viernes, 6 de marzo de 2015

Târq (7) - Capítulo 2


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Felipe Cánovas Tomillo no escuchó el ruido que sonó detrás de él, como de ramas duras rozando contra la piedra de una pared. Estaba tan distraído que no lo escuchó, a pesar de que la noche era oscura y silenciosa, serena.
Su vida dependía de que lo hubiese escuchado.
Pero no lo hizo.
Felipe Cánovas Tomillo acababa de llegar a su pueblo, en el que vivía, un pequeño pueblo llamado Casillas, cerca de Villarcayo, en el norte de la provincia de Burgos. Tenía una estupenda casa que había sido de sus abuelos. Como era huérfano y se había criado con ellos desde los doce años, cuando ellos murieron la casa pasó a ser de su propiedad.
Era magnífica y como era en la casa en la que se había criado y había sido de sus abuelos durante más de sesenta años le costaba mucho desprenderse de ella. Por eso vivía allí, a pesar de trabajar a casi cincuenta kilómetros de allí.
Así era como Felipe Cánovas Tomillo llegaba todos los días a su casa reventado, cansadísimo, destrozado, después de pasar todo el día fuera. Después de trabajar diez horas, más la hora de la comida en un restaurante de mala muerte, más el viaje de ida por la mañana y el de vuelta por la tarde. Todos los días se planteaba dejar la casa y mudarse a la ciudad en la que trabajaba, pero después veía las fotos de sus abuelos colgadas en las paredes o en las repisas de las estanterías y no podía pensar en otra casa en la que vivir. Después pasaba un fin de semana tranquilo en el pueblo, haciendo rutas en bici por los caminos de montaña, paseando por las (pocas) calles del pueblo, viendo los atardeceres y las estrellas brillar en el cielo nocturno y no podía imaginarse cómo alguien querría vivir en una ciudad.
Así que seguía en su casa, haciendo un viaje de cincuenta kilómetros para ir a trabajar y otros cincuenta para volver de trabajar. Por eso estaba cansado, por eso estaba distraído y por eso no escuchó el ruido que hizo la criatura que pretendía matarle.
Cruzó el pequeño jardín que había delante de su casa (y que siempre se decía que tenía que arreglar y cuidar) y trasteó con la llave en la cerradura. Al mismo tiempo que sonó el “clic” en la cerradura, escuchó un ruido de loza rota detrás de él.
Felipe Cánovas Tomillo se giró, ahora sí alarmado. A pesar del sueño y del despiste había escuchado perfectamente el ruido detrás de él.
Una teja se había roto contra el suelo, en mitad del jardín. Había ido a caer justo sobre una roca plana que había estado siempre allí, de color gris pálido. Felipe Cánovas solía jugar con los playmobil allí, todos los veranos, cuando iba a visitar a sus abuelos de niño, antes de que sus padres murieran.
Felipe Cánovas Tomillo se acercó a la teja rota, tomando con curiosidad un pedazo de loza, mirándolo con asombro.
- ¿Cómo....? – se dijo, sin más. Se giró para mirar al tejado, desde el medio del jardín salvaje y descuidado, y no pudo hablar más. Una sombra enorme destacaba en lo alto del tejado, recortada contra la luz de las estrellas. La pequeña bombilla que había en el alero del tejado, sobre la puerta de entrada, no le alumbraba para ver qué era.
Gruñó.
Un gruñido gutural reverberó desde la criatura agazapada, desde el tejado. Felipe Cánovas Tomillo no sabía qué era aquello, pero el gruñido era tan primitivo, tan peligroso, tan innato, que notó cómo mojaba la entrepierna de sus pantalones de vestir, los que debía llevar para trabajar en la oficina.
Destacaron de repente dos puntos rojos en un extremo de la negrura de la silueta de la criatura. Aquella cosa tenía ojos malignos. Y los tenía clavados en él.
Felipe Cánovas Tomillo quiso correr y gritar, todo a la vez, pero no logró hacer ni una cosa ni otra. Estaba cansado, asustado, nervioso y era despistado. Así que corrió, pero en lugar de acercarse a su casa se alejó de ella, para cruzar el jardín y salir de nuevo a las calles del pueblo. Tropezó con la roca del jardín y cayó al suelo, rodando, por lo que, aunque quiso gritar, no lo hizo: el grito se le cortó con el golpe contra el suelo.
A pesar del golpetazo no sintió dolor: su cerebro sólo estaba centrado en que una criatura inmensa, cubierta de pelo, con ojos rojos y a cuatro patas estaba allí al lado, dispuesto a atacarle.
Y así fue.
Mientras estaba en el suelo, terminando de rodar, la criatura saltó desde el tejado, rugiendo, aterrizando con un golpe fuerte de sus cuatro patas en la tierra del jardín, al lado de Felipe. Éste pudo ver entonces, gracias a la débil bombilla encima de la puerta, a un monstruo con pinta de lobo, enorme, de color negro y ojos rojos, con el hocico alargado, entreabierto, la boca repleta de colmillos. Estaba cubierto de un pelo duro y grueso, con hebras parecidas al plástico.
Si Felipe Cánovas Tomillo hubiese escuchado el ruido de los pelos del monstruo contra la pared de su casa quizá se hubiese prevenido y habría entrado antes dentro. Si hubiese estado prevenido no hubiese ido a ver la teja que se había roto en mitad de su jardín. Si no hubiese ido a mirar la teja rota no hubiese salido a terreno abierto, donde el monstruo podía atacarle a placer.
Felipe Cánovas Tomillo lo había hecho todo mal.
Excepto coger un trozo de teja para asegurarse de lo que era.
El monstruo con aspecto de lobo estaba a su lado, los colmillos a escasos centímetros de su cara. Rugió y ladró con fuerza y Felipe reaccionó con desesperación. Cuando el “lobo” se lanzó a morderle, Felipe agitó sus manos delante de él, con la buena suerte de que le cortó en las fauces con el trozo de teja rota que sostenía en la mano derecha, apretándola con frenesí, cortándose con ella.
El monstruo aulló de dolor, mientras una sangre espesa y granate regaba en gotas gordas la superficie de la roca gris del jardín. Felipe Cánovas Tomillo fue capaz de reaccionar y separarse de la criatura, arrastrándose por la hierba.
Cuando el monstruo se volvió de nuevo hacia él y supo que no podría escapar de sus dentelladas por segunda vez, una sombra enorme, como un cuervo gigantesco y negro, saltó la valla de madera de su jardín y cruzó el espacio entre él y el “lobo”. Fue una sombra negra en la que sólo se apreció una nota de color: un leve destello plateado que viajó con ella en su salto.
Más allá, cerca de la puerta, aterrizó un hombre vestido de negro, que se irguió inmediatamente nada más caer, volviéndose hacia él y el monstruo. Felipe Cánovas Tomillo comprobó entonces que su salvador era un anciano, vestido con una sotana negra, tocado con un sombrero de ala plana y redonda y cubierto con un abrigo negro de paño, abierto, que parecía unas alas de cuervo.
- Ujku, a mí.... – le escuchó decir, con una voz cascada. También de cuervo. Aquel tipo, a pesar del pelo plateado que le caía en una melena descuidada por los hombros y del alzacuello blanquísimo, parecía un enorme y desagradable cuervo negro.
No sabía qué le había llamado a aquel lobo enorme, pero el caso es que la criatura se volvió hacia él. Atacó de improviso y el sacerdote anciano se revolvió, empuñando un cuchillo plateado en la mano. Le lanzó un tajo que le cortó en un costado al monstruo, pero el “lobo” le arrolló con su salto. Los dos dieron vueltas sobre la hierba, cerca de la casa, y Felipe Cánovas los vio luchar con asombro y terror, alejándose de ellos, arrastrándose por la hierba, de espaldas, empujándose con las piernas.
El “lobo” acabó lanzando un gañido de dolor y se apartó del anciano con un salto torpe. El anciano se levantó del suelo al instante. El monstruo quedó tendido en la hierba descuidada y salvaje, respirando afanosamente. El anciano sacerdote se acercó a él con precaución, apartándose el pelo gris de la cara, con la cuchilla plateada en la mano. Se detuvo a su lado y comprobó que el monstruo no se iba a mover más. Apoyó una mano, casi caritativa, en el lomo de la bestia y pronunció unas palabras que a Felipe le sonaron a chino.
- Vahlá, ujku cemborra. Hèrat tempus târq.... – musitó, antes de bajar con fuerza la cuchilla y clavársela al “lobo” en la nuca. La bestia dio un respingo y se quedó inmóvil. Para siempre.
El sacerdote de negro giró la cabeza entonces y miró de frente a Felipe Cánovas. Éste se fijó entonces en que el anciano llevaba unas gafas de sol redondas, que le cubrían los ojos por completo.
El anciano se acercó de dos zancadas a él y le revisó la cara, los brazos y las piernas, con brusquedad y fiereza. Felipe se dio cuenta de que el anciano tenía la manga de la sotana rota y le sangraba el brazo, pero no parecía importarle ni notarlo.
- ¡¡Eh!! ¿Qué hace? – se quejó, pero el anciano no cambió sus modales. Siguió con la revisión y cuando comprobó que el asustado inquilino de aquella finca estaba bien, le dejó y se dirigió con paso rápido hacia la puerta de la valla, para salir de allí. – ¡¡Eh!! ¡¡Oiga!! ¡¡Eso no era un lobo!!
Quizá fueron las palabras, o el tono, o que Felipe se había levantado por fin del suelo, pero el sacerdote se detuvo delante de la pequeña cancela que había en la valla de madera. Se volvió y miró a Felipe con una mirada fría que atravesó las gafas de sol.
- Eso era un lobo....
Felipe Cánovas Tomillo tragó saliva antes de atreverse a volver a hablar.
- Pues no era un lobo muy normal....
Casi pareció que el sacerdote fuese a sonreír antes de contestar, pero no lo hizo. Felipe Cánovas Tomillo supo en ese mismo momento que nunca lo hacía.
- Era un lobo, en términos terrestres, pero no era uno normal, eso es cierto.... – dijo con su voz cascada. – Olvídese de esto y queme el cuerpo, pronto. Y hágalo a escondidas....
Felipe Cánovas Tomillo miró el cadáver de aquel “lobo” enorme, que sangraba sangre granate y que tenía ojos rojos que brillaban en la oscuridad. Imaginó que podría quemarlo en la parte de atrás del patio, aunque no sabía cómo lo iba a llevar hasta allí.
- Pero.... ¿Qué es? ¿Quién es usted? – se escuchó preguntar, volviendo a mirar al sacerdote. Éste estaba ya al otro lado de la valla de madera, cerrando la cancela, con la cabeza agachada. Levantó la mirada y su cara apareció bajo el ala del sombrero.
- No le importa qué es. No le importa quién soy – su voz se tornó más oscura. – Sólo le interesa saber que soy la persona que volverá aquí si no me hace caso. Y esta vez vendré por usted.
Felipe Cánovas Tomillo tragó saliva, muy asustado de repente. Sabía que aquel tipo cumpliría su amenaza, y curiosamente tenía más miedo por su alma que por el dolor físico de su cuerpo.
El sacerdote de negro desapareció por la calle del pueblo, con el abrigo revoloteando tras él como alas de cuervo.
Felipe Cánovas Tomillo se sintió afortunado.
No supo si por haber sobrevivido o por haber perdido de vista a aquel extraño personaje.



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