viernes, 6 de abril de 2018

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo XI (4ª parte)


LA LLAVE ES LA CLAVE
- XI -
SECUESTRO

Durante aquellos tres días Oras Klinton fue a los acantilados cada mañana, cargado con cuadernos grandes de papel, lapiceros, carboncillos, reglas y cestas con botellas de vino, copas, queso y fruta. Aunque en realidad el que cargaba con la mayor parte de todo aquello era Drill, que siempre le acompañaba.
Aquellas jornadas de intenso trabajo (el pintor bocetó un montón de vistas de los diferentes acantilados de aquella costa, además de detalles de rocas, olas, gaviotas y riscos) sirvieron para que Oras Klinton y Drill se llevaran un poco mejor. Eran hombres muy distintos, pero encontraban agradable la presencia del otro y su conversación. Coincidían en cierta forma de ver la vida, aunque estaba claro que cada uno había tenido una vida muy diferente a la del otro hasta llegar a ese momento, así que era sencillo (e inevitable, añado yo) que se llevaran bien.
Los ratos de descanso y almuerzo (por algo cargaba Drill cada mañana con aquellas cestas llenas de vino y viandas) eran en los que más charlaban y se hacían amigos, pues era cuando verdaderamente tenían tiempo de intercambiar charlas, anécdotas y opiniones. Cuando Oras Klinton se dedicaba a hacer sus bocetos a lápiz o carboncillo (o cuando corría de un lado para otro, para conseguir la mejor vista, o saltaba por las peñas, o se agachaba para ver el mar desde lo alto) apenas hablaba: uno concentrado en su tarea y otro admirado por la capacidad artística del uno.
Así fue cómo el último día que Klinton había prometido que se quedarían allí, metidos ya en sexembre, los dos fueron por última vez a los acantilados, Oras cargado con el material de dibujo y Drill con las cestas de la comida. Durante aquellos días de camaradería y tranquilidad, Drill había dejado sus cosas en la habitación, con la mochila de Quentin Rich. Lo único que llevaba encima era una pequeña cartera con algunos sermones, los cubiertos y platos de madera que le había confeccionado Shonren en madera de rhalá (con los que comían), la caja de Monto (escondida en un rincón de la cesta) y la espada colgada en la cadera.
Allí estaban a salvo, cuidados además por los tres soldados del marqués, pero era una costumbre de la que le costaba librarse.
Si hubiera sabido lo que iba a pasarles, quizá se hubiese dejado el cuchillo escondido en la caña de la bota.


Todo pasó muy deprisa, según Drill, y yo le creo, pues si hubiese ocurrido de otra manera (los guerreros hubieran aparecido más lejos o se hubieran acercado más despacio) estoy segura de que mi antiguo yumón hubiese podido plantarles cara y quizá poder huir.
Pero todos cometemos errores. O nos enfrentamos a
enemigos mejor preparados que nosotros o que nos pillan por sorpresa.
Aquello fue lo que les ocurrió a Drill y a Klinton aquel día. Era el último que se iban a quedar en la casa en la pradera, después de que el pintor hubiese quedado satisfecho con todos los bocetos que había tomado de los acantilados y alrededores: estaba convencido de que con ellos podría pintar muchos cuadros y detalles en el futuro. Al día siguiente iban a emprender el camino de vuelta a Suri, los seis, todos juntos.
A media tarde, mientras el pintor ya estaba guardando sus útiles y terminaban los últimos tragos de vino y pedazos de queso, unos guerreros surgieron de detrás de la hierba, como surgidos de la tierra. En realidad habían escalado por los acantilados, por los más accesibles y menos empinados, para llegar a lo alto, saliendo del borde desde detrás de la hierba, que los ayudó a ocultarse gracias a su altura.
Drill los vio cuando ya estaban encima. Eran seis guerreros de piel morena, tirando a rojiza. Sólo se cubrían con una piel en torno a la cintura, que les tapaba hasta medio muslo. Algunos llevaban una especie de tirantes de piel o una bandolera de cuero, pero el resto del torso y del cuerpo estaba al aire. Su piel rojiza estaba adornada con tatuajes tribales y llevaban la cara pintada de negro, o al menos un antifaz en torno a los ojos y la nariz. Llevaba espadas en las manos, aunque uno portaba una lanza y otro dos cachiporras confeccionadas con huesos de animales.
No había duda de que eran guerreros de Raj’Naroq.
- ¡¡Cuidado!!
Llegaron hasta ellos corriendo con elasticidad sobre la hierba alta, casi sin hacer ruido. En un movimiento rápido y coordinado golpearon a Oras Klinton y le dejaron sin sentido, metiéndole en una bolsa de tela que le tapó el cuerpo entero. Dos de los guerreros se dirigieron hacia Drill, que estaba un poco más lejos, y mi antiguo yumón imaginó que pretendían hacer lo mismo con él.
Drill desenvainó la espada y se enfrentó a los guerreros. Esquivó el ataque del primero y después detuvo al espada del segundo. Desvió el arma con un movimiento rápido y fuerte y le clavó su espada decorada en el pecho. El guerrero gritó sorprendido. Cuando Drill se dio la vuelta para enfrentarse al primer guerrero que le había atacado sólo pudo esquivar el golpe de lanza que le lanzó. Después le golpeó con el mástil de la lanza, dándole un fuerte golpe en el lateral de la cabeza.
Drill cayó al suelo, desorientado, perdiendo la espada. La hierba alta le tapaba casi toda la visión, pero pudo vislumbrar cómo los tres soldados llegaban a todo correr desde lejos. Solían acompañarlos a sus jornadas de pintura al borde de los acantilados, aunque siempre se quedaban apartados, para darles a Drill y Klinton más intimidad.
Los dos soldados que habían acompañado a Drill desde Suri murieron al enfrentarse a los guerreros de Raj’Naroq y sólo Bêrtha pudo plantarles cara, resistiendo durante un rato, matando a uno de los guerreros (el de las cachiporras de hueso) antes de recibir una herida de espada en el costado y un golpe en la cabeza.
Antes de que Drill perdiese el sentido definitivamente vio cómo la gran soldado fue atravesada por la espada, cuando ya yacía en el suelo, inconsciente.
Mientras perdía definitivamente el conocimiento, notando cómo le metían en la bolsa de tela, Drill llegó a la conclusión de que a él no le mataban por las vestimentas que llevaba. Parecía un tipo de la corte, quizá no un noble pero sí un consejero o un ministro. Estuvo seguro de que si hubiese vestido sus ropas ordinarias de mercenario, al enfrentarse armado a aquellos guerreros, le habrían dado muerte sin contemplaciones.
Después no pudo reflexionar nada más. Se hundió en una negrura insondable, fría y dolorosa.

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