miércoles, 18 de abril de 2018

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo XIII (4º parte)


LA LLAVE ES LA CLAVE
- XIII -
EL REINO SALVAJE DEL NORTE

Dos meses.
Habían estado dos meses encerrados y encadenados en aquella bodega, alimentados malamente, sin ver la luz del Sol (salvo la que se colaba entre las cuadernas del barco), sin lavarse y presos de las chinches.
Dos meses para viajar hasta el lejano reino de Raj’Naroq.
Imagino que el barco de los guerreros rodeó Ilhabwer por el sur, para llegar hasta el reino de Raj’Naroq por la desembocadura del Gran Río, lo que hizo que el viaje durara los meses de sexembre y septiembre completos.
Drill y Klinton fueron empujados fuera del barco, todavía con los grilletes opuestos, con las manos por delante del cuerpo. Descendieron del barco naroquiense por una rampa que había colocada hasta la orilla y descendieron a tierra en una playa de arena gruesa, que rechinaba bajo las botas. Estaban rodeados por guerreros naroquienses que los miraban con fiereza y el ceño fruncido, todos tatuados y maquillados. No había más que espadas curvadas por todas partes y Drill no tenía la suya a mano. No había opción para la huida y mi antiguo yumón quiso confiar en que, si no los habían matado hasta ese momento, los retendrían vivos un poco más. Empujados a punta de lanza fueron conducidos hasta un carro de dos ruedas, cubierto por barrotes de madera, a modo de jaula. Los dos fueron obligados a entrar y después un caballo tiró de la jaula con ruedas, llevándoselos de allí. Una comitiva de al menos quince guerreros acompañó al carro enrejado.
Viajaron durante dos días en la jaula, remontando el Gran Rio, llamado en aquel reino río Dracon, de camino a la capital, Duk’ja. Ni Drill ni Klinton intercambiaron palabras, pues cuando lo hacían los guerreros naroquienses les gritaban e incluso les golpeaban con los mástiles de las lanzas o con las hojas de las espadas, puestas de plano, a través de los barrotes. Los querían tranquilos y en silencio.
El reino de Raj’Naroq es un territorio agreste, de roca negra y roca rojiza, fruto de las erupciones volcánicas del norte de la gran isla. La vegetación era escasa, aunque había multitud de arbustos leñosos, hierbas duras y resistentes y algún que otro árbol de secano (a veces hasta se podían ver bosquecillos de doce o trece ejemplares juntos). La fauna también era escasa y muy tímida: lagartijas y lagartos eran los más comunes, aunque también había ratas de campo y otros roedores más pequeños, además de aves rapaces y pequeños pájaros. El paisaje a través de la jaula no era muy bonito, que digamos.
El río Dracon, a su vez, tampoco era un espectáculo agradable, aunque sí extraordinario. Las aguas del río eran muy ricas en sulfuros y otras sales ígneas, por lo que las espumas que flotaban sobre las aguas eran de color amarillo y naranja. Estas espumas se remansaban en algunos meandros o viajaban con el curso del río, como pequeñas balsas. Incluso el agua del río que no portaba espumas (la que podríamos llamar agua clara, aunque en realidad no lo fuera) parecía un tanto viscosa, no tan líquida como para fluir con facilidad. A pesar de eso, había ranas y peces en el río, aunque un continental nunca bebería del agua ni comería de sus animales, si no quería sufrir retortijones y enfermedad de tripas durante una semana.
El río Dracon nacía en la cordillera Ek’laj, un muro natural que separaba el sur del reino del norte plagado de volcanes y lava. Pero el viaje no los llevó hasta las montañas, sino que terminó a medio camino, en la capital del reino, Duk’ja.
Nunca he visitado Raj’Naroq y Drill lo había hecho sólo en una ocasión, quedándose en la orilla (viajaba como parte del equipo de seguridad del galeón, así que sólo estuvo en la costa y en un pequeño pueblo de pescadores que había allí cerca), así que ninguno de los dos podemos decirles cómo es la capital. Ni siquiera Drill me la pudo describir, porque en esta ocasión, en que fue llevado prisionero hasta ella, se quedó a las afueras. Los guerreros condujeron el carro hasta una gran casa de ladrillos de barro cocido, con tejado plano de lajas de basalto. Era un edificio bajo y ancho, imponente a pesar de su sencillez, de una sola altura y sin apenas ventanas. La única entrada era una ancha puerta ante la que detuvieron el carro-jaula.
Hicieron descender a Drill y a Klinton, a golpes de lanza, para dirigirlos al edificio. Mi antiguo yumón sólo entendía un poco de la lengua naroquiense, pero para cualquiera era claro el mensaje que aquellos guerreros ceñudos les estaban transmitiendo. Eran sus prisioneros y querían que entraran en aquel lugar.
La casa parecía abandonada, con pocos muebles y ninguna señal de vida. No estaba sucia, pero sí se veía desatendida. El amplio edificio se dividía en varias estancias y habitaciones que Drill pudo ver de pasada, mientras le empujaban y pasó por delante de las puertas entreabiertas. Un pasillo ancho, que nacía en la puerta de entrada y terminaba en una habitación alargada, al fondo del edificio, dividía la casa y distribuía todas las habitaciones.
Los guerreros que los conducían los detuvieron en una puerta estrecha y de madera sencilla en medio del pasillo. La abrieron con brusquedad y dejaron a la vista unas escaleras de piedra, que descendían a la oscuridad. Empujándoles, les hicieron bajar.
La gran estancia era un calabozo, como pudieron comprobar una vez abajo. El espacio estaba dividido en varias celdas, separadas por pequeños pasillos entre paredes de barrotes de hierro. Había seis celdas en todo el sótano y todas estaban vacías: ellos serían los únicos huéspedes.
Los guerreros encendieron antorchas en las paredes del sótano e iluminaron rácanamente el espacio, pero al menos Drill y Klinton pudieron hacerse idea de sus dimensiones y pudieron entrever todas las celdas que ocupaban el espacio y las paredes que lo rodeaban. El ambiente era seco y fresco. Metieron a Drill en una de las celdas y a Oras Klinton en otra distinta, frente a la de Drill. Los guerreros les gritaron algo antes de irse y después rompieron a reír, saliendo del calabozo y dejándoles solos.
- ¿Qué han dicho? – preguntó Oras Klinton. Estaba sucio y demacrado y su voz no sonó igual de jovial y despreocupada que en las islas Tharmeìon.
- Nos han dicho que no lloremos por la noche, cuando esto se quede a oscuras – contestó Drill, acercándose a los barrotes que delimitaban su celda. Los tentó con los puños, tratando de sacudirles, pero comprobó que eran de buen acero y estaban bien anclados en el suelo de roca. Estudió la cerradura de la puerta: a pesar de ser grande y con un ojo amplio, parecía difícil de forzar. Sobre todo por su dureza y resistencia.
- ¿Ha encontrado algo? – preguntó Oras Klinton, que a pesar de la advertencia de los guerreros parecía al borde de las lágrimas.
Drill negó antes de contestar.
- Estamos bien encerrados, no cabe duda – se lamentó, pasándose la mano por la cara y la cabeza, despeinándose un poco más. Deseaba un buen baño y un cigarrillo de su tabaco de liar, que le habían confiscado.
- ¿Qué quieren de nosotros?
- Quiero confiar en que nos quieren vivos – dijo Drill, que había reflexionado mucho sobre su situación mientras les llevaban en el carro-jaula hasta allí. – Probablemente sepan quién es usted y a mí me hayan confundido con un cortesano o ministro o consejero o algo así. Por eso estoy aquí con usted y no muerto en los acantilados de la isla sur.
- ¿Cree que esto es un secuestro político? – se escandalizó Oras.
- No, ni mucho menos – no pudo evitar reírse Drill, o al menos hizo la mueca que él llamaba sonrisa. – Creo que esto es por dinero. Pedirán un rescate por nosotros.
- ¿Un rescate? – se sorprendió el pintor. – ¿Somos rehenes por dinero?
- Sabrán lo importante y querido que es usted a día de hoy en el reino de las islas y confían en poder sacar una buena tajada por usted. Y espero que a mí también me consideren valioso....
Drill había tratado de sonar ligero y divertido, aunque estaba nervioso. Eso sí, no tanto como el pintor, que temblaba sin parar en su celda.

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