jueves, 28 de diciembre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo XIV (3ª parte)



PALABRAS MÁGICAS
- XIV -
EN EL CALABOZO

Le llevaron a un campamento provisional, que había en el llano, al lado de los pies de las montañas. Allí había un escuadrón de doce soldados. Le presentaron ante un sargento, al que trató de explicar que era un desertor y sólo quería seguir su camino por Escaste, hasta el bosque de Haan, pero el sargento escasteño tampoco le creyó.
Cuando Drill me contó esta parte no noté rencor hacia aquellos soldados. Probablemente mi antiguo yumón tampoco les hubiese creído si la situación hubiese sido al contrario y hubiese sido él el que hubiera encontrado un soldado enemigo dormido a su lado de las montañas.
Aquella tarde le llevaron a un refugio de maderos, reforzado con barrotes y vigas de hierro. Era una cabaña reconvertida en cuartel, para su uso durante la guerra. Una parte de la construcción se utilizaba como prisión.
Le ficharon (Drill se insultó mentalmente, esta vez por no haber escondido su placa de mercenario), guardaron sus cosas y le llevaron a la zona de celdas. El cuartel tenía una amplia sala en el frente, un recibidor ancho y una pequeña habitación al otro lado con literas, como pudo ver de pasada cuando le metieron allí. Era una construcción de una sola planta, así que le llevaron por un pasillo hasta una sala anterior a los calabozos: allí había una amplia mesa, un armario y una puerta que daba a otras dependencias del refugio. En aquella sala fue donde le ficharon, guardaron sus cosas en el amplio armario y después le llevaron por otra puerta estrecha a los calabozos. Había ocho celdas y sólo había una ocupada. Un anciano decrépito estaba en ella y durante los primeros momentos de Drill en la celda intentó hablar con él, pero el anciano no le contestó (no le miró siquiera) así que mi yumón desistió de entablar conversación.
Pasó allí un día. Nadie le dijo ni le hizo nada. Simplemente le llevaron dos comidas en escudillas más bien pequeñas (gachas con manzana por la mañana y filetes de carne dura con una patata cocida por la tarde) pero nadie habló con él, ni el soldado que le llevó la comida y recogió la escudilla vacía ni el anciano de la otra celda (que solamente parecía repetir constantemente una letanía, en voz muy baja).
Al día siguiente, cuando despertó, el anciano estaba tendido en su catre y no se movió en toda la mañana. Cuando el soldado entró a recoger la escudilla con las gachas, encontró que la del anciano seguía sin tocar en el suelo de la celda. Llamó a dos compañeros, entraron en la celda y encontraron al anciano muerto. Se lo llevaron de allí y no dijeron nada a Drill. Ni siquiera le miraron.
Mi antiguo yumón empezó a valorar la posibilidad de escaparse. Más pronto o más tarde aparecería por allí alguien con el rango suficiente como para hablar con él, algún teniente o algún coronel, que se interesaría por su historia. Si tenía suerte y era convincente, podría librarse al contarles la verdad. Pero mucho se temía que después de haberles ganado por la mano aquel puesto fronterizo de las montañas, la noche que participó en la “sabanada”, los soldados escasteños no estarían muy por la labor de creer historias de mercenarios. Al fin y al cabo, como habían expresado muy claramente los dos soldados que le habían encontrado dormido, llevaba el uniforme del ejército enemigo. Ahí estaba toda la explicación que necesitaban los posibles oficiales que se entrevistasen con él.
Los barrotes eran resistentes, bien construidos por herreros hábiles y colocados en el refugio de madera por carpinteros muy diestros. Imposible salir por allí. El suelo era de madera muy gruesa y Drill estaba convencido de que la cabaña estaba apoyada sobre el suelo, directamente: tendría que cavar si quería salir por allí (eso contando con que fuese capaz de abrir un butrón atravesando la dura madera). Sólo le quedaba la ventana, que estaba algo alta para su corta estatura, pero podía ser un punto débil de la pared. Por lo que podía ver y palpar de ella, era como los barrotes que lo rodeaban: resistentes y bien instalados en el marco.
Pasó la tarde y la noche, y nadie fue a verle (salvo el silencioso soldado que siempre le llevaba la comida y recogía la escudilla vacía). Drill pasó la tarde pensando en modos de desencajar los barrotes de la ventana, sin encontrar ninguna solución.
El tercer día recibió una visita, como había previsto. Fue un teniente, de uniforme impoluto, buena planta y agradables maneras. Fue muy respetuoso con él, aunque sus intenciones estaban claras desde el principio.
- Buenos días le dé Sherpú, señor Drill – le saludó, plantado delante de su celda, con los pies juntos y las manos enlazadas a la espalda.
- Que se los dé igual a usted – contestó, incómodo,
pero decidido a ser igual de amable que su interlocutor. No quería rebajarse, a pesar de estar en el calabozo.
- Tengo entendido que su nombre es Bittor Drill, de oficio mercenario – dijo el teniente. – Y por su emblema del brazo, su rango en el ejército bareniense era sargento, ¿no es así?
- Contra mis deseos, digo wen – aceptó Drill.
- ¿Contra sus deseos? Explíqueme eso, se lo ruego....
- Fui reclutado a la fuerza. Peleaba en la guerra sin ningún interés personal, así que tampoco pretendía ganar la oficialidad, si a bien tiene.
- Ya veo – asintió el teniente. – El ejército bareniense nunca ha sido famoso por su enorme tamaño ni su riqueza de material, así que es normal que se debieran hacer levas forzosas, le digo. Pero eso debieron haberlo pensado mejor antes de iniciar este conflicto....
- No estoy interesado en su guerra – le cortó Drill, alzando la mano, arreglándoselas para no parecer descortés. – No me importa quién hizo qué ni quién lo hizo antes.
- Para no estar interesado en la guerra veo que ha participado en ella sin escrúpulo ninguno, le digo.
- He participado en ella, es verdad. Pero le aseguro que con bastantes escrúpulos, wen le digo – dijo Drill, llegando a mezclar la forma de expresarse en Escaste con sus propias costumbres de Ülsher. – Sólo quiero seguir con mi misión, pues usted ya sabe que soy mercenario. La guerra me pilló en medio.
- Ya veo. Parecen juiciosas palabras, pero como comprenderá no puedo darles crédito así como así – dijo el teniente, con voz ligera, aunque parecía un poco contrariado. – Hemos de comprobar si de verdad usted no es un espía del reino de Barenibomur. Cuando todo esté aclarado y se cumpla lo que usted asegura, le soltaremos.
- No creo que un espía que tratase de colarse tras sus líneas lo hiciese con el uniforme del ejército enemigo, le digo – apuntó Drill, con vehemencia, tratando de librarse.
- Un espía torpe quizá sí – sonrió el teniente y se dio la vuelta, saliendo de los calabozos y dejando a Drill allí solo.
Se sentó en el catre y volvió a mirar a la ventana con barrotes. Se olvidó del teniente escasteño y volvió a idear intentos de fuga.


Aquella noche cenó huevos con verduras y un pedazo de pan que no estaba nada malo.
Cuando el soldado fue a recoger la escudilla vacía le preguntó quién era el teniente que había ido a verle, para saber qué importancia tenía en el ejército de Escaste, pero como era costumbre el carcelero no intercambió palabras con él.
Se hizo de noche y Drill se tendió en el catre. Las lunas debían de estar en fase llena y el cielo despejado, porque una luz intensa se colaba por la ventana, dibujando un deprimente juego de luces y sombras en el suelo de la celda.
Drill escuchó unos fuertes golpes en la puerta del cuartel provisional. Debieron de ser muy enérgicos para que pudiera oírlos desde la celda, atravesando todo el cuartel y tantas salas. Imaginó que alguien abría la puerta y después escuchó rumor de gritos o de palabras encendidas, en buen tono. No entendió lo que se decía, pero pudo escuchar el barullo de las voces, que parecían discutir o estar asustadas. Por lo menos había cierta agitación y nerviosismo en ellas.
Cuando escuchó al carcelero levantarse y salir a paso vivo de la sala que había antes de los calabozos Drill se incorporó en el catre y se puso en pie. Allí había animación y no quería perdérsela por si podía aprovecharse de ella.
Y vaya si se aprovechó, aunque nunca hubiese imaginado que fuera de aquella forma.
Apoyado en los barrotes de su celda, agarrado a ellos, intentando entender las palabras que el carcelero intercambiaba con el recién llegado y con algún militar más, vio de pronto que Ryngo aparecía por la puerta que conectaba los calabozos con el puesto de guardia del carcelero. Lo miró con sorpresa y luego con alegría.
- ¡Ryngo! – logró gritar, en susurros, muy contento de ver al zorrillo. Éste le miró desde la puerta, en silencio, con aquella mirada inteligente que Drill nunca hubiese esperado ver en ningún animal (quizá en algún gato).
El zorrillo se dio la vuelta y desapareció por la puerta. El mercenario le chistó, tratando de no llamar la atención de los guardias, pero el zorrillo no volvió. Al cabo de unos instantes escuchó un tintineo metálico que le dejó extrañado, hasta que lo entendió todo al ver al zorrillo aparecer por la puerta otra vez, esta vez con el manojo de llaves del carcelero colgado de un aro.
- ¡Bien! – le animó Drill. Ryngo llegó hasta él y soltó el aro con las llaves. Antes de cogerlo Drill agarró al raposo, cogiéndolo en brazos y dándole un corto pero intenso abrazo. Ryngo no hizo ningún sonido, consciente de que la discreción era necesaria, pero le lamió la mejilla barbada un par de veces. Después Drill lo dejó en el suelo y cogió el manojo de llaves. Probó varias en la cerradura hasta que la cuarta abrió la puerta de su celda. Salió de ella con ganas, cerrándola a su espalda, saliendo al puesto de guardia del carcelero con precaución.
Estaba vacío, el soldado seguía hablando con quien fuera en el amplio recibidor del cuartel provisional. Ryngo saltó a una silla de madera tapizada en cuero y se apoyó con las patas delanteras en el borde de la mesa. Con el hocico señaló las llaves que Drill llevaba de la mano (agarradas todas juntas para que no hiciesen ruido) y después señaló un hueco en la mesa.
- ¿Las llaves estaban ahí? – preguntó el mercenario, con voz queda. El zorrillo se limitó a menear la cola, sin dejar de mirarle. Drill colocó las llaves con cuidado en la mesa: hicieron un leve ruido metálico, pero desde el recibidor nadie pareció oírlo.
Drill abrió el armario, cogió su mochila del ejército (la que había sido de Quentin Rich) y se la colgó a la espalda. Mientras lo hacía observó un jubón de color azul y unas calzas grises, que había en el armario. Supuso que eran del anciano que había muerto y las cogió, pensando que le vendría bien quitarse de una vez el uniforme del ejército y cambiarse de ropa. Después se detuvo un instante más para coger su cinto con la espada y el cuchillo colgados y llevarse todas sus cosas.
Ryngo  le indicó una puerta que había en una pared de la sala del guardia, que no había visto hacía unos días, cuando le llevaron a su celda. Era una puerta estrecha y normal, con un vano que la rodeaba. Estaba al lado de una estantería, casi en una esquina de la sala, en una zona en penumbra: entre la sombra, la estantería y el vano era difícil verla si no se sabía que estaba allí. Tenía gruesos cerrojos y grandes cerraduras, pero estaba abierta: Ryngo la empujó con el hocico, la abrió lo justo para colarse y salió por ella. Drill imaginó que el raposo la había utilizado para entrar.
Salió por la misma puerta y una vez en el exterior la cerró, para no levantar las sospechas del guardia cuando volviese a su puesto.
Bajo la luz de las dos lunas, Ryngo y Drill salieron corriendo, tratando de alejarse del cuartel provisional y escondiéndose entre la vegetación.

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