domingo, 19 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 7

- 13 + 7 -

Bruno llegó al pueblo y aparcó justo delante de la casa de Lucía.
Sorprendentemente se sentía bien. Estaba tranquilo, con la mente lúcida y clara. No se sentía culpable ni tenía remordimientos. Los temblores le habían desaparecido y el malestar después de vomitar.
Había cometido tres asesinatos pero estaba sosegado.
Su misión era lo más importante. No dejaría que ninguna otra acción o sentimiento le alejara de ella.
En el mismo momento en que le avisaron, días atrás, de que había indicios de que un corpóreo había llegado a nuestra dimensión, el mayor deseo de toda su vida volvió a despertar en su cabeza. Por fin iba a poder cumplirlo, a lograr lo que siempre había querido.
En ningún momento había querido atajar el problema. Nunca había buscado frenar los asesinatos, ni cazar a las criaturas culpables. Si había buscado con ahínco el nido no era para destruirlo.
Lo que Bruno siempre había deseado desde niño, desde que sus padres murieron a causa del ataque de un “encarnado”, había sido hacerse con uno. Criarle, cuidarle. Ser el dueño y el amo de un asesino sin piedad. Cuando llegó a Castrejón y descubrió que allí tenía al alcance a diferentes monstruos, decidió que formaría un ejército.
No había pensado en atacar a nada ni a nadie. No buscaba hacerse con el país usando sus monstruos. No buscaba un medio para vengarse de nadie.
Simplemente quería ser el dueño de algo extraordinario. Quería ser recordado y respetado por controlar una de las criaturas más magníficas y peligrosas del mundo. Quería poder sentir que era inatacable, que siempre habría alguien que le defendería de todo y de todos. Quería poder saber qué se siente cuando se tiene tal poder y se puede usar.
Por eso había tenido que deshacerse de Suárez y de su equipo. Sólo necesitaba sus aparatos. Y sus armas.
Lo segundo podría cogerlo en cuanto quisiese. Y lo primero pensaba consultarlo en seguida, cuando fuese a buscar lo segundo. Pero antes tenía pensado recoger a alguien.
Lucía. Aquella chica le había gustado, y no sólo sexualmente. Aquella chica podría llegar a entenderle, podría disfrutar como él de su momento de gloria, cuando atrapara a los monstruos, uno por uno. Quería que fuese testigo y protagonista de su victoria. Quería que se divirtiera tanto como él.
Bajó del coche y llamó a la puerta de la casa, apresurándose de repente. Ahora que lo veía todo tan cerca, que se sentía eufórico, le entraba la prisa por conseguir su deseo. Lo quería ya.
Fue Lucía la que abrió la puerta, con cara asustada.
- ¡Lucía! ¡Me alegro de verte!
- Eh.... yo también – dijo la chica mirando por encima del hombro dentro de la casa, preocupada por algo. – ¿Para qué has venido?
- Creo que podemos descubrir dónde está el nido – dijo Bruno, alegre. Lucía le miró, entristecida.
- Siento no haber sido de ayuda....
- ¡Pero qué dices! ¡Has sido de mucha ayuda! – mintió Bruno. Quería a aquella chica junto a él y tenía que animarla para que se sintiera bien y útil.
- ¿En serio? – dijo Lucía, desanimada.
- ¡Claro que sí! Hemos descartado muchos lugares gracias a tu investigación.... Pero ahora, usando los equipos de la agencia, tenemos el lugar exacto. ¿Quieres venir conmigo a descubrirlo?
Lucía dejó de mirar por encima del hombro hacia dentro de su casa, preocupada, y dirigió la mirada hacia Bruno, con los ojos abiertos y llenos de prisa.
- Claro que quiero ir – dijo, atropelladamente, cogiendo las llaves de casa y saliendo a la calle, al lado del hombre. Bruno se asombró un poco ante tanto entusiasmo y prisa, pero luego sonrió, pasó un brazo por los hombros de la chica y la guió hasta el coche.

* * * * * *

- No me contestan....
- ¿Ninguno de los dos?
Victoria negó con la cabeza.
Las dos chicas andaban por el campo con el padre Beltrán, en dirección a la colina. Siempre que la miraba desde el pueblo a Victoria le parecía que estaba allí cerca, al alcance de la mano, pero en realidad estaba bastante lejos, a unos seis kilómetros de Castrejón. Había muchos campos por los que pasar antes de llegar a las ruinas del castillo.
Llevaban un buen rato intentando hablar con Roque y con Sergio. Pero el primero no contestaba al teléfono y el segundo, al parecer, se lo había dejado en casa: fue su padre el que contestó al encontrarlo en la mesa del salón.
- Me preocupa que Roque no nos conteste – dijo Mowgli, aprensiva. – Llevamos mucho tiempo sin saber de él.
- Aún es de día. Las criaturas no han podido hacerle nada – fue el comentario del padre Beltrán.
- No son las criaturas las que me preocupan – dijo Mowgli.
- Volveré a llamar.... – dijo Victoria, suspirando. Ella también estaba preocupada.
Los tres siguieron andando. Ninguno lo dijo más, pero no dejaron de pensar en sus amigos.

* * * * * *

Sergio no sabía dónde leches buscar a su amigo Roque. Había dado mil vueltas por el pueblo, buscándole en todos los lugares que la pandilla reconocía como “suyos”: el parque infantil cerca de la plaza mayor, la fuente al final del pueblo por la salida sur, la mesa del fondo a la derecha, al lado de la planta, en el bar.... Su pueblo no era muy grande, lo había recorrido unas tres o cuatro veces, pero no había ni rastro del grandullón.
Tampoco sabía nada de sus amigas y del padre Beltrán. Cuando volvió al bar no los encontró allí. Y no tenía el móvil, así que no pudo llamarles.
Desesperado, se sentó en el columpio del parque, pensando qué hacer a continuación.
Quizá debería volver a su casa y buscar su móvil, si es que se lo había dejado allí a la hora de comer, de lo que no estaba muy seguro. Si lo recuperaba llamaría a Victoria o a Mowgli, a ver por dónde andaban. Y llamaría a Roque, a ver dónde narices se había metido.
Se puso de pie y caminó hacia la plaza mayor. El cielo estaba pálido, sin fuerza, volviéndose de un azul oscuro. El Sol empezaba a marcharse. Tenían que encontrar muy pronto el portal o irse a casa, refugiarse. Al día siguiente volverían a empezar.
Cuando pasó por delante de la casa de Lucía tuvo una idea. Roque había ido a hablar con Lucía aquella mañana, cuando se despidieron a la hora de comer. A lo mejor su amiga sabía dónde estaba el chico.
Llamó a la puerta y esperó pacientemente a que le abrieran. No tenía muchas ganas de hablar con su amiga (con la extraña en que se había convertido su amiga) pero esperaba que pudiese ayudarle a encontrar a Roque.
Fue la madre de Lucía la que abrió, alegrándose al instante al ver a Sergio.
- ¡Sergio, hijo! ¡Qué sorpresa!
- Hola Pilar. ¿Qué tal estamos?
- Bien. ¿No está Lucía contigo? – preguntó de sopetón. Sergio negó con la cabeza. – ¡Ah, vaya! Lucía se ha ido hace un rato y pensamos que estaría con vosotros....
- No.... – dijo Sergio, y agregó, para tranquilizar a la mujer – bueno, no sé. Yo no estaba con los demás. Estará con ellos.
La mujer asintió.
- ¿No ha visto a Roque por aquí?
- ¿A Roque? Sí, ha venido esta mañana....
- Ya.... – contestó Sergio, pensando. Parecía que no había rastro de Roque por ningún lado.
Entonces un móvil sonó dentro de la casa. El sonido llegaba apagado, pero reconocible.
- Es el móvil de Roque – dijo Sergio, sorprendido.
- ¿Y qué hace aquí? – se sorprendió la madre de Lucía.
- No lo sé.... ¿Puedo entrar a cogerlo?
- Claro, hijo, claro – contestó la buena mujer, apartándose para que Sergio pudiera pasar. El chico subió las escaleras y llegó hasta la habitación de Lucía, de donde venía el sonido. El móvil de Roque era inconfundible: sonaba con la canción de Darth Vader, de la Guerra de las Galaxias.
Buscó por la habitación, acelerado, intentando encontrarle antes de que el que llamaba colgara y la canción cesara. Entonces descubrió el origen del sonido, asombrándose: el armario de Lucía. En ese momento el móvil se calló.
Sergio abrió las dos puertas del gran armario a la vez, sintiéndose mal por hurgar así en la intimidad de su amiga. Pero lo que encontró dentro del armario de Lucía le quitó ese sentimiento de una bofetada.
Roque estaba allí, atado y amordazado.
El grandullón, al ver a su amigo, empezó a agitarse, llamando su atención. Algo que no era necesario, porque Sergio ya lo miraba, atónito, sin poder reaccionar. Al cabo de un momento volvió en sí y se agachó, para desatar a su gran amigo.
- ¡Joder! ¡Menos mal! Ya era hora de que alguien me encontrara – resopló Roque, cuando se libró de la mordaza.
- ¿Qué te ha pasado?
- Ha sido Lucía. Me pegó una hostia por detrás, no sé con qué – dijo el grandullón, estirando los brazos y las piernas, entumecidos después de horas de estar atados. Sergio vio los trozos de silla tirados en el suelo e imaginó el arma usada por Lucía.
- ¿Te pegó? – Sergio no podía creerlo.
- Lucía no es ella misma, está fuera de sí. Dice que está haciendo todo esto por mí. No atiende a razones.
Sergio sacudió la cabeza, apenado.
- No podemos hacer nada más por ella. Lo único que puede ayudarla es que todo esto acabe de una vez. Quizá luego vuelva a recuperar la cordura, a ser la que era.
- Eso espero....
- Mira a ver quién te ha llamado, anda – dijo Sergio.
- Seguro que han sido éstas – contestó Roque, sacando el móvil del bolsillo del pantalón. – El móvil me ha sonado como unas seis o siete veces. No sé cómo los padres de Lucía no lo han oído.... – el grandullón miró las llamadas perdidas y comprobó que eran todas de Victoria. – Eran éstas.
- Estaban con el padre Beltrán. Llámalas a ver qué quieren.
Roque llamó a su amiga Victoria, que contestó en seguida.
- ¡Roque! ¡Joder! ¿Dónde estabas?
- Atado dentro de un armario.... – fue la sorprendente respuesta, que sonó cómica gracias al tono gracioso de Roque. – Luego te explico. ¿Dónde estáis?
- De camino al castillo. ¡Ya sabemos dónde está el portal! Bueno, tenemos una teoría, creemos que está en las ruinas. Ahora mismo vamos a comprobarlo.
- Van a las ruinas del castillo – le transmitió Roque a Sergio.
- ¿Al castillo?
- Creen que el portal se esconde entre las ruinas.... – dijo Roque, volviéndose a poner al teléfono.
- ¿Roque? ¿Roque?
- Estoy aquí otra vez.
- Espera, el padre Beltrán quiere hablar contigo – explicó Victoria, dejándole el aparato al sacerdote de negro.
- ¿Roque?
- Dígame....
- ¿Estás con Sergio? – preguntó la voz cascada del cura.
- Sí, él es el que me ha encontrado – contestó el grandullón, inclinándose y ladeando el teléfono. Sergio se acercó a él y escuchó la conversación, con la cara pegada a la de su amigo.
- Escuchad, no tenemos tiempo. La noche está cerca y no nos va a dar tiempo a cerrar el portal – explicó el padre Beltrán, con voz apagada. – No os reunáis con nosotros. No conseguiríamos nada.
- ¿Y qué hacemos?
- Nosotros vamos a seguir hasta el castillo, a comprobar nuestra teoría. Si es acertada volveremos al pueblo, a prepararnos para la ceremonia: no sé si podremos, pero intentaremos cerrar el portal, aunque sea de noche.
- Bien – dijo Roque, decidido.
- Vosotros podéis iros preparando – dijo el cura. – Buscad armas. Lo que encontréis. Esas criaturas son entes paranormales, pero son corpóreos. Cualquier arma les hará daño: pero recordad que es más efectiva la plata. ¡Ah! Y conseguid linternas, mejor si son halógenas. Y antorchas, o algún modo de encender un fuego que podamos llevar con nosotros.
- De acuerdo.
- Buena suerte, chicos – dijo el cura, y Roque se sorprendió. El sacerdote de negro había parecido amable y preocupado. – Esta noche se desata el Infierno en nuestro mundo.
- Estaremos preparados – dijo Roque, decidido, y Sergio asintió.
- No sé si algún ser humano de la Tierra está preparado para lo que puede venir esta noche.... – fueron las fúnebres palabras del anciano, y Roque y Sergio tragaron saliva – ....pero vuestro coraje me anima. Buena suerte.
- Igualmente.
- Por cierto – añadió el sacerdote, en voz muy baja. Estaba claro que no quería que Victoria y Mowgli escuchasen sus últimas palabras. – No es seguro que nosotros vayamos a sobrevivir. Esperadnos, pero no demasiado. Si las cosas se ponen feas, dejad el pueblo. Y buscad un refugio en cualquier lugar del país, si es que lo hay.
Los dos chicos no supieron qué contestar, y se quedaron en silencio mientras el padre Beltrán colgaba. Roque tragó saliva, sonoramente, mientras colgaba él también y bajaba el móvil hasta el bolsillo, lentamente.
- ¿Sabes lo que me gusta de este tío? – dijo Sergio, de pronto. Su voz intentaba sonar alegre y cómica, pero no lo consiguió. – Su optimismo....
Ninguno de los dos consiguió reír con la broma.


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