sábado, 7 de marzo de 2015

Târq (7) - Capítulo 3


- 3 -

 Los truenos retumbaban con pesadez, con profundidad. Sonaban como desde dentro del estómago de una ballena, como los gruñidos de los leones, que les salían desde el interior de la garganta, con las fauces cerradas.
El cielo estaba cubierto de nubes panzudas, enormes, de un color gris precioso, que amenazaba lluvia. Aquella lluvia caliente, gruesa, de gotas gordas y pesadas, que hacían daño al caer. Aquella lluvia que tanto le gustaba.
El general Muriel Maíllo estaba delante del gran ventanal de su despacho, en las dependencias del rascacielos de la ACPEX. Miraba a través del cristal, con la mente perdida, observando las nubes, escuchando los truenos, esperando la tormenta de verano.
Le gustaban mucho aquellas tormentas.
Esperaba que aquella fuera fuerte.
Llamaron a la puerta, con discreción. El general se dio la vuelta, dejando de mirar las nubes, pero sin olvidar la tormenta en ciernes.
- Pase – ordenó, con su voz grave pero extrañamente juvenil. La puerta se abrió y un agente entró en el despacho.
- General, tenemos datos de otro “encarnado” – dijo, sin mediar saludo. – Puede que sea otro ujku.
- ¿Otro? – preguntó el general, medio sorprendido. Creía que ya habían desaparecido todos. – ¿Dónde?
- En un pequeño pueblo de la provincia de Burgos – explicó el agente de apoyo, colocándose las gafas. No vestía como los técnicos de la “Sala de Luces”, pero se les parecía un poco en el aspecto: anodino, como si fuera un oficinista.
En realidad lo era, trabajando con una conexión a internet desde una terminal, revolviendo en los archivos y en las bibliotecas de casos que almacenaban en la ACPEX.
- ¿Ha habido heridos? – preguntó el general, acercándose a él. Un trueno grave retumbó al otro lado de los cristales.
- Parece que no – contestó el agente de apoyo. – Dos soldados de campo se presentaron allí después de que los técnicos de la “Sala de Luces” registraran el aviso. Fue anoche. Sólo encontraron a un pobre hombre que trataba de quemar al “encarnado en el patio trasero de su casa.
- ¿El “encarnado” estaba muerto? – se interesó el general, asombrado.
- Sí, señor – dijo el agente. – Acuchillado y desangrado. El hombre que trataba de quemarlo aseguró a los soldados de campo que no había sido él. Que un tipo con aspecto de cura lo había matado.
- El padre Beltrán otra vez.... – musitó el general.
- ¿Qué quiere que hagamos, señor? – preguntó el agente, a la expectativa.
El general Muriel Maíllo todavía tardó un rato en contestar, pensativo.
- Archivar el aviso, redactar el informe pertinente y llamar a los dos soldados de campo que anoche fueron hasta el “punto caliente”. Quiero entrevistarme con ellos.
- ¿Algo más, señor?
- Sí. Vamos a la “Sala de Luces”.
Los dos hombres salieron del despacho, en dirección al ascensor secreto. La lluvia empezó a mojar los cristales del despacho del general cuando los dos salieron por la puerta.

* * * * * *

La Agencia para el Control Paranormal de Entes Extraños (o ACPEX) vigilaba todo el territorio nacional, en busca de rastros de seres paranormales. Su categoría era “secreta”, por supuesto, aunque sus actividades eran bastan-te más abundantes de lo que la gente pudiese creer.
La mayor parte de las manifestaciones que investigaban eran restos de ectoplasmas o fantasmas, “humos”, como se los llamaba en la jerga de la agencia. Los fantasmas no daban grandes problemas, salvo cuando eran espíritus o ecos muy enfadados y que habían recibido una muerte violenta y horrible. Pero la mayor parte de las veces la intervención de la ACPEX se limitaba a controlar la emanación ectoplásmica, limpiar el lugar de la manifestación (con equipos muy avanzados, por medio de ondas cuánticas y láseres de alta potencia) y tratar con la población. Entre el personal de la ACPEX se encontraba un gran equipo de psicólogos, psiquiatras, médiums e hipnotistas, que trataban con la población afectada, consiguiendo que olvidaran lo que habían visto y sufrido o simplemente lo recordaran como una broma.
Los problemas más graves los ocasionaban los “encarnados”.
Eran corpóreos, manifestaciones físicas de seres paranormales. Animales y bestias de otras dimensiones o de donde fuera que viniesen, que causaban el caos, atacaban a la gente y dejaban al desaparecer un rastro de heridos, sangre y muertos.
A veces, muchos muertos.
Como hacía dos años, cuando una plaga descontrolada de corpóreos había invadido un pequeño pueblo de la estepa castellana, Castrejón de los Tarancos. O el verano pasado, sin ir más lejos, cuando nueve demonios habían provocado una carnicería en una comarca cercana al Bierzo, en la provincia de León. Los demonios en realidad eran una mezcla de “encarnados” y de “humos”, pero tenían en común con los primeros que eran manifestaciones físicas. Y que atacaban a la gente directamente.
El general entró en una sala de reuniones que quedaba en un lateral del edificio. Había una mesa de madera pesada, una docena de butacas, una gran pantalla de televisión en la cabecera de la mesa.... pero lo que les interesaba a los dos hombres de la ACPEX era una pared de madera que había en un lado de la sala. El general movió un panel, dejando al descubierto un ascensor, más pequeño que los dos gemelos que había en el centro de todas las plantas, desde el vestíbulo hasta la planta cuarenta y siete.
El general Muriel Maíllo sacó una tarjeta del bolsillo interior de la chaqueta y la pasó por un lector óptico. Se escuchó un pitido seco y las dos puertas de acero inoxidable se abrieron, cada una hacia un lado. El agente de apoyo y el general entraron en el ascensor.
El general presionó el botón rojo con forma de triángulo, haciendo caso omiso (por esa vez) de los otros dos botones: un círculo y un cuadrado, también rojos. El ascensor empezó a ascender con velocidad.
Algunos poseídos habían quedado en nuestro mundo una vez que agentes de la ACPEX habían expulsado a los demonios invasores, pero parecía que ya habían sido controlados. Del mismo modo, algunas de las criaturas que habían tratado de colonizar nuestro mundo dos veranos atrás se habían quedado aquí, pero ya habían sido elimina-das.
O al menos eso creía el general.
Llegaron a su destino, el ascensor se detuvo suave-mente y sonó otro pitido, antes de abrirse las puertas. El general encabezó la marcha y el agente de apoyo lo siguió.
El general llegó hasta la puerta de la “Sala de Luces” y sacó una nueva tarjeta del bolsillo de la chaqueta. La introdujo en una ranura del marco metálico de la ancha puerta por la que querían entrar. A continuación pulsó un código personal en un teclado adosado al marco metálico y esperó.
La puerta se abrió al cabo de un instante, con un chasquido, y el general la empujó, entrando en la “Sala de Luces”, seguido del agente de apoyo. La puerta se cerró con un chasquido tras ellos.
La “Sala de Luces” era una vasta habitación, de techos altos, con gran espacio entre las paredes blancas y lisas. Dominaba la sala una pantalla de plasma, cubriendo una pared entera de la sala. Representaba un mapa del territorio nacional, cubierto de leds de diferentes colores, que se iluminaban allí donde se producía una manifestación paranormal. Los había verdes, amarillos y rojos, y también había varias franjas de color azul, de diferentes calibres y anchuras. Las luces rojas mostraban los “puntos calientes”, zonas en las que se había registrado la presencia de actividad paranormal; las luces amarillas representaban las zonas de investigación, aquellos puntos en los que los equipos de campo estaban investigando; las luces verdes mostraban lugares ya investigados que estaban fuera de peligro, ya fuera porque el aviso de entes paranormales había sido falso o porque se había neutralizado la amenaza. Las franjas azules, que en la agencia llamaban nubes, mostraban amplias zonas donde la actividad paranormal era habitual: en estas zonas era donde solían aparecer los puntos rojos.
El general Muriel Maíllo miró la provincia de Burgos en el mapa, buscando la luz que representase el evento ocurrido la noche anterior.
- ¿Es ése? – señaló, desde la barandilla con forma de tubo que había delante de la pantalla, a unos tres metros de ella, para evitar daños.
- Ésa de ahí – señaló el agente de apoyo, utilizando un puntero láser para señalar el punto que representaba la aparición del ujku. Era un punto verde en el norte de la provincia.
- ¿Quién marcó el aviso? – preguntó el general.
- Aquel técnico de allí – contestó el agente de campo. – Daniel Galván Alija.
El general se volvió a mirar al técnico, aunque sabía de sobra quién era. Lamentablemente, lo sabía.
Delante de la pantalla, por toda la “Sala de Luces”, había un montón de terminales, organizados por filas, con un pasillo ancho en el medio, justo delante del mapa. La mayoría estaban atendidos por técnicos, todos vestidos con pantalones azules y camisas blancas, todos tocados con auriculares con micrófono, para poder estar en comunicación telefónica. Entre tanta gente que parecía igual, no le costó encontrar a Daniel Galván Alija.
Era el único que tenía sólo un brazo.
El general se acercó a él, caminando por el pasillo y después recorriendo la fila en la que estaba el técnico. Trató de que su cara no mostrase la lástima que sentía por el técnico: el verano pasado había formado parte de un extraño equipo de campo, formado por soldados de campo, investigadores y técnicos de la “Sala de Luces”. Había resultado herido durante la carnicería ocurrida en la comarca de Concejos de Siena, perdiendo el brazo izquierdo a la altura del codo.
- Daniel, buenos días.... – dijo, al llegar hasta él.
- General, qué honor – dijo Daniel, incorporándose de su silla de oficina.
- No se levante, Daniel, no es necesario – dijo el general, empujando con amabilidad al técnico por los hombros, volviéndole a sentar en la silla. – Sólo venía a hablar con usted.
- Usted dirá....
- Es sobre el “encarnado” de anoche – empezó el general. – Cuénteme cómo pasó.
- Todo como siempre – explicó Daniel. El general trataba de mirarle a los ojos y no al muñón. – Se encendió el punto rojo, cuando las paraalarmas detectaron la presencia del “encarnado”. Comprobé la interfaz y notifiqué el evento, archivándolo. Inmediatamente di aviso a los agentes de apoyo, que valoraron la situación y llegaron a la conclusión de que era una manifestación rutinaria de un corpóreo.
- ¿Cómo enviaron a los soldados de campo hasta allí?
- En lugar de ponerme en contacto con la Guardia Civil, como es lo normal, el agente de apoyo al que informé decidió avisar a los soldados: al parecer estaban por la zona, volviendo de otra misión en la provincia de Guipúzcoa. Se acercaron al pueblo y comprobaron que la amenaza estaba superada. Alguien se les había adelantado.
- Ya.... – dijo el general, poco convencido.
- General, la descripción del testigo coincide con el padre Beltrán – dijo Daniel, bajando la voz. – Si es así, no hay más problema....
- No lo sé – dijo el general, y su seguridad hizo dudar a Daniel Galván Alija.
- Ese “hombre” nos salvó el verano pasado – dijo Daniel. – A todos.
El general miró alrededor, pensativo. No sabía por qué, pero no podía sacarse de la cabeza la tormenta que había estado contemplando desde su despacho.
- Lo sé – terminó por decir, volviendo a mirar a Daniel. – Lo que significa que es más peligroso que los demonios a los que se enfrentaron. Y eso no me gusta nada...
Daniel tragó saliva, sin que se le notara mucho. Aquello era justo lo que había sentido al lado del padre Beltrán el verano pasado: seguridad. Pero también peligro.
Y muerte.


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