viernes, 13 de marzo de 2015

Târq (7) - Capítulo 6


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 - Adiós, chicas.... No seáis malas.... – dijo, con una sonrisa pícara, observando el culo enfundado en minifaldas de las dos mujeres mientras se alejaban. Meneó la cabeza, entre envidioso y atónito: los humanos tenían verdaderas maravillas a su alcance y seguían siendo infelices.
Se levantó del sofá semicircular después de que las chicas hubiesen salido del bar y se acercó a la barra. Sacó la cartera mientras llegaba y se acodó en la barra con ella en las manos. Jennifer, la camarera, se puso delante de él, inclinándose inútilmente: ya se le veían las tetas bastante sin que hiciese esos “numeritos”, gracias a los tremendos escotes y corsés que llevaba siempre. A Atticus no le llamaba mu-cho la atención aquella generosa exposición de busto: no le gustaba el plástico....
- Jennifer, guapa, dime qué te debo.... – dijo, con su tono meloso, solamente ensombrecido por su acento. A la gente le parecía un acento de Europa del este, sin lograr identificarlo, aunque era de mucho más lejos.
De cuatro o cinco universos más lejos.
- La verdad, Atticus, no sé de donde sacas el dinero – dijo Jennifer, con una sonrisa tonta, después de dejar la nota encima de la madera forrada de metal. Se abrazó las tetas para apoyarse sobre su lado de la barra, haciendo que sobresalieran otros tres centímetros por el borde del escote.
- He sido ladrón.... – bromeó Atticus, aunque tampoco estaba tan alejado de la verdad. ¿Arrancar el demonio parásito a los poseídos para alimentarse de él era robar? En ese caso era un ladrón....
Pagó las consumiciones de toda la tarde, dejó propina, se despidió de Jennifer sin mirarle el escote (lo que dejó a la camarera un poco entristecida), sonrió con picardía al salir a la calle por ello y caminó por la acera, despreocupadamente.
Ya era de noche en la ciudad pero se veía bien gracias a las farolas. Era flaco consuelo, pero Atticus siempre pensaba que aquellas luces amarillentas le protegían ligeramente de las criaturas de la noche.
Aunque era curioso que un Guinedeo tuviese reparos a la hora de enfrentarse a criaturas nocturnas.
Atticus hacía tiempo que había dejado de ser una criatura sobrenatural más. Ahora solamente era un exiliado en la Vía Láctea, un refugiado en la Tierra, un pordiosero entre humanos. Ni siquiera podía quitarse el “disfraz” de hombrecillo insignificante. Ya no podía ni viajar entre universos.
Pero no estaba del todo mal.
Tenía todos los culos que quisiera (seguía teniendo su “toque”), alcohol en cualquier bar, dinero a montones (era tan sencillo de invocar....) y tratos con otras criaturas y con los criminales suficientes para no correr peligro y poder estar todas las noches de fiesta.
Si al menos pudiera tener los genitales de un humano para disfrutar de otra manera con la compañía femenina que siempre le acompañaba....
Sacó un cigarrillo del paquete que llevaba siempre en el bolsillo trasero del pantalón. Estaban siempre arrugados, pero a él le gustaban así: era veneno puro en un bastoncillo de papel. Daba igual cómo estuviera el envase: el humo nunca defraudaba....
Los humanos no sabían lo que tenían....
Mientras fumaba, con deleite, pensando en qué hacer a la mañana siguiente, escuchó un ruido a su espalda. Se giró con tranquilidad, intrigado pero no asustado. No había nada, como había supuesto. No lo había escuchado con sus orejas de humano, sino con su “gulter” de Guinedeo.
Había sonado bastante atrás, ni cerca de él ni amenazadoramente. Había sido como un suspiro, una respiración acuosa. Un lamento etéreo.
Como un ectoplasma traspasando la realidad entre el mundo real y el más allá.
Atticus se dio la vuelta completa, con la ceja levantada. Aquello no era muy normal, en aquella ciudad y menos en la calle. Allí pasaba algo raro....
Pensó en el padre Beltrán, aunque no tenía manera de llamarle. Por teléfono al menos no, aunque sabía cómo ponerse en contacto con él....
También podía llamar a la agencia, aunque aquello le gustaba menos. Tenía cierto trato con la agente Velasco o el agente Díaz, pero siempre era un riesgo personal hacer que la agencia supiese de su existencia.
Atticus hizo una mueca y retrocedió, volviendo sobre sus pasos. El ruido había sonado allá atrás, en la entrada de un callejón oscuro que había pasado hacía unos veinte metros. Llegó hasta él, sin ver nada. No iba armado, ni preparado para luchar. Pero aun así entró en el callejón, en el que no había luz.
¿Qué podía temer una criatura de la oscuridad?
Con sus ojos naturales al descubierto, los amarillos, dio unos pasos, adentrándose en el callejón y en la negrura. Allí había algo más que oscuridad, había algún tipo de magia o de encantamiento: las luces de las farolas de la calle no entraban en el callejón, dibujando una perfecta línea recta en la entrada. Aquello no era natural.
Pero como tampoco era natural que un Guinedeo camuflado paseara todos los días a plena luz del Sol por las calles de aquella ciudad, y él lo hacía todos los días, Atticus no estaba preocupado.
Si acaso, intrigado.
- Vahlá, ¿renta do ingui? – preguntó en voz alta, usando lo poco que recordaba de lyrdeno, la lengua que podía considerarse más global del multiverso.
No tuvo respuesta.
Siguió caminando hasta llegar al fondo del callejón. Allí había una escalera de incendios que subía pegada al costado de un edificio, un montón de bolsas de basura y periódicos viejos tirados en el suelo. Aquello parecía el refugio de un indigente.
Atticus se dio la vuelta, para salir de allí, encogiéndose de hombros, cuando una luz azulada brilló con fuerza en medio del callejón, delante de él. Se tapó los ojos con el brazo, para protegerlos del resplandor y apretó los dientes. Cuando la luz bajó de intensidad retiró el brazo de la cara y miró delante de él.
- Maldito espectro.... – musitó, y su acento extranjero se notó más que nunca.
Tembló un poco, antes de que el ente dentro de la luz se moviera y se lanzara sobre él.



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