y lo cogió, mirándolo. Era un frontal normal y corriente, con bombilla halógena.
- ¿En serio? – preguntó incrédula.
- Si no es en serio, no sé por qué he sobrevivido.... – dijo Roque, recuperando su frontal. La mujer sonrió, aceptando la palabra del muchacho.
- Soy Elena.
- Roque.
Los dos estuvieron un rato en silencio, escuchando solamente los chillidos de los animales y los gritos de muerte de los humanos que venían desde la calle.
Unos cascos sonaron abajo. Los dos se asomaron un poco por la ventana. Un tanjing cruzaba la calle, husmeando, buscando la próxima víctima. Elena cogió con firmeza el rifle y apuntó.
- ¿Me permites? – susurró Roque. La mujer apartó el dedo del gatillo. El chico se incorporó un poco y encendió el frontal, apuntándolo hacia el animal.
La luz dio sobre la piel de la bestia, quemándola al instante. Burbujas aparecieron en su superficie, como si estuviese hirviendo. El animal se levantó sobre dos patas, relinchando herido y asustado. Roque mantuvo la luz en su cara, cruel.
Elena se quedó atónita ante el poder que una simple luz podía tener sobre aquellos seres. La cara del caballo se quemó toda y sus crines se inflamaron. El tanjing salió de allí corriendo, como una antorcha veloz. El fuego de su cabeza fue visible a lo largo de la calle mientras se alejaba.
- Increíble.... – murmuró la mujer.
Pero no hubo mucho más tiempo para halagos. Una riada de arañas, las sagnant vidua, se acercó al cruce por la calle que había usado el caballo en llamas para huir. Eran decenas, corriendo unas sobre otras. Chirriaban como cadenas de bici oxidadas.
Las arañas entraron en el edificio, como si supieran que la luz había venido de allí. Elena empezó a disparar sobre las sagnant, reventándolas de una en una. Pero eran demasiadas.
- ¡Maldita sea! – dijo la mujer, poniéndose en pie y corriendo a la puerta, cerrándola con llave y atrancándola con un pesado armario que había en el desván. – ¡Esas hijas de puta vienen a por nosotros!
Roque se puso también de pie, asustado, pensando en cómo salir de allí. Sabía que poco podían hacer su linterna y su cuchillo de trinchar contra una treintena de arañas peludas gigantes.
- ¿Tienes mechero? – preguntó de pronto, recordando el resto de armas que habían preparado Sergio y él.
- Sí.
La puerta saltó sobre las bisagras. Las sagnant vidua la estaban empujando desde fuera, cargando sobre ella para echarla abajo.
- ¿Y gasolina o queroseno o algo así? – volvió a preguntar Roque, poniéndose frenético.
- ¡No! – contestó Elena, empujando el armario para ejercer más resistencia.
- Confiemos en que la madera esté suficientemente seca.... – dijo Roque, cogiendo el mechero de manos de la soldado y encendiéndolo. Después lo acercó al armario, prendiendo los trapos viejos que había dentro.
- ¿Qué haces? – preguntó enfadada Elena.
- Luz – contestó Roque, corriendo hacia la ventana. El armario se inflamó de repente, como una antorcha. Elena se separó de él y corrió con Roque.
El chico abrió la ventana horizontal del todo, descolgando las piernas por ella. Se agarró como pudo a un canalón que bajaba hasta la calle y se descolgó por él. Elena, sin dudar, cogió su rifle de asalto y siguió al chico.
La casa era vieja y Castrejón estaba en medio de la llanura castellana: la madera estaba muy seca. Muy pronto todo el edificio empezó a arder, con altas llamas. Los chillidos y crujidos de muerte de las arañas compitieron con el fragor del fuego por ver cuál hacía más ruido.
- Buena idea, chico – alabó Elena, mientras los dos miraban el incendio desde el otro lado de la calle. Roque sonrió orgulloso.
Un rugido animal borró su sonrisa.
Se giró veloz, para ver llegar un puño del tamaño de una tostadora contra su cara. Roque voló por los aires, cayendo al suelo con dolor.
Elena se giró, ágilmente, y esquivó el puñetazo que iba dirigido a ella. La soldado era mortal en el combate cuerpo a cuerpo. Se acuclilló y se echó el fusil a la cara, quitando el seguro y apretando el gatillo repetidas veces, todo en un movimiento.
La ráfaga de balas impactó en la bestia que había cargado contra ellos, atravesando su piel negra, manchando el suelo con la sangre granate. El monstruo bramó, de dolor y furia.
Roque no sabía qué monstruo era ése: era del tamaño de un gorila, con cuatro brazos y manos enormes. Pero lo más extraño era su cabeza, formada por dos conchas alargadas de color gris oscuro que guardaban en su interior la carne rosácea, dotada de una fila vertical de ojos y una boca repleta de dientes.
La ráfaga de Elena había dado en el lado izquierdo del cuerpo de la bestia, inutilizándole los brazos de ese lado. Pero aún quedaba mucha fuerza dentro del monstruo. El ser cargó contra la mujer, que todavía fue capaz de dispararle a la cabeza. Pero no hubo daños: el gorila cerró sus conchas y las balas rebotaron.
Elena saltó a un lado, escapando del monstruo, pero éste también era rápido. La cogió al vuelo, sujetándola por un tobillo.
La mujer se revolvió, mientras el monstruoso ser la sujetaba en alto, cabeza abajo. Otros tres disparos le dieron al gorila en el pecho.
La bestia se enfureció aún más. Bramó, abriendo al máximo las conchas de su cabeza y la boca. Se cernió sobre la mujer, mordiéndola en la cara, con una presa fortísima. Elena no llegó a gritar. Las conchas calcáreas de color gris se cerraron sobre el cuello de la bella mujer y la bestia retorció el cuerpo, tirando del tobillo, arrancándole la cabeza. El monstruo soltó el cuerpo desmadejado, que quedó sangrando en el suelo. Se volvió hacia Roque, con las conchas cerradas: la boca, en su interior, seguía masticando los huesos y la carne de la cabeza de Elena.
Roque tragó saliva, sabiendo que era el siguiente.
La vaina formada por las conchas se abrió, mostrando la blanda cabeza de la bestia manchada de sangre. Bramó de nuevo, atacando al chico, con los dos brazos izquierdos colgantes.
Roque supo que iba a morir. Pero entonces notó el cuchillo enorme que llevaba en la cintura cortándole la pierna. Estaba caído en el suelo, sentado con la espalda apoyada en la pared de una casa: la postura forzada hacía que el cuchillo le cortase el pantalón y la piel del muslo.
Sacó el cuchillo con un movimiento rápido, sintiendo dolor en la pierna. Se puso de rodillas y lo clavó en el vientre de la bestia, que ya estaba encima de él.
El gorila aulló de dolor, pero golpeó a Roque, mandándole por los aires hasta chocar contra la fachada de la casa de enfrente, al otro lado de la calle. El cuchillo seguía clavado en su vientre y el gorila seguía en pie. Roque se irguió, sangrando por la nariz.
La bestia volvió a correr hacia él.
Con la mano izquierda sacó el cuchillo de trinchar de plata del bolsillo. Lo cogió con las dos manos y lo blandió por encima de su cabeza hacia adelante, corriendo hacia el gorila, gritando como un loco. El choque fue brutal.
Pero el cuchillo se clavó en el pecho de la bestia.
El gorila empezó a respirar con dificultad, intentando arrancarse el cuchillo, buscándolo con las dos manos derechas. Cayó al suelo, luchando por respirar. Roque lo miró agonizar, viendo cómo la plata hacía su efecto.
Cuando el monstruoso gorila quedó inmóvil en el suelo, con los dos cuchillos clavados en su cuerpo, Roque arrancó el que tenía en el vientre y cosió a puñaladas el cadáver, dejando que su frustración y su dolor se diluyeran en la sangre granate que surgía de la bestia muerta y en el sudor que cubrió su propio cuerpo.

* * * * * *

Sergio se alejó de la calle a oscuras, huyendo de los buitres de dos cabezas. No sabía hacia dónde habían corrido sus amigos y sabía que era un error separarse, pero lo primero era lo primero: había que sobrevivir.
Corrió por otra calle del pueblo, cruzándose con un montón de vecinos que luchaban para poder seguir viviendo. Las criaturas habían tomado el pueblo. Era su victoria.
Escuchó unos cascos de caballo a su espalda. Se giró asustado y vio a un tanjing correr tras él. Presa del miedo, Sergio se dio la vuelta y corrió aún más rápido, sabiendo que no podría escapar.
El caballo demoníaco lo alcanzó y le arrolló con el pecho, lanzándole al suelo. Sergio cayó y rodó, haciéndose daño en las manos y en una rodilla. Intentó ponerse en pie, pero le falló la pierna y volvió a caer.
El tanjing se acercó a él al paso, casi victorioso. Había cobrado una nueva presa y se disponía a comérsela. Pero Sergio no se iba a rendir tan fácilmente.
Sacó como pudo las linternas de los bolsillos y las encendió, apuntando con las dos directamente a la cara del animal. El tanjing se asustó, al sentir la potente luz en el hocico. Se apartó, pero no se fue. Sergio dirigió mejor las linternas y los focos apuntaron a la cara y las patas del animal.
Entonces el monstruo se puso de manos, asustado. Su piel y su carne habían empezado a quemarse, hirviendo. Sergio se animó, al ver que le hacía daño. Pero se asustó al ver la postura del animal.
El caballo se había erguido sobre sus patas traseras no para huir de la luz o echar a correr: lo había hecho para patear al chico. Y Sergio fue consciente de ello un segundo antes de que cayera sobre él.
Pero entonces una escopetada sonó cerca. El tanjing cayó de lado, relinchando de dolor. Se puso en pie y nuevos disparos le dieron en el flanco, salpicando sangre granate sobre el suelo y sobre Sergio. El monstruo huyó al final, corriendo.
- ¿Estás bien, chico? – dijo una voz amable, cerca de él. Sergio se quitó los brazos de la cara y vio a un hombre inclinado sobre él, atento.
- Estoy bien – contestó, aunque le dolía todo el cuerpo, sobre todo la pierna. Se levantó con ayuda.
Sergio se fijó en su salvador, que no era un hombre solo, sino dos. Llevaban pistolas como de la policía, y el que le había ayudado a levantarse tenía además una escopeta de caza y una canana con cartuchos cruzada al pecho.
- Muchas gracias.
- No hay de qué – dijo el otro hombre, acercándose. Era mayor que el primero, pero no viejo. – ¿Por qué no vuelves a tu casa, chico? A lo mejor allí estás más seguro....
- No puedo – contestó Sergio, agachándose a por sus linternas y probando la resistencia de su pierna herida. – Mis amigos están por ahí. Tengo que encontrarles antes de largarnos del pueblo.
- Me parece que es lo más sensato – dijo el hombre de la escopeta, volviéndose hacia su compañero, que arrugó el gesto. Parecía que era el tema de conversación de una discusión inconclusa que habían tenido entre ellos. – Aquí poco podemos hacer ya....
- Eso parece.... – dijo el otro hombre. Después se volvió a Sergio. – ¿Tenéis modo de salir del pueblo?
- Creo que sí....
- Nosotros tenemos un coche. Podemos ayudaros – dijo el hombre. Después le tendió la mano a Sergio. – Soy Manuel. Y este pringao de aquí es Félix.
- Sergio.
- Encantado colega. Y ahora, ¿dónde están tus amigos? – dijo Félix, empuñando la escopeta con las dos manos.
- Les he perdido por ahí atrás – dijo Sergio, señalando, dándose cuenta entonces de cuánto se había alejado de la calle donde se habían reunido todos momentos antes.
- Pues vamos para allá.
Los tres se pusieron en marcha.
Los ruidos de las bestias venían de todas partes, desde la lejanía, pero también desde las calles cercanas. Unos horribles chasquidos empezaron a sonar a su espalda. Sergio creyó saber a qué se debían.
Se giró y apuntó hacia la oscuridad con las linternas halógenas. Los potentes focos iluminaron un grupo de kehipys, que retrocedieron cuando la luz les quemó. Pero eran muchos monstruos.
- Déjalo, chico, son demasiados – dijo Manuel, tirando de él y haciéndole correr. Sergio lo hizo, lanzando la luz de las linternas hacia atrás a menudo, haciendo que los gigantescos escorpiones se quedaran alejados, aunque no dejaban de seguirles.
Llegaron a un cruce de calles, muy cerrado. Las casas estaban muy juntas unas de otras en ese punto. Un coche lo tendría difícil para girar allí.
Manuel iba en cabeza, mirando hacia dónde girar. No se le ocurrió que la pistola que llevaba para proteger su vida activaría la trampa. Los sensores magnéticos se dispararon y la red eléctrica, sujeta con finos cables de sedal a los balcones de las casas, cayó sobre él.
La corriente eléctrica que liberaban las redes estaba pensada para detener a animales mucho mayores que un humano. La descarga dejó inconsciente a Manuel al instante, aflojándole además la vejiga y los intestinos.
- ¡Manuel! – gritó Félix, al ver a su amigo atrapado bajo una malla de color negro y cordones gruesos. Cuando el otro guardia civil cogió la red para sacar a su compañero recibió una descarga que le atontó la mano. Tuvo suerte de que la descarga principal se la hubiese llevado su amigo: sólo quedaba una pequeña carga residual para calmar a la presa recién capturada.
- ¡Manuel! ¡Manuel! ¡Sal de ahí, hombre! – pidió Félix, gritando airado. Pero su amigo no estaba para escuchar órdenes o peticiones. Y los escorpiones seguían acercándose.
- Tenemos que irnos – dijo Sergio, tirando de la manga de Félix, que seguía intentando sacar a su amigo de la red, sin importarle las descargas que le daban a él.
Sergio tragó saliva, poniéndose en el lugar del hombre de la escopeta, recordando a Lucía. Tiró de él con más fuerza y le separó del hombre inconsciente. El chico echó a correr y Félix acabó siguiéndole, mirando hacia atrás, descompuesto, viendo cómo dejaba atrás a su amigo.
La oscuridad pronto le tapó.
No pudo ver cómo los escorpiones gigantes lo devoraban, pero sí que escuchó los ruidos mientras lo hacían.


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