miércoles, 11 de marzo de 2015

Târq (7) - Capítulo 5


- 5 -
  
Sonó un ruido en lo alto, como de algo pesado cayendo sobre una plataforma metálica. Fue un estruendo que se interpuso en el silencio tranquilo de la noche.
El padre Beltrán levantó la cabeza, alerta, con la mano agarrando la empuñadura de su cuchilla de plata, todavía en la funda. Escuchó atento, mientras los ecos del golpe se perdían en la noche.
Estaba en una zona industrial de aquella ciudad, donde sus instintos paranormales de cazador le habían llevado. Husmeaba entre dos naves con paredes de ladrillo y tejados metálicos, cuando sonó el ruido.
Caminó unos pasos, lentamente, siempre mirando hacia arriba, donde había sonado el ruido. Llegó a los pies de una vieja escalera antiincendios, completamente metálica. Tenía al menos treinta metros de alto, así que no podía ver muy bien lo que había arriba, pero podía ser que allí se hubiese provocado el ruido.
¿Un gato, quizá, que había empujado algo que había chocado contra la plataforma superior de la escalera? ¿La ligera brisa de la noche, que había hecho caer unos tablones abandonados sobre la escalera antiincendios, haciéndola resonar?
El padre Beltrán no quiso arriesgarse y se quitó las redondas gafas de sol, usando sus velados ojos para ver más que lo que cualquier humano corriente podría ver con los ojos normales.
Un rastro ectoplásmico, una huella paranormal, refulgía en lo alto de la escalera de incendios, aunque la propia estructura de hierro impedía que identificase perfectamente al ente.
Sin temor, ni corto ni perezoso, el padre Beltrán empezó a subir la escalera de incendios, mientras volvía a colocarse las gafas de sol y se asentaba bien el sombrero de ala plana y redonda. Sus pasos resonaron por toda la estructura metálica de la escalera.
Estaba claro que el ente (si es que todavía estaba allí y lo que había “visto” no era sólo un rastro dejado atrás) sabría que estaba subiendo, pero el padre Beltrán hacía mucho tiempo que había perdido el miedo a lo sobrenatural. Sabía cómo enfrentarse a lo que estaba buscando y no tenía reparos en hacerlo.
¿El elemento sorpresa? Estaba claro que era muy útil y ayudaba mucho en determinadas ocasiones. Pero el padre Beltrán sabía bien que en aquella ocasión no lo tenía a su favor. El ente que llevaba persiguiendo dos días sabía tan bien como él mismo que lo estaba persiguiendo.
Estaría alerta y preparado ante cualquier ataque.
Tanto daba atacar de cara que usando la sorpresa.
Llegó a la penúltima plataforma, con cautela. Miró hacia arriba, por el tramo de escaleras, tratando de ver qué ocurría arriba del todo. No vio nada. Tanteó la puerta que comunicaba la plataforma en la que se encontraba con el interior de la nave y comprobó que estaba cerrada. Por ese lado no le sorprendería nada.
Pero desde arriba podía venir el peligro.
- ¡Bah! Adelante.... – se dijo, incluso cansado de sí mismo. El padre Beltrán, olvidando toda precaución (salvo sacar la cuchilla de plata de la funda) subió el tramo de escaleras.
Era doble, salvando la distancia entre las dos últimas plataformas en dos tramos en zig-zag. La estructura resonó bajo sus botas y el antiguo sacerdote llegó arriba al fin.
Estaba solo.
El padre Beltrán estuvo un instante (realmente menos de un segundo) atónito, pero recuperó el dominio de sí mismo. Volvió a quitarse las gafas, examinando la plataforma en la que se encontraba, la puerta que daba a la nave y el tejado metálico que protegía toda la estructura de la escalera antiincendios. Allí estaban las trazas ectoplásmicas que había dejado el ente, frescas y claras, podía “verlas” sin problema.
Pero el ente se había largado.
No había rastros en la puerta, así que por allí no se había ido. El padre Beltrán se puso de nuevo las gafas y husmeó, dilatando las ventanas de la nariz mientras olisqueaba.
Se encaramó a la barandilla que había en la plataforma y se aupó (con algunas dificultades) al tejado metálico que coronaba toda la estructura de la escalera.
Desde allí tenía una vista magnífica de la cercana ciudad riojana, iluminada en la noche con millares de luces eléctricas, farolas, semáforos, focos de monumentos y bombillas detrás de ventanas y cortinas. Pero el padre Beltrán no estaba atento a aquellas pequeñas maravillas de la vida diaria.
Desde lo alto del tejadillo podía ver también todo el polígono industrial, que le interesaba más, aunque fuese menos lírico y bonito. El rastro ectoplásmico del ente que buscaba, que había estado allí hacía un momento, podía sentirse por todo el tejado de la nave.
El padre Beltrán pasó al tejado, inclinado a dos aguas. Ascendió hasta la parte media, que estaba más alta, oliendo al ente y notando su presencia ligeramente sulfurosa. Al alcanzar el punto más alto del tejado se detuvo, oteando alrededor.
Sacó del bolsillo del abrigo largo negro una caja de madera, un poco más grande del tamaño de una caja de cerillas, llena de agua bendita. Tenía un lado de cristal, con el que se podía ver el líquido del interior, que se movía con los movimientos del sacerdote de negro. Un pequeño crucifijo, de metal corriente, estaba clavado en el lado de cristal, con una punta larga que le atravesaba en la unión entre los dos brazos de la cruz.
El padre Beltrán colocó la “brújula” en la palma de la mano, observando cómo el crucifijo giraba como loco, dando vueltas muy rápido. De repente se detuvo, apuntando con el brazo más largo de la cruz en una dirección. Con la “brújula” todavía en la palma de la mano, el padre Beltrán corrió por el medio del tejado, dejando las dos pendientes a ambos lados. Llegó hasta el final del tejado y se detuvo.
El crucifijo chirrió, girando un poco hacia la izquierda, tan sólo unos pocos grados, para detenerse después. El padre Beltrán miró en aquella dirección y notó un olor penetrante.
Azufre.
Se quitó las gafas con la mano que no sostenía labrújula” y miró en la dirección que le indicaba el pequeño artefacto, viendo al fin la figura, en tonos amarillos, rojos y rosas, que brincaba por entre la maquinaria aparcada en la parte trasera de otra parcela del mismo polígono.
El padre Beltrán volvió sobre sus pasos, saltó a la escalera de incendios, descolgándose desde el tejadillo hasta la plataforma y bajó corriendo las escaleras metálicas. Cuando llegó al suelo jadeaba como un perro, con respiraciones roncas y profundas, agónicas.
Pero no por eso dejó de correr detrás del ente.
Corrió por el lateral de la nave de la que acababa de bajar, dejándola atrás. Se coló por un hueco roto de la malla metálica que separaba la parcela de la siguiente. Rodeó la nueva nave y llegó al aparcamiento en el que había visto al ente.
La “brújula” estaba en su bolsillo, la cuchilla en su mano. Había dejado de correr, caminando a paso lento por entre las excavadoras y palas mecánicas que había alrededor. El ente estaba allí, podía olerle, lo sabía.
No quería que le atacara y le matara.
O peor, que se le escapara.
Rodeó una retroexcavadora, sin encontrar nada, y en ese momento se dio cuenta de que se había equivocado.
- Vrinden....(1) – musitó en lyrdeno.
Se giró con velocidad, tratando de compensar el descuido anterior, a tiempo de repeler el ataque del ente. Le sujetó el cuello con el antebrazo, alejando sus dientes de su cara, evitando que le mordiera. Después le empujó hacia atrás, librándose de él.
Era la chica adolescente, la penúltima que quedaba. Eso si había conseguido matar a Andrés, de lo que no estaba muy convencido....
Era una de las nueve seguidoras de los demonios anäziakanos con los que había luchado el verano anterior, una de los nueve fanáticos que lo habían perseguido después de aquello. Después de un año y de haberlos hecho desperdigarse, sólo quedaban ella y el anciano.
Y Andrés, si seguía vivo....
La adolescente, delgaducha y de pequeños pechos incipientes que tensaban el estrecho top que vestía (desde hacía un año, sucio de tierra y sangre), le miró con ojos coléricos. Rugió, como una bestia, y se lanzó de nuevo a por el padre Beltrán.
La fanática había cometido un gran error. Había perdido la ventaja de la sorpresa y ahora, atacando de frente y con el sacerdote de negro preparado, tenía todas las de perder. Pero llevaba más de ocho meses sola, perseguida, sabiendo que cada vez quedaban menos de sus hermanos. Estaba desesperada.
El padre Beltrán levantó la mano izquierda, con los dedos anular y corazón doblados sobre la palma, formando unos cuernos con el pulgar también extendido. La adolescente se frenó en seco, gritando de sorpresa y dolor. Aquel arcano símbolo de poder le afectaba.
El sacerdote de negro se lanzó hacia adelante, aprovechando que la adolescente estaba temporalmente conmocionada. Empuñaba la cuchilla de plata en la mano derecha, con fuerza, y la movió con agilidad y velocidad.
La adolescente chilló al notar el corte en la cara. Su mejilla se rajó aún más cuando abrió la boca para chillar. La sangre manchó el suelo.
Se dio la vuelta, con una garra en la cara, tratando de tapar la hemorragia, para salir huyendo. Pero el padre Beltrán no tenía misericordia: dio dos zancadas detrás de ella, la agarró por el pelo que llevaba suelto y alborotado (sucio de barro, hojas secas y bichos) y colocó la cuchilla en la garganta de la chica. Ésta notó próximo su final, porque se puso a temblar.
- Vahlá, ker cemborra. Hèrat tempus târq.... – murmuró el padre Beltrán, desapasionadamente. Entonces, y sólo entonces, movió la cuchilla.
Le cortó la garganta a la adolescente fanática, dejándola caer al suelo. La chica agonizó durante unos segundos y después murió, en el suelo de cemento del polígono industrial.
Pero antes que eso el padre Beltrán ya se había dado la vuelta y se había alejado de allí a paso rápido. Su abrigo revoloteaba a su alrededor.
No vio un destello azulado, como un penacho de humo, que desapareció detrás de una esquina.

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(1) Mierda....

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