martes, 17 de marzo de 2015

Târq (7) - Capitulo 7


- 7 -
  
Daniel Galván Alija se apoyaba sobre su única mano, con el codo en la mesa, aburrido, observando el monitor de su terminal. Habían sido dos días muy aburridos, en los que no había pasado nada de consideración. Había tratado de seguir los pasos del padre Beltrán, sin conseguirlo del todo. Estaba claro que aquel hombre había pasado desapercibido durante años no por casualidad.
- ¡Daniel! – le llamaron, sacándole de su nube, parpadeando algo perdido al principio. Se incorporó en la silla de su terminal y miró alrededor, comprobando que había sido Covadonga Meirelles Loza quien le había llamado.
- ¿Sí?
- Ven.... – dijo la mujer, con disimulo, acompañando la orden con un movimiento de la mano, tapado. Daniel se levantó y se acercó al terminal de la técnico.
Covadonga Meirelles Loza era otra técnico de la Sala de Luces, con el mismo nivel que Daniel y que los demás, aunque llevaba en la agencia desde su creación y todos le tenían mucho respeto. No era la superiora de nadie, pero la mayoría la reconocía como tal.
Era una mujer de sesenta y cinco años, a punto de jubilarse, a la que le costaba dejar el trabajo y la agencia. Sabía mucho de aquel trabajo, le gustaba y la tenía enganchada. A finales de aquel año se jubilaría al fin, pero no estaba contenta por ello. Tenía el pelo cano, ojos grises detrás de las gafas de montura de carey y llevaba siempre pendientes de perlas y un colgante de un crucifijo de oro en una cadenita dorada.
- Dime, Covadonga.... – dijo Daniel, en voz baja. Aquellas maneras con las que Covadonga le había llamado le tenían alerta. Los dos técnicos que estaban a ambos lados del terminal de Covadonga estaban ocupados hablando por teléfono, sin prestarles atención a ellos, pero cualquier precaución era poca cosa.
- ¿Sabes lo de ese cadáver que encontraron hace dos noches en un polígono industrial? ¿En la Rioja? – le preguntó de entrada. Daniel se sorprendió al ver a la técnico bastante apurada.
- Algo he oído, en la máquina del café.... – contestó Daniel, prudente. En realidad sabía que se trataba de una adolescente, a la que parecían haber ajusticiado con una cuchilla. Por la categoría de Daniel no debería haberlo sabido, pero sabía que era una de las fanáticas que habían escapado de Concejos de Siena el verano anterior, una vez que el padre Beltrán y los demás habían ahuyentado al Príncipe de Anäziak y a los generales que habían quedado con vida. Según había podido averiguar, el padre Beltrán les había ido cazando a todos durante aquel año.
- Bueno, pues resulta que los escáneres que me pediste que desviara para rastrear esa longitud de onda que corresponde a una especie de ente se activaron aquella noche – dijo Covadonga Meirelles Loza, de carrerilla. – En ese mismo polígono, a escasos metros del cadáver.
Daniel  tragó  saliva,  aunque  en  realidad  no  estaba
asombrado. Había pedido a Covadonga dos días atrás que utilizara un par de escáneres para tratar de localizar al padre Beltrán, como había hablado con Marta que haría. La señal del sacerdote de negro era débil, aparecía y desaparecía por aquí y por allí y Daniel no era capaz de gestionar todos los datos que recibía. Se le había pasado por alto que había sido registrado en la Rioja.
Pero no le sorprendía, porque ya sabía que el padre Beltrán estaba detrás de la pista de los fanáticos de los demonios de Anäziak. Si la chica muerta en el polígono era una de ellos, era normal que el padre Beltrán hubiese pasado por allí, tarde o temprano.
- Bien, gracias Covadonga.... – dijo Daniel, sincero, aunque algo defraudado. Había esperado algo más interesante....
- Espera. Eso no es todo – le detuvo Covadonga, agarrándole de su única muñeca. Daniel se animó un poco. – En ese mismo lugar, las paraalarmas registraron la misma noche la aparición de otro ente. Tan sólo fue un segundo o segundo y medio, pero fue suficientemente intenso para que quedase registrada su aparición.
- ¿Un segundo y medio? – preguntó Daniel extrañado. Aquello sólo podía ser un “humo”.
- Sí. Los investigadores de campo que fueron enviados hasta allí, para comprobar lo del cadáver, han reconocido que el otro evento fue un “humo”, como se esperaba – explicó Covadonga. – Pero es que resulta que coincide con otro evento ocurrido ayer, en otro lugar.
- ¿Qué quieres decir con “coincide”?
- Misma intensidad, misma huella ectoplásmica, misma longitud de onda y de emisión de cuásares – dijo Covadonga, seria y profesional. – Es el mismo evento, repetido, en otro lugar y en otro momento.
Daniel miró hacia los lados, con el ceño fruncido, antes de hablar.
- ¿Un “humo” se ha aparecido en dos lugares diferentes? ¿Están muy alejados uno del otro?
Covadonga asintió.
- Uno es el de la Rioja y el otro es en una ciudad pequeña de Salamanca....
Daniel se pasó su única mano por la cara. Aquello era más raro. Y si encima estaba el padre Beltrán de por medio....
- Creo que debería hablar con el general....
- No estaría mal que lo hicieras.... – dijo Covadonga, sonriendo.

* * * * * *

Llamaron a la puerta, con educación pero con prisa.
- Adelante – dijo el general Muriel Maíllo. La puerta se abrió y Daniel entró el despacho. – Vaya, señor Galván. Adelante, pase....
Daniel cruzó el despacho hasta la mesa y se quedó de pie delante de ella.
- Siéntese, por favor....
- Verá, general, lo que tengo que contarle me preocupa bastante – empezó a hablar Daniel, quedándose de pie. Se agarró lo que le quedaba de brazo izquierdo con la mano derecha, en un gesto muy típico de él desde el accidente del verano anterior. – Tengo que admitir que he utilizado material de la agencia para uso propio. No para uso personal, pero sí para ciertas actividades de mi propio interés.
- Explíquese.... – dijo el general Muriel Maíllo. Su rostro se había puesto serio y había desaparecido todo rastro de amabilidad.
- Verá, hace dos días, cuando hablamos del padre Beltrán, llamé a la agente Velasco – explicó Daniel Galván, que si bien sabía que había obrado a espaldas de la jefatura de la agencia, no lo había hecho a malas. – Estábamos los dos preocupados por él, por si se estaba metiendo en líos y decidimos que debíamos tratar de encontrarle y vigilarle....
- Beltrán siempre está en líos.... – apostilló el general.
- Lo sabemos, pero nos pareció preocupante el hecho de que usted se interesase por él abiertamente – reconoció Daniel, sin temor. – Así que conseguí que un par de escáneres se calibraran con la longitud de onda del padre Beltrán.
- ¿Conoce la longitud de onda de Beltrán? – se asombró el general Muriel Maíllo, inclinándose hacia adelante en su butaca.
- Sí. La capté por accidente el verano pasado, mientras trabajaba con él en la crisis de los poseídos.... – explicó Daniel Galván Alija. – El caso es que conseguí el permiso y calibramos los escáneres. He tratado de seguir al padre Beltrán desde entonces, pero no he conseguido nada, salvo ligeras pistas, muy puntuales, muy desperdigadas....
- Es por eso que ya no lo buscamos intensamente – dijo el general.
- Lo que quería comentarle y me ha inquietado es que el rastro del padre Beltrán apareció hace dos noches, en el mismo lugar en el que apareció muerta una chica – explicó Daniel. – Pero lo verdaderamente extraño es que en ese mismo sitio se registró un rastro paranormal, un “humo”, que apareció y desapareció en un instante. Ése mismo “humo” volvió a aparecerse anoche, en otro lugar, a cientos de kilómetros del primero.
- ¿Está seguro de eso? – se interesó el general. Ya no parecía molesto por la leve desobediencia de Daniel.
- Los datos los ha estudiado Covadonga, general. Yo confío en ella....
- Y yo también.... – murmuró el general Muriel Maíllo. Se acarició la barbilla bien afeitada mientras fijaba su mirada en la mesa. Después volvió a hablar. – ¿Dónde se registró la segunda aparición de ese "humo"?
- En una ciudad de Salamanca, pero no sé en cuál.... – respondió Daniel.
- Pregúnteselo a Covadonga y avise a la agente Velasco y al agente Álvarez. Quiero que vayan allí inmediatamente y lo investiguen....
- Bien, señor....
- Señor Galván – le llamó, cuando Daniel estaba a punto de salir por la puerta. Compuso una mueca, pensando que se había librado de la bronca, y parecía que no iba a ser así. Se dio la vuelta y volvió a mirar al general. – No se separe de su terminal. Monitorice al padre Beltrán. En cuanto aparezca en un lugar más de dos segundos hágamelo saber. Inmediatamente.
- Así lo haré, señor – dijo Daniel.
Después salió del despacho.

* * * * * *

Marta estaba a punto de tumbarse en el sofá de su casa cuando sonó su teléfono móvil. Se quedó a media sentadilla, lanzó un quejido y se levantó, yendo a por el teléfono, que como siempre había dejado en la mesilla de su habitación. Lo cogió después de ver que era su amigo Daniel.
- Dime, guapo – le dijo, a modo de saludo.
- Hola, Marta, perdona que te moleste.... – dijo Daniel, algo cortado.
- Tú no molestas nunca, hombre – dijo Marta, amable.
- No lo tengo tan claro – respondió Daniel. – Te llamo por trabajo....
- Entonces sí que hay una ocasión en la que puedes llegar a molestarme.... – dijo Marta, bromeando, pero tensa.
- Lo siento....
- Vamos, Daniel.... – se quejó Marta. – Hoy he estado todo el día en Guadalajara, por lo de esos fantasmas del hospital psiquiátrico.... Acabo de llegar a casa, iba a descansar, a poner una peli y a dormírmela tan a gusto....
Estaba en bragas, descalza y tan sólo con una camiseta vieja, de cuando era adolescente, que apenas le llegaba al ombligo. Estaba en modo casero, sin querer pensar en nada más.
- Ya te digo que lo siento – repitió Daniel, – pero tiene que ver con el padre Beltrán....
- Cuéntame – dijo Marta, cambiando de tono, sentándose en la cama, prestando atención.
- Hemos encontrado un “humo” que se ha repetido en dos lugares muy apartados, hace dos días en la Rioja y ayer en la provincia de Salamanca – explicó Daniel, de manera clara y profesional. – En el primer sitio coincidió con el padre Beltrán, aunque todavía no sabemos qué relación tiene con él.
- ¿Qué hizo el “humo” en el primer sitio?
- Nada. Tan sólo aparecerse y desaparecerse al segundo y medio – respondió Daniel.
- ¿Y en el segundo evento?
- Ahí no estamos seguros. No ha habido denuncia de ningún tipo, solamente registro en la Sala de Luces. No sabemos si ha ocurrido algo o no....
- Está bien, me ocuparé – aceptó Marta.
- El general quiere que sea hoy mismo – dijo Daniel, con cierta culpabilidad. – Quiere que vayáis los dos.
- Aviso a Gustavo ahora mismo. ¿Dónde tenemos que ir?
Cuando Daniel le dijo la ciudad, Marta pensó inmediatamente en Atticus.
Colgó a Daniel y empezó a vestirse de nuevo. Sonrió al recordar al simpático ente. Pensó en pasar a verle por el bar donde le había conocido, una vez que hubiesen terminado con lo suyo.

* * * * * *

El padre Beltrán detuvo la moto que había sido de Roque detrás de la primera casa del pueblo. Apagó el motor, colocó el pie de cabra y dejó la moto allí escondida. Se recolocó el sombrero y las gafas, se abrochó el abrigo largo de paño y echó a andar hacia el interior del pueblo.
Era un pequeñísimo pueblo de Albacete, atravesado por la carretera nacional, con otra media docena de calles que la cortaban en ángulo recto. Las casas se disponían siguiendo las pocas calles del pueblo. Había quince farolas en todo el lugar, una panadería, un bar, una pequeña iglesia y un taller de forja, que atraía a gente de toda la zona. El resto trabajaba en los campos o en otros pueblos cercanos más grandes.
No había nadie por la calle así que el padre Beltrán caminó tranquilamente, sin necesidad de esconderse. La gente del pueblo estaba en sus casas, aunque el bar estaba abierto: seguramente habría todavía algún parroquiano allí. La televisión del bar se escuchaba desde la calle y el padre Beltrán imaginó que no estaría puesta sólo para el camarero que se entreveía a través de las cortinas de las ventanas, detrás de la barra.
Llegó hasta la plaza del pueblo, que quedaba al lado de la carretera nacional que lo cruzaba de un lado a otro. Era un rectángulo de cemento, rodeado de paredes de casas de ladrillos. Desde una esquina de la plaza rectangular salía una calle estrecha y corta, que comunicaba con otra de las calles más grandes. Había un grupo de árboles plantados en el medio de la plaza, rodeados de una pequeña valla de forja, con una placa que recordaba a un antiguo cura del pueblo. Había media docena de bancos para sentarse, tres a cada lado largo de la plaza, de espaldas a las paredes de las casas. El padre Beltrán eligió el último del lado izquierdo, donde sabía que se podía ver mejor el cielo.
Había unos siete u ocho lugares como aquel en España. El padre Beltrán los conocía todos. Algunos eran predecibles, como Finisterre o la Alhambra, pero había otros (como aquel banco perdido en un pequeño pueblo manchego) que a nadie se le podía haber ocurrido.
Desde aquellos lugares, un cazador de monstruos avezado, podía mirar al cielo y leer las estrellas. La gente creía que las estrellas estaban siempre quietas en el mismo lugar del cielo y que iban girando a lo largo de la noche, pero no era verdad. Para un verdadero creyente, un soldado experimentado en la lucha, eran evidentes pequeños cambios que sufrían las estrellas, provocados por sucesos paranormales del multiverso.
El padre Beltrán miró al cielo, sin necesidad de quitarse las gafas. En aquellos puntos, lugares donde la fuerza mística era poderosa, canales para la conexión mental con otros universos, no eran necesarias magias ni triquiñuelas para poder ver. Sólo hacía falta saber ver. Cualquier viejecito del pueblo que se sentase en aquel banco a lo largo del día sería incapaz de ver nada en el cielo, aunque sí notaría que el dolor de huesos desaparecía o que los dolores de espalda mejoraban.
Pero al abandonar el banco todo volvía a la normalidad.
Las estrellas estaban todas tranquilas, sin cambios. Sólo se agitaba ligeramente Altair, en la constelación del Águila, aunque no parecía nada grave. La aparición y desaparición de fantasmas en casas encantadas de todo el planeta Tierra podían provocar ese efecto, sin que ello significase males mayores.
El cielo estaba tranquilo.
Aquello era motivo de alegría, pero el padre Beltrán había esperado ver algo más grave. No por gusto, ni mucho menos. Él no era la clase de hombre que prefería las desgracias o que las necesitaba. Aprovechaba los momentos de tranquilidad para descansar, como cualquiera. A pesar de su aspecto, su mutismo, sus modales y su seriedad (e incluso su aspecto siniestro) no era un tipo lúgubre, funesto, que deseaba el caos y el peligro. Lo que pasaba era que el padre Beltrán sabía que todavía había varios ujkus en España (alguno incluso podía haber cruzado a Portugal), dos gulslanges que se habían refugiado en el río Ebro, varios chimvet escondidos en las Médulas, un grupo de cinco lesyeyans en el cañón del río Lobos y un oborozene que no lograba ubicar. Probablemente también quedasen kehipys, ailigedars, ribicas y sagnant viduas por ahí, pero no había tenido constancia de ellas.
Mientras los monstruos se limitasen a sobrevivir, sin molestar a los humanos, el padre Beltrán estaba dispuesto a dejarles seguir escondidos. Pero los ujkus no entendían de propiedades en los rebaños de ovejas ni respetaban a los niños en los parques, las gulslanges habían atacado ya a gente en piraguas y el oborozene siempre era un peligro, aunque todavía no hubiese atacado.
Se acomodó un poco más en el banco, satisfecho de que la cosa estuviese tranquila. Desde el verano anterior no había descansado, buscando a los fanáticos que habían escapado, sobre todo a los nueve más peligrosos que lo habían perseguido al principio. Eso sin contar que no había dejado de perseguir y cazar a los monstruos huidos seguidores del trece.
Notó una vibración en el cielo, como una especie de explosión sin ruido, pero que se notaba en los huesos. Volvió a mirar hacia arriba, sin encontrar nada extraño. Hizo una mueca, extrañado, pues había notado algo, estaba seguro, pero no había cambiado nada.
Estaba a punto de encogerse de hombros para sí mismo, cuando se dio cuenta de lo que pasaba. Se puso tenso, al instante: algo malo había pasado o estaba a punto de suceder. Algo muy gordo.
La Estrella Polar había desaparecido.
La Osa Menor era fácilmente visible desde cualquier punto del hemisferio norte, pero desde aquel banco en concreto era imposible no verla. Resaltaba en el cielo nocturno como si estuviese marcada con chinchetas plateadas sobre un fieltro negro. La Estrella Polar refulgía con mucha fuerza, casi haciendo daño a los ojos.
Pero ya no estaba.
El padre Beltrán se puso de pie del susto y en cuanto dejó de hacer contacto con el banco su visión del cielo se volvió normal. Allí sí que veía la Estrella Polar, brillando débilmente al lado del cuerpo del Dragón, pero sabía que era cosa de un encantamiento.
Se volvió a sentar y entonces vio el cielo estrellado como en realidad existía en esos momentos. La Estrella Polar seguía desaparecida, lo que demostraba que un evento paranormal de gran importancia (o terrible) estaba a punto de ocurrir.
Sacó la cuchilla de la funda, en un movimiento instintivo. Al ser de plata, le serviría para cualquier enemigo.
La Estrella Polar volvió a aparecer, aunque débil. Parpadeaba, casi como un fluorescente defectuoso.
El padre Beltrán ya había visto bastante. Había ocurrido un evento paranormal muy importante, que había hecho desaparecer temporalmente la Estrella Polar. Tenía que olvidar por un momento a los fanáticos de Anäziak y a los monstruos de Satánix para averiguar qué había pasado.
Entonces escuchó un ruido acuoso por allí cerca. No sonaba como una cañería, o como una cisterna al vaciarse, o como un grifo abierto. Sonaba como un regato deslizándose sobre el humo de una hoguera, como cientos de cristales estallando dentro de un orbe relleno de agua.
Sonaba como un fantasma deslizándose por la realidad del mundo de los vivos.
Y sonaba allí cerca.
Agarrando con fuerza la cuchilla, girando sobre sí mismo para tratar de ver al espectro, el padre Beltrán trató de imaginar qué tipo de fantasma podía haber desencadenado tal desbarajuste en el cielo.
Llegó hasta la carretera que cruzaba el pueblo. Las farolas seguían encendidas, aunque sólo había dos allí cerca, que iluminaban insuficientemente la carretera. La televisión del bar seguía encendida y el padre Beltrán escuchó el sonido, aunque no entendió lo que era. Seguía oyendo el ruido del fantasma.
Entonces una luz acuosa de color azul resplandeció en mitad de la carretera, a apenas diez metros del padre Beltrán. Éste se tapó los ojos con el brazo, para no herirse con el resplandor.
- ¡¡Vahlá, espectrum deboitia!! ¡¡Jerundrem!! – dijo, tratando de protegerse con un hechizo.
El fantasma, una sombra negra y gris que se recortó sobre un fondo blanco que deslumbraba sobre el mar azul de luz, con forma almendrada, extendió un par de apéndices parecidos a manos sobre el padre Beltrán.

* * * * * *

Daniel pegó un bote en su silla, cuando el programa informático de los escáneres de seguimiento dio un aviso de alerta. Movió el ratón con su única mano y accedió a la información del aviso, que no dejaba de resaltar en rojo y negro en el monitor de su terminal.
Habían encontrado al padre Beltrán.
En ese momento se encendió una nueva luz roja en la pantalla, sonando con un pitido escandaloso. Otro de los técnicos se hizo cargo de ella e inició el protocolo de comprobación, catalogación y archivo.
Daniel se fijó que la localización del padre Beltrán y del nuevo evento paranormal era la misma.
- Joder.... – musitó. Después se puso en pie y salió de la sala, marcando un número en su móvil. Salió al pasillo de la planta en la que estaba la Sala de Luces, frente al ascensor secreto y se colocó el teléfono móvil en la oreja.
- Diga – contestó el general al otro lado de la línea.
- El padre Beltrán. Está en un pueblo en la provincia de Albacete – explicó Daniel, con prisa. – Un evento como los otros se ha producido en el mismo lugar.
- ¡Maldita sea! ¿Qué está haciendo ese hombre? – se quejó el general. – Vuelva a su puesto. Mándeme al móvil la ubicación exacta de Beltrán. Y no lo pierda de vista: si hay novedades quiero saberlas al instante.
- De acuerdo – dijo Daniel. Colgó y sacó apresurada-mente la tarjeta para poder pasar el control de la puerta metálica, para volver a su terminal.

* * * * * *

El general Muriel Maíllo salió corriendo de su despacho, olvidando la compostura que debía tener su cargo. Cruzó la planta vacía (a aquellas horas sólo quedaba gente en la Sala de Luces y algunos agentes de apoyo que estaban de guardia, en las plantas inferiores) buscando el ascensor secreto. Una vez allí llamó al botón, esperando con impaciencia la llegada de la cabina.
Cuando las puertas se abrieron con un pitido el general saltó dentro con rapidez y pulsó inmediatamente el cuadrado rojo. Sólo lo había pulsado tres veces y siempre que lo hacía esperaba que fuese la última.
El ascensor secreto bajó con rapidez hasta más allá de la planta baja y de las tres plantas de garajes. Después del último de los garajes descendió treinta metros hacia el subsuelo y después llegó al nivel secreto al que llevaba el cuadrado rojo. Por debajo sólo había un nivel más, al que se llegaba al pulsar el botón con forma de círculo rojo.
El general Muriel Maíllo no lo había pulsado nunca y esperaba no tener que hacerlo.
Las dos puertas del ascensor se abrieron a una pequeña sala de cemento, cuadrada, de dos por dos metros iluminada por una bombilla cubierta por una rejilla de seguridad. Frente al ascensor había una puerta de hierro con un panel de seguridad al lado.
El general llegó hasta él e introdujo un código de dieciséis dígitos. Una placa de metal se movió hacia arriba, dejando al descubierto un escáner de retina y un panel de reconocimiento de huellas digitales. El general pasó los dos y entonces la pesada puerta de hierro se abrió.
En ese momento su móvil sonó: Daniel le había enviado las coordenadas.
La sala estaba a oscuras, y no había bombillas ni fluorescentes que pudiesen iluminarla. La puerta se cerró sola, por medio de un mecanismo, cuando el general traspasó el umbral. Era un sistema de seguridad. Sacó una pequeña linterna que llevaba en el bolsillo de la camisa y anduvo por entre equipos enormes, que parecían lavadoras industriales, imprentas de prensa o pulmones de acero. Pero, desde luego, no eran nada de eso.
Se orientó para llegar hasta una máquina de metal pintado de color crema, de doce metros de largo, seis de ancho y tan sólo un metro y medio de alto. Tenía dos bombillas enormes en los dos extremos, erguidas, de color amarillo. Las dos resistencias destacaban dentro, a la luz de la linterna, que hacía que las dos bombillas pareciesen de ámbar.
Había un pequeño terminal en el frente de la máquina, de la que salían hasta siete cables que se conectaban a la pared, largos como anacondas y gruesos como el brazo del general. Éste se colocó delante del terminal, sentado en una pequeña silla que se desplegaba desde la misma máquina, con la linterna entre los dientes, para ver el teclado. Conectó el programa, insertó las coordenadas que le había mandado Daniel y ejecutó el ataque.
Las dos bombillas gigantes se encendieron a la vez, iluminando toda la sala, que era vastísima, llena de equipos extraños, todos gigantes, separados unos de otros por rejas y vallas metálicas. Había también unos tanques llenos de formol, sellados a conciencia, en los que descansaban sumergidas unas terribles criaturas que el general siempre había evitado mirar todas las veces que había bajado.
Cualquiera se volvería loco sólo con verlas.
Un relé magnético empezó a sonar dentro de la máquina. El general, acobardado como las otras veces que había bajado a utilizar aquel monstruo de acero y cables, se levantó del asiento, que se recogió solo. Anduvo unos pasos hacia atrás, separándose con ciertas reservas de la máquina, hasta llegar a la malla metálica que la rodeaba.
El relé del interior empezó a emitir chasquidos, producidos por el magnetismo y las bombillas alcanzaron una luminosidad cegadora. El general se tapó los ojos.
Las bombillas lanzaron un último estallido de luz, a la vez que el relé emitía una onda magnética que se unió a la fuerza luminosa de las bombillas.
La máquina lanzó su onda de ataque.

* * * * * *

El padre Beltrán miró entre los dedos, tratando de ver al fantasma. Pero no estaba bien definido, no era reconocible. Era la primera vez que el padre Beltrán se encontraba con una cosa así.
Dio unos pasos hacia atrás, asustado, a la vez que pensaba qué hacer. No sabía qué tipo de fantasma era, así que no estaba seguro de qué hechizo o técnica utilizar contra él. Apretó la cuchilla en la mano derecha: en última instancia se defendería con ella.
La plata no le fallaría.
El fantasma también se movía, acercándose a él, a la vez que el sacerdote de negro retrocedía. La masa ectoplásmica, que tenía forma de humano pero que no se definía, alzaba dos pseudópodos a modo de brazos. Estaba claro que quería agarrarle.
Cuando el fantasma llegó al lugar en el que antes había estado el padre Beltrán, cuando había visto al fantasma por primera vez, un ruido ensordecedor empezó a resonar en los huesos del anciano. El fantasma no lo notó, pues no tenía esqueleto que recibiera la onda magnética.
Una especie de bola luminosa estalló a media altura, justo al lado del fantasma. Impulsada por las ondas magnéticas, la luz deshizo en un jirón de restos ectoplásmicos al fantasma, disolviéndole en el aire cálido de la noche de verano.
El padre Beltrán había sido empujado al suelo, de espaldas. Desde el asfalto contempló asombrado cómo el fantasma desaparecía en jirones. Comprendió por qué en la ACPEX los llamaban “humos”.
La calle estaba desierta. Algunas luces se habían encendido en algunas ventanas y un par de hombres se habían asomado a la puerta del bar, saliendo desde dentro.
Era hora de largarse de allí, pensó el padre Beltrán.
Y creía que debía hablar con alguien de la agencia. Lo que había pasado allí era cosa de ellos.



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